El miedo a las batas rosas o cómo educar contra la libertad
Hace unos días leímos la noticia de que una madre había denunciado en una comisaría a una profesora por ponerle a su hijo una bata rosa. Lo consideraba “un delito de trato degradante” y la Policía había llegado a tomarle declaración a la profesora como investigada. La educadora se defendió diciendo que la bata era verde y que se la habían puesto al alumno cuando ya llevaba tres días sin traer su propia bata. ¿Y qué si era rosa? ¿Y qué si se la pusieran todos los días? Lo primero que viene a la mente, sobre todo a quienes somos profesores, es cómo proteger a educadores de padres reaccionarios que creen que están protegiendo a sus hijos del peligrosísimo color rosa, pero la verdadera cuestión política de fondo es cómo proteger a esos hijos e hijas de padres así. ¿Tienen los padres derecho a educar a sus hijos en la homofobia y el sexismo?
A punto de acabar 2019 y haciendo un balance de los retrocesos más significativos que ha implicado la llegada de la ultraderecha a nuestras instituciones, podríamos decir que esta es una de las cuestiones sensibles. En las cenas de Nochevieja de dentro de dos días es probable que entre los revivals que Vox ha vuelto a hacer actuales esté –aparte de las famosas denuncias falsas o el porqué de las leyes de violencia machista– el derecho de los padres a educar a sus hijos. En nombre de ese derecho, la formación de Abascal ha pedido, tanto en Andalucía como en Madrid, el listado de los colectivos y activistas LGTBI que durante años han impartido charlas de diversidad sexual y de género en los centros públicos y concertados. Es gravísimo que se pida a las instituciones poner en marcha una cacería de acoso a quienes han suplido las carencias de nuestro propio sistema educativo, pero si es posible denunciar a una profesora por usar una bata rosa, es que ya casi todo es posible.
Nuestra Constitución, en sus artículos referidos a la educación, refleja un endeble pacto entre las diferentes sensibilidades políticas que tuvieron que llegar a un consenso. Fueron de los artículos más discutidos en su momento y la solución es solo precaria, prueba de lo cual es la cantidad de veces que se ha tenido que pronunciar el Tribunal Constitucional sobre el conflicto de derechos que puede haber –por ejemplo, en relación a la educación concertada– entre un derecho a la educación pública y gratuita y el derecho de los padres a educar a sus hijos de acuerdo con sus propias convicciones“ (artículo 27.3).
El primer límite que pone nuestra Constitución al poder de los padres para decidir la enseñanza de sus hijos es que la educación tiene que estar comprometida con el “respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales” (artículo 27.2). Eso, no obstante, no va a suponer ningún límite real para que esa madre navarra eduque a su hijo en la homofobia y le enseñe que es humillante llevar una bata rosa. Que los padres y madres de Vox pueden educar a sus hijos e hijas en sus convicciones y creencias es nada más que reconocer un hecho evidente. Pueden hacerlo y lo hacen. Y nadie les va a retirar la custodia por haber llevado a sus hijos a manifestaciones contra el matrimonio igualitario, a reuniones de Hazte Oír o a las concentraciones frente a las clínicas de aborto. Los padres, los de Vox y todos los demás, tienen un enorme margen de acción y radio de influencia sobre sus hijos y suelen llevarles a los actos de sus partidos, a las reuniones de sus asociaciones o a las ceremonias de sus iglesias.
De hecho, justamente porque esa educación de los padres ya está asegurada y porque transmitir los valores y creencias familiares en casa es enteramente inevitable, por eso justamente ha de existir la escuela pública. Si la educación tiene una función principal es la de garantizar que los alumnos y las alumnas aprendan a pensar por sí mismos, incluso si eso les lleva a pensar más allá de las enseñanzas de sus padres o, incluso, en contra de estas. Es cierto que una madre homófoba tiene el derecho de transmitir a sus hijos su visión del mundo; ha ocurrido toda la vida y nadie hoy va a venir a impedirlo. Pero a lo que esa madre no tiene derecho es a impedir que su hijo reciba, también, otras muchas visiones del mundo diferentes. La escuela pública y su sentido suponen, inevitablemente, una limitación al poder de los padres para controlar por entero la educación de sus hijos, porque si la escuela está al servicio de alguna libertad más que de otra, es la de los alumnos y no la de sus padres.
Recuerdo un día que yo estaba cuidando a unos niños de educación infantil y un alumno les enseñaba a los demás cómo se ataban los zapatos. Su padre le había enseñado la técnica y estaba orgulloso de dársela a conocer a sus amigos. Recuerdo cómo otro niño interrumpió la escena para decir que así no se ataban los zapatos, que su padre los ataba de otra manera y que además era más rápida. Recuerdo cómo violentó eso al primer niño, que se quedó descolocado, perplejo y, más tarde, pensativo y callado.
La escuela está llena de experiencias como esta, en las que los niños ven confrontada la palabra de su padre, en la que creen ciegamente, con el hecho incómodo y problemático de que existen muchos padres y muchas palabras, muchas maneras de atarse los zapatos, de entender una bata rosa o de mirar el mundo. La escuela es un sistema que saca a los niños de un hogar donde solo hay una manera de pensar y arroja a los niños a la pluralidad. Y es su carácter público el que garantiza que los niños ricos se encontrarán con los niños pobres, que los niños blancos se encontrarán con los niños negros, que los niños compartirán clase con las niñas y que los hijos de madres homófobas de Vox conocerán a niños de madres lesbianas.
Probablemente quienes hayan sido alcanzados por el discurso de Vox y lleven a las cenas de Navidad el argumento de que los padres tienen el derecho de decidir qué aprenden sus hijos solo sean receptivos si al ejemplo le damos la vuelta. Si creen que las feministas adoctrinamos a nuestros hijos en esa supuesta ideología de género a la que tanto temen, estarán de acuerdo en que nuestros hijos puedan tener un espacio más allá de nuestras propias doctrinas y creencias en el que aprender a poner en duda lo que les hemos enseñado. Si tanto temen a una izquierda que adoctrina a sus hijos en el comunismo o en el lesbianismo radical, que defiendan el derecho de nuestros hijos de juntarse con los suyos, conocer su miedo a las batas rosas y poder poner en duda nuestra autoridad.
¿A qué viene tanto miedo a la diversidad? Lo único que deshace el adoctrinamiento acrítico es la pluralidad. Porque cuando ya no existe una única manera de atarse los zapatos o una única manera de entender la sexualidad, los niños están irremediablemente obligados a comparar versiones, cuestionar creencias, argumentar posiciones y escoger cuál es su propia manera de ser y de pensar. La escuela sirve para hacernos mayores y eso pasa, inevitablemente, por poner en duda la autoridad paterna y aprender a pensar.
Si las charlas LGTBI tienen sentido en las escuelas es justamente porque dan a conocer a los alumnos y alumnas una pluralidad y una diversidad. En ellas, los hijos de las madres homófobas de Vox aprenderán que hay hombres que llevan el rosa con orgullo y que ser gay o trans es también una posibilidad. Quienes ven amenazadas sus doctrinas por la existencia de la diversidad sexual y de género o por el color de una bata, quienes quieren que sus hijos vayan a colegios solo con chicos o con chicas o quieren que solo conozcan a compañeros de su misma raza, su misma condición económica o su misma nacionalidad, no son los defensores de la libertad de enseñanza, son padres enemigos de la libertad de sus hijos. Recordemos esto en tiempos en los que hace falta cuidar a quienes siempre lucharon por la libertad y la diversidad sexual, mimar nuestras escuelas públicas y a nuestra profesoras y profesores. Recordémoslo en tiempos en los que se puede denunciar a una profesora por el color de una bata. Ningún recorte de la diversidad y la pluralidad en nuestra educación puede ser defendido en nombre de la libertad.