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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

El llulla presidente

Alan García

Gabriela Wiener

Mi padre solía contar que, cuando publicó su libro sobre Alan García, yo me eché a llorar porque tenía miedo de que lo mandaran a la cárcel por ello. El título del libro era El llulla presidente. 'Llulla' en quechua quiere decir mentiroso. Quizá porque la trayectoria del dos veces expresidente constitucional del Perú estuvo siempre rodeada de falsedades, denuncias por corrupción, hechos delictivos y violaciones de los derechos humanos, esta mañana cuando nos enteramos de que iba a ser detenido por su implicación en el caso de Odebrecht, muy poca gente lo creyó. Alan había burlado a la justicia demasiadas veces como para confiarnos. Pero cuando solo una hora después empezaron a correr las noticias de su suicidio, la desconfianza fue aún mayor. Es terrible pero la convicción de que Alan era capaz hasta de hacerse el muerto para eludir la cárcel embargó a muchos. ¿Alan entrando y encerrándose en su habitación, mientras el fiscal espera al pie de la escalera, y disparándose a continuación en la cabeza? No, solo podía ser una mentira, una treta del llulla presidente al verse acorralado con más pruebas, un nuevo montaje en el que distraernos mientras él ya estaba en la frontera.

Y sí, eso era, pero en un sentido más escalofriante. Muchos han entendido el suicidio de García como una nueva y exitosa escabullida. La fuga premeditada hacia la muerte para no enfrentar lo que tenía que asumir en vida. El atajo más corto para una efemérides mucho más amable que la que le hubiera tocado si acudía a declarar y se sometía al debido proceso. La última hazaña de un ego colosal, como solía definirse al de García.

Con 35 años Alan fue el presidente más joven del Perú. El político audaz y orador de balcones que mi abuelo aprista soñó tantas veces sería la reencarnación del fundador del Apra, Víctor Raúl Haya de la Torre. El líder nato de centroizquierda con espíritu latinoamericano y antiimperialista. Pero en los dos periodos en los que llegó al poder, lo que demostró en realidad fue autoritarismo y un discurso vacío, sin un proyecto de país más allá de sus enormes ambiciones personales. En el primero, de 1985 a 1990, marcado por la mayor crisis económica de nuestra historia. Y el segundo, de 2006 a 2011, por una apertura económica salvaje en la que corrió raudo el dinero de la corrupción.

A esta hora, sus compañeros del partido aprista lo han convertido ya en perseguido político, en mártir del sistema judicial y en el edificio del Congreso de la República, en el que tienen mayoría sus socios del fujimorismo, flamea la bandera a media asta en su honor. La contraparte es el enorme desasosiego que ahora mismo invade a una gran cantidad de peruanos. Deja detrás de ese único disparo una cantidad incalculable de impunidad flotando en el aire que quizá nunca nos acercaremos siquiera a desentrañar.

Una vida de impunidad

Sus manos estaban manchadas con la sangre y el dinero sucio de algunas de las más grandes tragedias de este país. En los 80, durante su primer gobierno, un comando del Ejército, a sus  órdenes, perpetró la matanza de 69 pobladores de la comunidad de Accomarca, acusados injustamente de ser terroristas, de los cuales 30 eran niños. Torturaron a los hombres, violaron a todas las mujeres y les dispararon, arrojaron granadas y prendieron fuego junto a sus niños. Se libró así mismo de la responsabilidad por otra masacre en la comunidad de Cayara, donde el Ejército asesinó a 35 personas. No pagó por la matanza de los Molinos, ni por las violaciones de Manta y Vilca. Alan García tampoco pagó jamás por dar la orden presidencial de sofocar sendos motines en dos cárceles limeñas asesinando extrajudicialmente a unos 300 presos rendidos del grupo subversivo Sendero Luminoso.

No pagó por el dolor de los miles de peruanos que padecieron el empobrecimiento radical en los primeros cinco años de su gobierno, con una inflación que ni Venezuela hoy. Ni por el Comando Paramilitar Rodrigo Franco que operó bajo su ala protectora. Muy lejos estuvo de responsabilizarse por el caso conocido como el Baguazo (2009), la brutal represión policial ordenada por el entonces presidente para detener las revueltas de varias comunidades amazónicas que se oponían a un decreto de su gobierno que favorecía a empresas transnacionales y mineras para explotar petróleo, gas y minas en tierras indígenas. El desenlace fueron decenas de muertos y varias zonas del país en conflicto, algunas de las cuales aún siguen en llamas por ignorar la consulta previa.

En los últimos años lo hemos visto entrar varias veces a los juzgados por recibir coimas por la construcción del tren eléctrico de Lima, por la construcción de la carretera interocéanica, por los indultos que se concedieron durante su segundo gobierno a decenas de sentenciados por tráfico ilícitos de drogas. Pero nunca llegó al banquillo. En el último momento siempre se desestimaban las acusaciones contra él. Ahora sabemos, gracias a investigaciones periodísticas, que Alan García y el Poder judicial, que nunca lo juzgó, eran la misma cosa. Lo había penetrado y corrompido desde los años ochenta, y se las ingeniaba para mantener a operarios dentro muy bien colocados, que lo blindaban, y podía hacerlo gracias a años de enriquecimiento ilícito.

Pero el caso que iba a ponerlo por fin en la mira de un equipo de fiscales y jueces honestos, sería el de la trama de sobornos de la constructora brasileña Odebrecht, el mayor escándalo de corrupción del continente. Las pruebas en contra de García por fin forzaron su detención preliminar dentro del caso Lava Jato, en especial por las coimas en la construcción de un tren urbano. También por haber recibido dinero para sus campañas electorales. Solo iban a ser diez días, aunque en el proceso podían haber pedido para él la prisión preventiva por los delitos de colusión, lavado de activos y tráfico de influencias. No había, pues, persecución política; al contrario, siempre había sido un protegido. Lo que había en realidad es una investigación judicial rigurosa que por fin lo cercaba. Por eso el fiscal estaba en su casa este miércoles, a las seis y media de la mañana, cuando Alan entró a su habitación y se disparó en la cabeza.

La democracia es sueño

En el año 2001, después de la caída del dictador Fujimori, Alan García volvió tras nueve años de exilio y dio un discurso poderoso a plaza llena en el que citó a Calderón de la Barca. Pronto volvería a ser presidente. Llevábamos años sin escuchar a un político tradicional hablarle al pueblo, vivíamos oyendo a tecnócratas ágrafos del régimen. Yo lloraba conmocionada mirando la tele. Su retorno simbolizaba el retorno de la democracia y la vuelta a esos supuestos ideales de los que nos habían alejado a las peruanas y peruanos durante una década de autocracia. Pero, otra vez, la democracia fue un sueño, y los sueños, se sabe, sueños son.

El suicidio de Alan García habla también del devenir en las últimas décadas de la clase política peruana y latinoamericana, de lo que han hecho sus líderes con la confianza y el voto de la gente en décadas de pantomima democrática.

Sin embargo, no todo está perdido. La sociedad civil, prensa independiente y un puñado de jueces y fiscales que está haciendo su trabajo en el Perú, tienen en jaque hoy a quienes, como García, acometieron esa traición. En este momento estamos a punto de batir un récord como país por tener a más expresidentes en la cárcel o en proceso de entrar en una. Alan iba a ser el tercero, junto a Pedro Pablo Kuczynski, detenido, y Alberto Fujimori, sentenciado. Alejandro Toledo, por su parte, se encuentra en proceso de extradición. Y Ollanta Humala, que estuvo en prisión preventiva durante un año, podría volver a prisión en cualquier momento. La varias veces candidata a la presidencia, Keiko Fujimori, la hijísima, también se encuentra en el calabozo. Todo cortesía de Odebrecht.

¿Qué hubiera dicho mi padre, Raúl, uno de sus más obsesivos perseguidores, o cualquiera de los fiscalizadores de García que ya no están, como el político de izquierda Javier Diez Canseco, gente que se pasó toda la vida investigándolo, quemando sus pestañas llenando folios, al verlo fugar por última vez sin hacerse responsable? ¿Se alegrarían o lo llamarían cobarde como lo llama la mitad del Perú, mientras la otra mitad lo llama héroe y perseguido político? ¿O habrían sentido dolor como se siente alguna clase de dolor cuando muere también el enemigo?

Mientras le daba vueltas a todo eso le envié un mensaje al hijo de una de las tantas víctimas de Alan García. Pensé que podía tener una buena respuesta acerca de en qué estado quedan nuestros sueños de justicia, nuestra voluntad de memoria, después de la muerte de un presidente requisitoriado. Entonces él me dijo que lo pensaría más tarde porque ahora tenía que atender a su hijo. Y, supongo que eso, esa posibilidad de tener algo más urgente en lo que pensar, es ahora, de alguna manera, una especie de justicia.

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