Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
Cuando los elefantes luchan, sufre la ciencia
Los elefantes blancos son muy raros en la naturaleza y, dado el importante papel que este animal juega en las religiones del sureste asiático (particularmente el hinduismo y el budismo), son tratados con veneración. En esta región, la posesión de un elefante blanco representaba (y todavía hoy representa) un símbolo de estatus, poder y prosperidad – y su cuidado estaba, por ello, rodeado de ostentación y opulencia. Como no estaba permitido hacerlos trabajar, cuando un noble recibía de un monarca un elefante blanco como regalo, éste representaba a menudo una maldición: el animal, sagrado representante del “favor” del monarca, debía ser retenido y mantenido, drenando todos los recursos de su dueño sin aportar ningún beneficio.
La costumbre, real o ficticia, que los reyes de Siam tenían de regalar uno de estos animales a los cortesanos caídos en desgracia para de arruinarles con el coste de su mantenimiento ha generado la expresión elefante blanco, utilizada para referirse a las posesiones o instituciones cuyo coste y mantenimiento es desproporcionado en relación al servicio o valor que aportan. Hay numerosos ejemplos de elefantes blancos, y España cuenta con el “honor” de aportar tres de los 39 ejemplos mundiales que aparecen en la entrada de este término en la Wikipedia inglesa: los aeropuertos de Castellón y Ciudad Real, y la Sagrada Familia. También hay discusiones políticas más recientes que giran en torno a este concepto. ¿Sirven la familia real y el Senado alguna función proporcional a su elevado coste, o se han convertido en meros elefantes blancos? ¿Cumple el Tribunal Constitucional su función de velar por los derechos fundamentales de los ciudadanos, o se ha ido convirtiendo en un elefante blanco por su politización?
El organismo más grande e importante de la I+D española reúne muchas características de un elefante blanco. Creado en la posguerra por quienes habían hecho suyo el lema “muera la intelectualidad traidora” y utilizando el asesinato, la cárcel o el exilio forzoso para “limpiar” España de investigadores, intelectuales y profesores, su objetivo fundacional fue velar por la orientación nacional-católica de la ciencia. Como expresaba su primer presidente, José Ibáñez Martín: “Queremos una ciencia católica. Liquidamos, por tanto, en esta hora, todas las herejías científicas que secaron y agostaron los cauces de nuestra genialidad nacional y nos sumieron en la atonía y la decadencia.” Para ello, el CSIC original, creado sobre la base organizativa y estructural de la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE), desmantelada en 1938, se dotó de una estructura piramidal, extremadamente jerárquica y con una compleja burocracia, que ha persistido hasta nuestros días.
Vicios procedentes de una estructura caduca
A día de hoy, el presidente del CSIC (ninguna una mujer ha llegado a ocupar este cargo) es un cargo de designación política, sometido a los vaivenes del bipartidismo, que hacen casi imposible cualquier planificación a largo plazo. Además, concentra en sus manos numerosas funciones: la elección de los directores de los centros, la asignación de los investigadores a los diferentes departamentos, la firma de todos los proyectos de investigación y la distribución de todos los fondos son prerrogativa exclusiva del presidente del CSIC. En particular, presidencia controla todos los fondos externos, obtenidos por los investigadores mediante proyectos competitivos o contratos con empresas.
La burocratización piramidal del CSIC genera numerosas situaciones kafkianas. Desde que el CSIC pasó a ser una agencia estatal, en 2008, el presidente delega en los directores y los gerentes de los centros la firma y gestión de los proyectos (aunque mantiene el poder de decisión sobre todos ellos). Hasta ese momento, sin embargo, todos los proyectos de más de 120 centros y cerca de 5000 investigadores se autorizaban en Madrid y eran gestionados desde allí, lo que obligaba a tener las propuestas preparadas casi una semana antes de que se cerrara la convocatoria, que a menudo se anunciaban con menos de un mes de plazo. En cada convocatoria nacional o europea, el vicepresidente se sentaba a estampar su firma en todas y cada una de las propuestas preparadas por sus 5000 investigadores. ¿Empezáis a visualizar el pacsicdermo?
Como era de esperar, una estructura así de jerárquica dio lugar a episodios de corrupción y abuso de poder. Algunos centros se han creado con fines políticos para satisfacer las demandas de personas influyentes en el CSIC, para ser cerrados pocos años más tarde o persistir a pesar de su escaso rendimiento. El servilismo y el favoritismo, más que la calidad investigadora, se convirtieron en un pasaporte paralelo de entrada a ésta institución. Y, por desgracia, la estructura jerárquica tampoco aportó la que podría haber sido una de sus principales virtudes: una planificación estratégica de su crecimiento, en particular de la selección de sus recursos humanos. Los perfiles de las plazas de investigador que se convocan no se deciden en base a una planificación de la temática que deben abordar los grupos de trabajo y las necesidades que tienen para desarrollarla. En el CSIC, las plazas siempre se han convocado en base a los candidatos disponibles y han estado siempre muy influidas por los intereses de los diferentes grupos de presión. Los departamentos aportan los perfiles de “sus” candidatos más cualificados, se elige a “los mejores” y se diseña, en base a esta elección, el perfil de las plazas que se convocan. Si hay pocas plazas y muchos candidatos de calidad, estas pueden tener un perfil muy abierto y decidirse realmente en concurrencia competitiva (lo que hace que las tasas de endogamia sean mucho menores y el número de candidatos alternativos mucho mayores que en la Universidad y en otras OPIs), pero esto no cambia el profundo vicio de este procedimiento. La calidad científica juega un papel importante pero con frecuencia insuficiente, y ante la falta de planificación a largo plazo, la capacidad de hacer lobby de los diferentes grupos o institutos tiene un peso desproporcionado.
¿Operar, transfundir o cortar la respiración artificial?
Sería injusto negar que el CSIC, como otras instituciones heredadas del franquismo, ha mejorado y modernizado mucho su personal y funcionamiento. A pesar de los vicios iniciales, la transparencia y limpieza de los procedimientos de selección de personal han ido mejorando, apoyada por la entrada de “tenure-tracks” putativos seleccionados por comités en buena parte externos a la institución (los Ramones y Cajales). Y, en años recientes, se ha realizado un ejercicio de evaluación y planificación de los centros, basado en criterios relativamente objetivos: los Planes Estratégicos. Desgraciadamente, estos planes son en la práctica papel mojado por el recorte brutal de la financiación que debía acompañarlos y la capacidad de influencia de algunos grupos de presión desfavorecidos por las evaluaciones externas. El problema principal, en resumen, es que la obsoleta estructura y la deficiente gobernanza del CSIC comprometen cualquier iniciativa para mejorar su funcionamiento.
En la actualidad, el CSIC es un mastodonte de estructura esclerotizada que aglutinaba, en 2012, 126 institutos y 12795 empleados (y bajando: ha perdido más de 1000 empleados desde 2011, está por ver cómo acaba el 2013). De ellos, unos 5000 son investigadores, 6700 técnicos y personal de apoyo y 1400 administrativos - además de unos 600 becarios y 5000 personas de otras instituciones. Su tamaño no es desproporcionado, en comparación con organismos similares o con el número de investigadores per capita de países como Francia o Alemania. Pero sí lo es en relación a su piramidal gobernanza - sobre todo, de mantenerse la filosofía de gestión actual, basada en la idea de que el CSIC es “demasiado grande para caer”. Una filosofía cuanto menos ajena a la percepción del gobierno actual, que ha reducido en más de un 30% los ingresos del CSIC en los últimos cinco años, y en casi un 50% los fondos recibidos por los grupos de investigación. El CSIC esta asfixiado económicamente, y el parche de 100 millones de euros solicitado para 2013 para garantizar la viabilidad del organismo hasta final de año, del que solo hay 25 millones dotados y 50 prometidos, es tan sólo eso: un parche.
A pesar de ello, el CSIC demuestra un desempeño científico admirable. En un país que atrae la atención de los organismos europeos por el desproporcionado coste de su obra pública y sus comunicaciones, o por el reparto de bonificaciones y subvenciones dudosamente legales a grandes empresas, la relación entre la producción y calidad científica y el gasto en I+D+i es igual o superior a la de Alemania o Francia. Ello se debe a la callada labor de una proporción importante de su personal científico y técnico, que suplen con muchas horas de trabajo, imaginación y sacrificios económicos las deficiencias del sistema en el que desempeñan su labor. Cualquiera que haya trabajado fuera de España tiene claro que los investigadores españoles que alcanzan niveles de excelencia internacional lo hacen a base de trabajar muchas más horas y con muchos menos recursos que sus colegas centro- y noreuropeos.
Parece claro que el CSIC, referente de la ciencia en España, necesita cirugía de urgencia que adelgace su desproporcionada cúpula dirigente, modifique y descentralice su estructura para convertirlo en una red de institutos cuya gestión sea más independiente, introduzca criterios de eficiencia y utilidad social en la planificación y la distribución del gasto, y aborde las modificaciones legales necesarias para que quienes no cumplan con los mínimos no mantengan su puesto de por vida. Y ¿no es una crisis de crecimiento como la actual, con sus necesidades de optimizar la relación coste-beneficio y de potenciar la creación valor añadido, el mejor momento para hacerlo? Es desalentador comprobar que la respuesta es negativa. Y lo es, en buena parte, porque nuestros gobernantes prefieren “matar de hambre a la bestia” a recuperarla mediante terapia intensiva.
El gobierno ha centrado su acción en recortar brutalmente el presupuesto del CSIC, reduciendo las contribuciones directas del Ministerio y eliminando, recortando o retrasando ad eternum la convocatoria de programas públicos de investigación en los que los investigadores obtenían fondos de forma competitiva. Ante esta situación, las sucesivas cúpulas del CSIC se han visto obligadas a reducir gastos de manera dramática. Es en este momento cuando los vicios del elefante blanco se hacen evidentes. En lugar de introducir un plan de ajuste presupuestario estructurado, transparente y consensuado, o hacer una reestructuración de su plantilla y gobernanza, han utilizado para financiar el CSIC los fondos de reserva - unos fondos necesarios para mantener la actividad investigadora, que permiten adelantar el dinero de ejecución de los proyectos cuando los organismos públicos y las empresas pagan con mucho retraso (otra característica de la atípica I+D+i española). Cuando estos fondos se agotaron, la cúpula directiva pasó a declarar suspensión de pagos y, por primera vez en la historia, aplicó un “corralito” al dinero que los investigadores habían ahorrado en remanentes. Esta decisión, sólo posible por el poder que concentra el presidente del CSIC, castiga a los más ahorradores y a quienes han hecho lo que la propia dirección del CSIC les pedía: conseguir proyectos europeos y contratos con empresas y, en lugar de utilizar el dinero ingresado para cobrar sobresueldos (como es práctica común en los centros y facultades de ingeniería y en muchas empresas de innovación), reinvertirlo en contratos y fungibles de investigación. Todo ello, con la excusa de no tener que ejecutar ningún despido (se ha llegado a llamar insolidarios a los investigadores damnificados por manifestar su desacuerdo), algo irónico en un organismo que lleva cuatro años dejando escapar lo mejor de su capital humano por el expeditivo método de no renovar sus contratos.
Se crea así una situación de excepción y pánico recurrente, necesaria para justificar la “poda” del elemento más productivo de nuestro principal organismo de I+D+i, sin tocar su ramaje muerto. Los investigadores jóvenes sin plaza fija se ven abocados al exilio forzoso. Los grupos de excelencia se plantean trasladar su investigación a instituciones extranjeras de funcionamiento más transparente y meritocrático. El personal de apoyo más joven, con conocimientos más actualizados, espera el más que probable ERE. Y, mientras tanto, los elementos menos productivos y los vicios estructurales del CSIC permanecen. Y esto nos enseña una última propiedad de los elefantes blancos: su enorme resiliencia. Como su estructura no es subsidiaria a su función, sino un objetivo en sí mismo, sale reforzada de los períodos de crisis – incluso a costa de sacrificar esta última.
Esta situación no es, por desgracia, exclusiva del CSIC, aunque cada organismo público de investigación (OPI) arrastra su propia historia y, por tanto, sus inercias y problemas endógenos. Los OPI mas aplicados, como el INIA, CEDEX o CIEMAT, en los que la ciencia de calidad no ha sido en general priorizada, vuelven a erigirse ahora como las herramientas científico-tecnológicas privilegiadas por los ministerios. El escenario es preocupante ya que, aún asumiendo que hay que mejorar la deficiente transferencia del conocimiento, es imposible imaginar cómo puede construirse ésta renunciando a la excelencia y la innovación científica.
La crítica situación de la I+D+i española requiere una elección fundamental de política de estado. O se utiliza la gran masa crítica de los distintos organismos públicos de investigación (CSIC, INIA, CIEMAT, IEO, Carlos III) para generar una red de centros de excelencia que funcionen de manera coordinada pero independiente y rindan cumplidas cuentas de su desempeño y utilidad social, o volvemos a la famosa máxima “que inventen otros” –– o nosotros mismos, aunque no aquí ni para beneficio de nuestra sociedad. Del gobierno depende decidir si luchamos por que España se convierta en un país moderno, competitivo e innovador. No es tan caro. Pero, en tiempos como los que corren, es incompatible con el gasto innecesario en una gobernanza obsoleta.
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