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Los ciudadanos españoles como figurantes de un parque temático turístico

Una pareja de turistas en la playa de la Concha de San Sebastián.

Iñigo Sáenz de Ugarte

La polémica sobre el turismo en España se ha convertido en un excelente test de Rorschach sobre el interés que despierta el problema de la vivienda en partidos políticos y medios de comunicación. Y quien dice vivienda, dice también por extensión la sostenibilidad de la vida en las ciudades, eso que se suele denominar calidad de vida.

La constatación de la invasión de los pisos turísticos en varias ciudades de España llevaba tiempo apareciendo en algunos medios como el típico problema en el que sólo unos pocos se habían percatado hasta ahora y que comenzaba a tener dimensiones preocupantes. Se enfrentaba al silencio oficial de la mayoría de las instituciones que cuentan con competencias, porque en España las comunidades autónomas se dividen en dos en relación al turismo: las que quieren promocionarse como destino turístico y recibir más turistas, y las que ya reciben muchísimos y no creen que pueda haber un límite: quieren más.

De vez en cuando, se escuchan voces que piden buscar un turista con más poder adquisitivo, pero lo hacen con la boca pequeña y para aparentar. Ante la duda, más turistas, no importa cómo, de dónde y a qué precio.

Al igual que lo que pasó con la burbuja inmobiliaria, los que reclaman moderación, sentido común o una regulación inteligente se ven arrollados por los que quieren echar más carbón a la locomotora aunque la aguja ya haya entrado en la zona roja y siga subiendo. Ocurre así porque son los segundos los que tienen el poder, en los gobiernos y en las empresas. Los otros son los antipatriotas, los resentidos, los radicales.

El turismo no influye sólo en la vivienda. Si no lo creen así, lean lo que escribía José Luis Gallego hace unos días: “El modelo turístico español está basado en el engaño, porque tiene en cuenta el gasto, pero no el coste por visitante”. Pero de entrada hay que empezar por la vivienda porque los turistas lógicamente tienen que residir en algún sitio cuando están en España. Los habitantes de las ciudades que visitan, también, pero eso parece ser un tema menor.

Un modelo turístico basado en hoteles, pensiones y apartamentos había sobrellevado más o menos esa tensión hasta hace unos pocos años. Lo que ocurre es que, como lo sucedido con la llegada del modelo Uber, una innovación tecnológica y social llamada Airbnb –junto a otras empresas del mismo sector– ha arrasado con un equilibrio que empezaba a ser algo precario. En este caso, la maldad no puede achacarse únicamente a una compañía extranjera. Su impacto no habría sido tan dramático sin el deseo de muchas personas de ganar mucho dinero gracias a una propiedad inmobiliaria. Lo que siempre se ha llamado ser rentista.

La alta rentabilidad que supone para el propietario alquilar un piso a un turista por una estancia corta deja fuera del mercado del alquiler a muchos locales. Antes que nada, hay que recordar que no se trata de echar pestes contra los turistas extranjeros, porque muchos españoles utilizan también esa modalidad de alojamiento. El aumento medio de los precios de alquiler a causa de este fenómeno se ha detectado en ciudades españolas y extranjeras, y no sólo en esas zonas más céntricas y conocidas en cada localidad que atraen a los visitantes de fuera.

Es una pelea desigual en la que la herramienta de combate es el dinero, y ahí los dueños de pisos turísticos y sus clientes no tienen rival. Los ilusos que sólo quieren residir en esas casas porque viven en esa ciudad están condenados a perder.

El caso más extremo se ha visto en Baleares. Médicos, policías y otros funcionarios, o el propio personal hotelero, no encuentran lugares donde vivir en Ibiza con precios que están fuera de sus posibilidades. Se alquilan habitaciones y hasta balcones por precios absurdos. Las plazas de personal médico y policial no se pueden cubrir ante la falta de aspirantes, lo que supone un problema social que se ignora al hablar de las ventajas del turismo.

Como en el caso de los desahucios y de las hipotecas en los que hubo que esperar a sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos o del Tribunal Supremo para convencerse de que había que resolver situaciones claramente injustas, este es otro problema relacionado con la vivienda que los políticos han decidido ignorar. Ese mercado no se puede autorregular porque la demanda de alojamiento turístico crece de forma arrolladora y los dueños de pisos nunca renunciarán a ganar el doble o el triple de lo que conseguían antes.

El tema está ya en todos los medios y los que mandan han tomado nota. ¿Para afrontar esa crisis? No, para ridiculizar o criminalizar a los que protestan. Han bastado algunos actos vandálicos de idiotas a los que se les ha ocurrido pedir que se expropie Port Aventura y puertos deportivos –como si alguien fuera a vivir allí– para que los dirigentes del PP se lancen a lo que mejor hacen cuando se les presiona, en este caso con la ayuda ya habitual de Ciudadanos: sacar el fantasma del terrorismo o la antigua kale borroka (ya saben, todo es ETA) para prevenir contra la llegada de los enemigos del turismo y de la prosperidad.

Es una forma de ocultar su responsabilidad a la hora de regular un mercado desquiciado que condiciona el ejercicio del derecho constitucional a la vivienda. Esperemos que no acusen a los policías que no encuentran piso en Ibiza y se sienten abandonados por las autoridades de ser también cómplices de los terroristas.

Ya han conseguido –otra vez hay que recordarlo, con la ayuda de pintadas y unos pocos destrozos– que en las televisiones sólo aparezca una palabra, “turismofobia”. Eliges las palabras clave del debate, las inoculas en terrenos propicios y ya has condicionado la discusión para centrarla en los términos que te benefician.

Nadie habla de la viviendafobia o de las personas expulsadas de sus ciudades porque el mercado ha elegido ganadores, y no son ellos. Los que deberían hacer algo para proteger a los débiles les dicen que deben conformarse con saludar al turista porque trae dinero. Sus derechos son un producto desechable.

Londres, París, Berlín, Ámsterdam y San Francisco han comenzado a adoptar medidas para intentar regular el crecimiento desmedido del piso turístico (en España esas competencias están más en manos del Gobierno central y los autonómicos que de los ayuntamientos). No tienen garantías de éxito asegurado, pero es un comienzo.

Será que esas ciudades están dominadas por los partidarios de la kale borroka o por “extremistas radicales” (por usar una categoría empleada por Rajoy). En España, queda la opción de recibir a los visitantes bajo la pancarta de bienvenida con la boina en la mano y la sonrisa boba en la cara. Y luego irse a vivir a un agujero.

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