La inevitable erosión de la Monarquía en España
La opción republicana ha estado durante décadas arrinconada en España, marginada del debate público. Primero, por la vía más expeditiva que pueda imaginarse (una Guerra Civil que condujo a 40 años de dictadura). Después, por un pacto, convenientemente sacralizado, la Transición democrática, que fue también un pacto de olvido y de silencio, en virtud del cual todos, o casi todos, aceptaban o toleraban la reinstauración de la Monarquía; incluso el PCE lo hizo, a cambio de su legalización en 1977.
La alianza de la Monarquía con el sistema de partidos, con los medios de comunicación y con la élite empresarial española (la lista de amigos del rey que han tenido que pasar por el juzgado, incluso por la cárcel, es larga: Manuel Prado y Colón de Carvajal, Javier de la Rosa, Mario Conde, los Albertos, …) aseguró, durante décadas, que la forma de Estado no pudiera ponerse en duda. La Monarquía era, en apariencia, popular, y desde luego parecía inamovible, dado que nadie con una mínima posición de poder estaba dispuesto a criticarla.
Esta situación, como es notorio, ha dado un vuelco considerable en los últimos dos años, aunque ya a lo largo de la última década había podido percibirse un cambio. Primero, por efecto de la multiplicación de medios y fuentes informativas que conllevó la revolución digital. Estos nuevos medios, en algunos casos, no eran tan complacientes con la Monarquía como lo que hasta entonces era habitual. Y en segundo lugar, por un factor generacional: el público más joven, nacido y educado en democracia, que no ha vivido la época de la Transición, indudablemente otorga menos valor que las generaciones precedentes a la figura de Juan Carlos I y a la propia institución monárquica.
Estos cambios, que en España podían percibirse lentamente, se han acelerado merced a la crisis económica, la desvalorización de las instituciones a ojos del público y la existencia de un clima de opinión mucho más crítico y menos dispuesto a hacer la vista gorda frente a determinados comportamientos que, precisamente ahora, han salido a la luz pública, como el caso Urdangarin o el accidente del Rey en Botsuana y las noticias sobre sus negocios y su vida privada. La confluencia de todos estos acontecimientos ha provocado la quiebra –aún parcial en los grandes medios– del antaño infranqueable “cinturón sanitario” mediático, la degradación acelerada de la popularidad de la Monarquía, según muestran las encuestas, y la resurrección de la República como forma de Estado alternativa al régimen emanado de la Transición política.
Desde los defensores de la Monarquía, y desde la propia institución, probablemente se piense lo mismo que piensan los partidos políticos mayoritarios, también en decadencia: que la erosión de popularidad es coyuntural, provocada por la crisis económica, y que cuando la crisis amaine también lo harán las críticas.
Sin embargo, con independencia de que nadie sabe cuándo finalizará la crisis, y en qué condiciones lo hará (un “final” de la crisis en 2019, con un 14% de paro y unas condiciones laborales infames, no parece demasiado alentador), personalmente creo que no será así. Fundamentalmente, por dos factores.
El primero es que, una vez abierta la veda de las críticas contra la Monarquía, ya nada será igual. Los ciudadanos, acostumbrados durante décadas a la inviolabilidad, en términos tanto jurídicos como mediáticos, del rey (y de la Familia Real, por extensión), no verán con resignación que las cosas vuelvan al punto de partida. Y otro tanto puede decirse de los medios de comunicación.
Y, con esto, la Monarquía española tiene un problema, porque su popularidad se cimentó en una imagen pública perfecta, ajena a las vicisitudes de la política española o a la crítica en el espacio público. En los años 90 se comparaba el “virtuosismo” de la Familia Real española con los desastres de la británica como si la información disponible sobre unos y otros fuese la misma. Un estado de las cosas derivado de la situación de excepcionalidad con la que se reinstauró la Monarquía en España, en la que la inviolabilidad del rey se justificaba en su papel amortiguador de tensiones entre las fuerzas provenientes del franquismo y las de la oposición, plasmada en su papel en el golpe de Estado del 23-F de 1981.
Lo cual nos lleva al segundo problema de la Monarquía española: el generacional. Los principales apoyos de la Monarquía se concentran, cada vez más claramente, en las generaciones de españoles que vivieron la agonía del franquismo y la Transición política, y que se creen (total o parcialmente) el relato “heroico” del papel del rey en dicha Transición y, sobre todo, en el 23-F. Por el contrario, las generaciones más jóvenes, nacidas en democracia, educadas en democracia, y para las cuales la Transición o bien es un acontecimiento histórico remoto o bien, directamente, un relato construido para legitimar el reparto del poder entre las elites españolas, no evalúan la figura del rey con el mismo prisma.
Desechados estos factores, a ojos de las generaciones más jóvenes (entiéndase por “jóvenes” a la población menor de 45 años) las razones para preferir la Monarquía parecen muy poco consistentes, porque lo que queda es lo que todos sabemos: que una Monarquía, por su propia naturaleza, es difícilmente compatible con un sistema democrático, y de hecho genera todo tipo de deficiencias y problemas derivados de la impunidad de la institución, que estamos viendo ahora, pero que siempre estuvieron ahí. Son privilegios difíciles de asumir por parte de los ciudadanos, y no sólo porque estemos en crisis y la supuesta ejemplaridad de los miembros de la Familia Real brille por su ausencia.
Conscientes de las dificultades cada vez mayores para “vender” el producto monárquico, los apologetas de la Monarquía, que desde luego siguen siendo mayoría en los medios de comunicación, han cambiado el enfoque. Ya no se trata de vender un monarca carismático y providencial, Juan Carlos I, sino un buen gestor, un heredero, Felipe de Borbón, de quien se nos dice constantemente, como aval de su candidatura, que está “muy bien preparado”. Una especie de argumento tecnocrático aplicado a la jefatura del Estado, por el que pasaríamos del padre, “Campechano I”, al hijo, “Preparado I”.
Pero resulta difícil saber cómo aceptarán los ciudadanos que un puesto tan sensible no se elija democráticamente, sino que se confíe al supuestamente mejor preparado. A fin de cuentas, ahora ya no tenemos detrás el horrendo bagaje de la Guerra Civil y los 40 años de dictadura para convencernos. Ni el temor de reproducir la situación, porque lo que está fuera de toda duda es que nadie está dispuesto a echarse al monte por algo así. Pero sí a ganar audiencia, o votantes, respondiendo a las preferencias de los ciudadanos. He aquí el principal problema de la Monarquía: el tiempo, sin lugar a dudas, corre en su contra, y cuando llegue el momento en el que los principales partidos políticos, los medios de comunicación más influyentes, el poder económico, perciban que están apostando por el caballo perdedor, cambiarán de apuesta con más celeridad, y con menos dificultades, de las que muchos creen.