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Obituario

Almudena Grandes, la escritora que se negó a olvidar

Almudena Grandes, en una foto de archivo.

Peio H. Riaño

27 de noviembre de 2021 22:47 h

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“Porque escribir siempre es una tradición”. Habíamos quedado en un local tranquilo para hablar sobre Ana María Matute, a la que acababan de conceder el Premio Cervantes. La charla sirvió para enmendar un reconocimiento tardío a una generación ignorada: los de su edad no leían a los narradores españoles cuando entraban a la universidad. Contaba Almudena Grandes que preferían a los del boom, que todo el mundo quería ser Andy Warhol y romper, escapar, salir, modernizarse y experimentar, que nada de volver a las heridas de la guerra y la dictadura. También dijo ese día de hace once años, dándose un poco de tregua, que un país no reacciona cuando quiere, sino cuando puede. Y sí, que fruto de ese “prejuicio brutal”, así lo nombró, leyó tarde a Matute, pero también a Aldecoa, García Hortelano y a Marsé. Una vez hizo las paces con esa generación encontró su motivo, hasta que no los leyó no sabía de qué iba a escribir. Entonces dijo eso de que escribir es siempre una tradición. 

Así es como Almudena Grandes, que acaba de fallecer a los 61 años, pasó del experimento a la memoria. Lo hizo público en 2007, cuando publicó la monumental “El corazón helado”. Antes, con “Los aires difíciles” (2002) había dejado asomar una nueva perspectiva en su narrativa, más política. Pero fue cinco años después cuando actuará de forma contundente al hacer un repaso histórico de la España del siglo XX, ya libre de complejos, entregada al viejo dilema de dos enamorados con familias irreconciliables: los de él, falangistas y los de ella, republicanos. Ya no le interesaba tanto impresionar con la forma como con el fondo. Cuando llegó la memoria a su escritura ya no dejó espacio para más. 

Siempre a la sombra de Benito Pérez Galdós y su apego a cada gesto de la realidad, de Matute se quedó con una mirada ajustada a lo real y profundamente honesta. De ella le gustaba mucho “Los hijos muertos”. Decía que era la mejor novela sobre la posguerra y que si no se publicaba más era por lo dura que es. Almudena Grandes era más piadosa con la cotidianidad de la Guerra Civil que Ana María Matute. Porque sus protagonistas siempre fueron las víctimas, sin victimismos ni heroísmos, sin romantizar ni rebajar la brutalidad de los hechos. Luego llegarían “Los besos en el pan” (2015) y se entregaría a la fórmula galdosiana con cinco capítulos de los “Episodios de una guerra interminable”, compuestos por seis novelas: “Inés y la alegría” (2010), “El lector de Julio Verne” (2012), “Las tres bodas de Manolita” (2014), “Los pacientes del doctor García” (2017) y “La madre de Frankenstein” (2020). Falta la última. 

Más memoria, es la guerra

Recuperó la memoria y la ejecutó con una escritura atenta a los milímetros de la vida menos extraordinaria que había aprendido en el mundo galdosiano. Fue un julio en la casa de su abuelo, en Guadarrama. Debía tener quince años. El padre del padre de Almudena Grandes tenía de todo en su biblioteca. También las obras completas de Galdós, publicadas por Aguilar: una edición para los muy fieles, con doble columna y papel Biblia. Agarró la primera que encontró. “Tormento” (1884), una casualidad que le llevó a leer el acoso de un cura a una huérfana desamparada. “Fue para mí el veneno de la novela”, dijo sobre Galdós en otro encuentro, en verano, en su casa del Puerto de Santa María. Y bebía mucho té rojo. “Galdós ha acabado sufriendo el absurdo desprestigio en España, él que fue la conciencia pública de la izquierda española de entonces ha pasado como un escritor conservador, reaccionario y casposo”, señaló aquel día. Lo consideraba una injusticia.  

Ese verano se cumplían dos años de la publicación de “El corazón helado”, un volumen que se aproximó peligrosamente a las mil páginas, y Almudena Grandes iba a publicar, a la vuelta de las vacaciones y con Tusquets, la primera entrega de sus “Episodios Nacionales”. Para entonces ya tenía escrita las dos primeras novelas. “Es una pena porque Galdós ennobleció esa palabra y Franco se la cargó”, dijo sobre el término “nacional” con toda esa sorna y desparpajo atronador tan propio de ella. “Una putada, qué le vamos a hacer”.  

Almudena Grandes reaccionó con rabia contra esa España desmemoriada, de nuevos ricos e insensible. Le parecía un país “anormal”, que pasó de ser el más moderno en los treinta primeros años del siglo XX al más antiguo en los siguientes cuarenta. Luego llegaron los mundos de Yupi: la borrachera de la libertad y del pelotazo. Y, claro, de la desorientación. Así puso en marcha la revisión del pasado, para devolver el reflejo del país que es España. Para ella era importante este empeño porque debía quedar claro que la Segunda República fue un experimento democrático que funcionó a pesar de lo que digan los revisionistas ultras. Y lo que era más importante: que esta democracia en la que vivimos nunca se ha querido vincular a aquella democracia republicana. 

El pasado sin glorias

Solía contar una anécdota para definir la evolución rota de la sociedad española: su abuela fue con su abuelo a ver bailar a Josephine Baker en Madrid, cuando pasó por la ciudad en 1930 para actuar en el Gran Metropolitano, vestida con la falda de plátanos y los pechos al aire. Se preguntaba qué había pasado para que su abuela fuera más moderna que su madre y que ella. En la documentación y redacción de “El corazón helado”, con la que estuvo encerrada cinco años, quedaron mil y una historias sin contar. Y de aquel caldo salieron muchas más croquetas sabrosas. 

Ella era una escritora en primera, porque los autores nacen en primera o tercera persona. Ella, en primera. Era un placer escuchar sus reflexiones sobre su oficio. También contaba que echaba de menos la libertad salvaje con la que conducían los narradores como Galdós, ignorando las señales de prohibido y los semáforos en rojo . “Y yo me salto muchos. Lo que me sorprende es que no me pongan más multas”, decía. 

Escribió Almudena contra lo que le hizo olvidar durante tanto tiempo. La Transición, sí. No era un ataque a esa generación, sino a los padres de aquella que se resisten a rectificarla y se empeñan en impedir su reforma. “En la Transición se crea una versión oficial de los hechos, que yo he procurado cambiar. Aquella generación hizo lo que tenía que hacer como pudo”, decía. Su memoria narrativa era para la gente pequeña, para las personas invisibles en los libros de historia, sobre la imposibilidad de un futuro común para los hijos de los vencidos y los vencedores.  

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