Los seis periodistas del Apocalipsis
Si contábamos que las bibliotecas son el paraíso circular de los escritores, podemos hacer lo propio con los hoteles y los reporteros. Estos serían como oasis durante los minutos que se tarda en hacer una crónica del infierno que se vive tras sus puertas. Si las paredes de esas habitaciones quisiesen hablar, los periódicos se quedaban sin oficio ni beneficio. Pero no es eso lo que ha intentado retratar la estadounidense Amanda Vaill con su Hotel Florida (ed. Turner Noema). Ella ha recuperado este centro neurálgico de la alta sociedad para enlazar una historia mucho más compleja y original, sobre un periodo del que parecía que no quedaba nada por contar.
En plena plaza de Callao, donde hoy se encuentra el Corte Inglés de Gran Vía, se situaba uno de los hoteles más prestigiosos de la capital. Desde su décimo piso de mármol blanco, se podían contemplar los frentes más encarnizados de la Madrid sitiada de los años 30. Y estas vistas fueron aprovechadas -no siempre con la mejor de las intenciones- por muchos grandes nombres como Antoine de Saint-Exupéry, Lillian Hellman, André Malraux, John Dos Passos o Josephine Herbst.
España se convirtió en el lugar donde poder forjarse buenas reputaciones o incluso grandes fortunas, y eso es lo que movía a las tres parejas protagonistas de esta novela: Hemingway y su compatriota y también escritora Martha Gelhorn; los fotógrafos Robert Capa y Gerda Taro; y Arturo Barea e Ilsa Kulcsar, encargados de la oficina de censura de prensa extranjera en Madrid. Por eso Hotel Florida no es una historia más sobre la Guerra Civil española. Es un relato de ambiciones y de manipulación, de quienes muchas veces narraban una guerra sin poner un pie fuera de su suite de lujo, y de otros que se jugaron la vida día a día.
La imaginación rubia y su ególatra amante
HG Wells siempre dijo de su amiga Martha Gellhorn que era demasiado perezosa como para ser buena periodista. Lo que a la “rubia americana de largas piernas y altos tacones” no le faltaba era imaginación, la misma que le canjeó un billete de ida a la España más convulsa. Gracias a un articulo adornado sobre el linchamiento de un joven negro en Mississippi, y un empujón del artífice de La máquina del tiempo, formó parte de la hornada de periodistas venidos de tierras lejanas para cubrir el conflicto.
Amanda Vaill destapa que sus intereses y la falta de escrúpulos iban de la mano de los del más avezado Ernest Hemingway. Ambos buscaban ante todo, aunque fuese tirando de ingenio, crónicas atractivas que vender al otro lado del charco. Hemingway era una presencia habitual en batallas históricas como el desembarco de Normandía o la liberación de París, y en seguida se sintió atraído por la joven y decidida Gellhorn. Sin embargo, la periodista no estaba preparada para digerir los detalles reales de una guerra, por eso se inventaba lo que sus sentidos no estaban dispuestos a soportar, como en Justicia de noche.
“Es peligroso escribir la realidad en la guerra, y llegar a averiguar la verdad es mucho más peligroso aún”, decía siempre Hemingway. Comulgaba con la idea de que si contar la verdad enfadaba a sus contactos o reducía la opulencia de su residencia en Madrid, era mejor escribir ficción. “Supongo que siempre necesitaba ser el hombre fuerte en cualquier tipo de situación”, por eso el escritor, y todo lo que rodea a su estancia en el Florida, su relación con el Gobierno y su adulterio con Gellhorn, es la maquinaria pesada de la novela. Sus bitches de guerre y las cantidades ingentes de alcohol son puro decorado para tratar lo que realmente movía a Ernest tanto en la guerra como fuera de ella: su ego.
Vaill retrata a Hemingway como deshonesto e inseguro, obsesionado con la amistad y la lealtad, y sin embargo tan poco fiable como una serpiente de cascabel. Y a Martha como una pasionaria de la causa anti-franquista, pero demasiado endeble y enamoradiza como para dejar huella en el promiscuo corazón del escritor de El viejo y el mar.
Los fotógrafos de la brillante armadura
Si la anterior pareja se retrata maldita hasta la saciedad en Hotel Florida, la de Gerda Taro y Robert Capa es un dechado de carisma y talento. Pero no es oro todo lo que reluce. Vaill, en sus años de documentación, encontró que Capa había creado en ocasiones una suerte de escenario teatral para reproducir ciertas imágenes. Pero lo cierto es que la escritora no se arriesga a emitir un veredicto final, ¿es Muerte de un miliciano un montaje? Hay quienes no tienen ninguna duda.
“El mayor deseo de un fotógrafo de guerra es no tener trabajo”, diría Capa años después de la muerte de Gerda. Su amante y compañera falleció en julio de 1937, cuando su coche fue golpeado por un tanque. Su defunción se convirtió en un festival macabro por culpa de quienes querían utilizar su cuerpo como mártir para diferentes causas perdidas. La desolación de Capa, dicen, se reflejó en sus fotos posteriores, que hoy forman una de las colecciones más veneradas de la agencia Magnum.
Héroes de la frontera
Amanda Vaill ha afirmado en más de una ocasión que necesitaba integrar a un español entre los protagonistas porque, mientras los periodistas afortunados pudieron hacer las maletas y perseguir otra historia, los que se quedaban sufrieron las consecuencias de una España desgarrada. Su hombre fue Arturo Barea y su eterna acompañante Ilsa Kulcsar, ambos trabajadores de la oficina de censura de Madrid.
Sorprendentemente, es en la censura donde surgió la pareja más valiente, arriesgando su vida al negarse a hacer su trabajo y no destruir algunas noticias comprometidas y varias fotos revolucionarias. Así se gesta una de las historias más apasionantes y menos conocidas de esta novela. El pequeño ejemplo de los que, tras la guerra, vivieron alejados de los excesos del Hotel Florida y, por principios, estuvieron obligados a emigrar. Eso sí, haciendo gala de que en una guerra también cabe la verdad y que un funcionario puede doblar en valentía al mejor de los intelectuales de la revista Time.