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Los conjurados

Jordi Costa

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Vaya una confesión por delante: he formado parte de una conspiración de silencio, de una suerte de pacto secreto del que no se podía hablar… hasta el pasado viernes. Me refiero a la iniciativa #littlesecretfilm, creada por Pablo Maqueda y codirigida y promovida por Haizea G. Viana, que, según sus distintos reflejos en prensa, ha sido comparada con previos movimientos o estéticas, con manifiestos por medio o no, como el Dogma 95 o el Mumblecore —esa modalidad low-fi del indie americano que tiene en los hermanos Duplass a uno de sus máximos exponentes—. Como parte implicada en este asunto, que ha tenido mucha parte de juego (rodar según un corsé: en 24 horas, sin guión, partiendo de improvisaciones de los actores, con no más de diez personas entre el equipo artístico y el equipo técnico, etcétera…), quizá lo más prudente sería prolongar ese silencio, que preservamos más o menos hasta el día del lanzamiento online de las 15 películas que han abierto fuego el pasado 1 de febrero. Me parece, no obstante, injusto que mi condición de conjurado me obligue a callar el placer que he obtenido como espectador de las obras de otros conjurados. O sea que, quedan advertidos, si creen que el que este articulista tenga un trabajo asociado a ese manifiesto desautoriza o condiciona su objetividad a la hora de hablar del resto de participantes, no sigan leyendo. La intención de este artículo no es otra que la de devolver parte del placer obtenido, diseminar pistas sobre algunas de las sorpresas más gratificantes que ha dado el cine español en este arranque de temporada, aunque sea en sus márgenes...

Recuerdo una portada del Cahiers du Cinéma España —ahora Caimán Cuadernos de Cine— que fue recibida con ciertas suspicacias: en ella se leía el titular “Isaki Lacuesta, un cineasta del siglo XXI”. El dossier asociado valoraba la capacidad proteica del director, cuya obra no sólo encontraba, ocasionalmente, sus vías de conexión con el público en las tradicionales salas de cine, sino también en el ámbito expositivo, en la televisión, entre el material extra de deuvedés ajenos… Lacuesta encarnaba un nuevo modelo de identidad autoral, del mismo modo en que lo hacía, en otro ámbito, un cineasta como Nacho Vigalondo, capaz de construir, en clave de infraproducción, una desafiante y compleja trilogía de ciencia-ficción hecha con herramientas mínimas —Código 7— antes de desarticular géneros en formato de largometraje comercial. Cuando uno asiste al nacimiento de algo, es difícil detectar líneas de continuidad y más aún anticipar relevancias futuras, pero un servidor tiene la impresión de que #littlesecretfilm no hubiese sido posible sin el camino pionero de Isaki Lacuesta y Nacho Vigalondo y sin las sucesivas rupturas que supusieron la llegada del Diamond Flash (2011) de Carlos Vermut o la mutación de Juan Cavestany como autor de comedias oníricas y desoladoras colgadas en la red como Dispongo de barcos (2010) y El señor (2012). Ninguna de estas películas apuesta por el Gran Relato, ninguna llega a conclusiones claras, ni, por supuesto, dogmáticas: son ficciones sintomáticas de una época que se define, precisamente, por el cuestionamiento de esos Grandes Relatos, por la puesta en cuarentena de cualquier narración unitaria, capaz de explicar y descifrar por sí sola la realidad.

Cuando, en la infancia, imaginábamos el futuro, inevitablemente se nos llenaba la cabeza de viajes intergalácticos, coches voladores y teletransportaciones. No pensábamos que el futuro podía definirse de otra manera: como una evolución —o involución— a la hora de relacionarnos con la realidad, de gestionar nuestra propia identidad, que abandona el estado líquido para propagarse en el estado líquido o gaseoso de la ciberrealidad. De todo eso hablan dos de los primeros littlesecretfilms que he tenido ocasión de ver: Manic Pixie Dream Girl, de Pablo Maqueda y Undo infinito, de Álex Mendíbil. El trabajo de Maqueda, además, supone la perfecta síntesis entre un programa artístico —su manifiesto— y la obra acabada: en buena medida, y aunque al cineasta no le guste demasiado el vínculo Dogma sobre su concepto #littlesecretfilm, Manic Pixie Dream Girl es a este asunto lo que Los idiotas (1998) de Lars Von Trier fue al Dogma. La película empieza como un mosaico obsesivo y satírico de un subgénero audiovisual que ha florecido en internet en esta gran Era del Narcisismo: los videoblogs femeninos donde las usuarias, capturadas en webcam sobre el fondo de pared de una habitación propia que funciona como el papel pintado del subconsciente, desgranan consejos de estilismo, comentarios de los vídeos musicales de sus ídolos, cuitas sentimentales y otras variantes de una supuesta expresión adolescente que, a veces, resulta patológica… por extemporánea. En Manic Pixie Dream Girl hay una sola actriz, pero no lo parece: de hecho, Manic Pixie Dream Girl tampoco parece un #littlsecretfilm, pues su ejecución técnica es deslumbrante y no sería descabellado imaginar un lugar a perpetuidad para la película en el cielo del cine de culto, a la derecha, por ejemplo, de All About Lily Chou-Chou (2001), de Shunji Iwai. Rocío León, la estrella única de la película de Maqueda, desdobla incesantemente su identidad alrededor de una supernova que recuerda a Lady Gaga y que podría ser la estrella pop definitiva: Roma Rises.

El primer tramo de Manic Pixie Dream Girl es una delicia para todo espectador familiarizado con la pequeña gran historia del narcisismo adolescente y postadolescente en internet: hay sátiras sutiles, contrafiguras hilarantes de referentes reales, parodias que son refinadísimas filigranas caligráficas. Y, siempre, Rocío León, transmutada en un star system portátil que parece nutrirse de los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau, ocupando el centro del plano, irradiando un influjo que acaba alterando el ADN de la propia película, que deja de ser lo que era para convertirse en una pesadilla aterradora sobre la identidad y, finalmente, en un delicioso cuento humanista —pero apocalíptico— de ciencia-ficción. Manic Pixie Dream Girl es el cubo de Rubik de la era YouTube.

La protagonista de Undo infinito de Álex Mendíbil es una montadora —portentosa Marta Suárez— que tiene que limpiar los fotogramas de una película de terror de tercera categoría para su edición en Blu-ray. Tiene un jefe insoportable y un novio con el que se lleva bien, pero pronto pasará algo que romperá el curso natural de las cosas. Mendíbil inserta en la película un debate entre críticos de cine acerca de las implicaciones del paso de la imagen fotográfica impresionada en celuloide a la imagen digital condensada en un bit: parece una deriva caprichosa, pero no lo es. Undo infinito es una historia de amor en clave polanskiana, que empieza como un Tarantino grindhouse y acaba como un cruce imposible entre Arrebato (1980) y Berberian Sound Studio (2012), mientras se interroga sobre el manejo del dolor cuando, de hecho, todo puede reducirse a una cuestión de bits. El final es arrebatadoramente romántico, a pesar de las sospechas de distancia y descreimiento que pueda haber levantado el cineasta mediante su compleja, metalingüística estrategia narrativa.

Si bien tanto el Dogma como el Mumblecore apostaban, por así decirlo, por las estéticas unplugged, por el despojamiento, los littlesecretfilms que he tenido ocasión de ver son, de hecho, todos ellos, laberintos de diseños dispares, incluso enfrentados, construidos alrededor de las obsesiones personales de sus autores. Un gran ejemplo de todo ello es La pájara, una película que jamás podría haber hecho otra persona que no fuera su autora, la escritora (Celacanto, Lengua de Trapo) Jimina Sabadú: un ajuste de cuentas en clave fantástica con la propia infancia y el entorno familiar, una fábula de apariencia excéntrica pero formulada desde la sinceridad más absoluta e impúdica. Disfraces de gorila, murciélagos mensajeros, enfermos exigentes y niños póstumos que intentan salvarse de su propio naufragio agarrándose a la tabla de salvación de la página web todocolección integran el elenco de esta película irrepetible y frágil, que se infiltra en el interior de cada espectador para expandirse en el recuerdo. En Nuestro porno favorito, el littlesecretfilm más pequeño que hay —tan sólo 11 minutos: un largo en ese registro podría garantizar graves trastornos—, los Pioneros del Siglo XXI —no se pierdan su primer largo: Mi loco Erasmus (2012)— dan forma a un ingenio diabólico, que mezcla el cuerpo en tensión de Glen Gould, insistentes disculpas y puertas lubitschianas para proponer un infierno a puerta cerrada que algo parece deberle al Luis Buñuel de El ángel exterminador (1962). A este articulista aún le queda mucho camino por recorrer en este jardín: entre otras cosas, el vodevil con viajes en el tiempo que plantea Iron Cock Unchained, de Laredo Pictures; ese largo descenso al fin de la noche donde se enfrentan caos vital y estructura de guión en Cinema verité, verité, de Elena Manrique; la venganza contra la memoria del cine español que desarrolla Desmadre en la noche de la quietud, de Pablo Vázquez; la apuesta filo-rohmeriana de Los desórdenes sentimentales, de Ramón Alfonso, etcétera... De momento, la propuesta de Pablo Maqueda ha logrado que algunos jóvenes cineastas —o criptocineastas— se planteen algunas preguntas esenciales que el cine generado por nuestra industria oficial llevaba tiempo sin hacerse. Y, en este sentido, la conjura ha sido un éxito.

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