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La exuberante biblia de Marc Chagall viene a Madrid por primera vez

Sofía Pérez Mendoza

Pablo Picasso decía sobre él que “después de la muerte de Matisse, sería el único de los pintores sobrevivientes que entendería lo que es realmente el color”. Hablamos de Marc Chagall (1887-1985), el pintor bielorruso con la producción gráfica más numerosa de los artistas del siglo XX después del maestro malagueño.

Más aún; 137 de esas litografías, xilografías y aguafuertes salen por primera vez del museo Picasso Münster (Alemania) y aterrizan en la fundación Canal de Madrid en una exposición que repasa cuatro décadas de creación del artista, también conocido como el Picasso judío.

La amplia obra de Chagall, hasta el momento no muy atractiva para el mercado artístico español, huele a religión, a mitología y a vivencias personales. Una fusión imposible que el pintor encaja haciendo penetrar lo sagrado en lo terrenal y viceversa. A brocha gorda, es tal vez la forma más sencilla de definir su universo artístico, influido a la vez por estilos coetáneos (como el cubismo y el fauvismo) y otros tan inesperados como el de Rembrandt (su artista favorito) o El Greco.

Chagall conoció la obra de este último en su visita a España tras recibir un encargo del editor francés Ambroise Vollard para ilustrar la Biblia. Fue una etapa que dedicó a viajar por el mundo con el objetivo de nutrir su mundo imaginario con los lugares de la historia bíblica. Este trabajo, en el que se esforzó por introducirse en la psicología de los personajes del texto, le llevó más de 25 años. “La Biblia es para mí pura poesía, una tragedia humana”, decía.

Entre medias, estalló la Segunda Guerra Mundial y llegó el exilio, que lo llevó de París a Estados Unidos. Norteamérica no le gustó nunca. Prueba de ello es que se negó a aprender inglés y apenas salía de su estudio. En 1946, el MoMa le ofreció organizar una retrospectiva, que aceptó no de muy buen grado. Interpretaba la oferta como un modo de dar por hecho que su carrera como artista había terminado. Tenía 60 años.

De vuelta en París

La vuelta a París coincidió con su reconocimiento como pintor a nivel internacional. En sus pinturas da buena cuenta de su amor por la ciudad y, a la vez, hace gala de esa confluencia a priori convexa entre lo divino y lo humano. Como en Los amantes de la Torre Eiffel (1960), donde utiliza el símbolo parisino como fondo de la representación de una figura religiosa.

La puesta en escena religiosa aparece incluso en sus autorretratos. El pintor se concibe a sí mismo como un ser excepcional, un soñador creativo que “como Cristo crucificado” está “clavado con los clavos al caballete”. Basta para comprobarlo con ver la representación que hizo de sí mismo solo unos meses antes de morir en Una luz diferente (1985): un cuerpo joven en un rostro aún más joven.

Entre las más de 1.000 litografías que produjo destacan las ilustraciones de la novela de Nikólai Górgol Las almas muertas (1982), considerada una de las grandes obras de la literatura rusa del XIX. Los dibujos ocupan la última parte de la exposición, dispuesta, en homenaje al origen judío del pintor, del mismo modo que se dispone una sinagoga: el atrio, el vestíbulo y la sala de oración, el Sancta Santorum y el cementerio.

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