No tiene el suicidio nada que ver con lo que llaman obsolescencia programada, es decir, ese recurso que, por amor al dinero, logra que las cosas se rompan en un plazo determinado de tiempo y nos obliga a comprar cosas nuevas. La avería no es ya un accidente o un fallo del producto, sino parte del plan de fabricación y garantía del éxito económico del fabricante. Los técnicos no investigan para que el producto sea más fuerte, sino para que sea más frágil. Pensar en matarse es programar una fractura total, y matarse es romperse absolutamente, sin reparación posible, pero el suicidio no deja beneficio al que lo planea, y, si lo deja, el suicida ya no está para recogerlo.
El suicidio me parece una cuestión personal que, como casi todas las cuestiones personales, tiene repercusiones sobre quienes rodean al protagonista. Así que la comunidad ha perseguido a los suicidas con saña. En Londres seguían ahorcando en el siglo XIX a los suicidas fallidos, condenados a muerte por haberse condenado a muerte sin contar con los tribunales. Cuando hace muchos años acompañaba a mis padres al cementerio, había un momento misterioso en que mi padre, solo, iba a visitar la tumba de su padre, que, Dios mío, no estaba enterrado en tierra santa. Nadie ha sabido nunca por qué se mató mi abuelo, próspero y en la plenitud de la vida. En el Biathanatos he leído el caso del cortesano que se mató porque el emperador Nerón le puso un día mala cara, o el de Homero, que habría elegido la muerte como solución por no saber la respuesta a una adivinanza.
Hay quien se mata no por obsolescencia programada, sino por temor a la obsolescencia. Pienso en esos individuos que se matan para evitar la vejez o no sufrir sus humillaciones y consecuencias extremas, e incluso fijan una edad tope, los setenta años, por ejemplo, como fue el caso de Paul Lafargue y Laura Marx, matrimonio. Y el del poeta Gabriel Ferrater, que a los treinta y cinco años prometió matarse antes de cumplir los cincuenta, porque a esa edad ya ha dado uno lo mejor de sí, o eso pensaba Ferrater. Pero no estoy seguro de que Ferrater se quitara la vida para cumplir lo que había anunciado quince años antes. Una falacia muy común es creer que lo que sucedió en primer lugar causó lo que vino más tarde, cuando puede ser que una cosa y otra no guarden ninguna relación entre sí.
Es posible que si digo, joven, que me mataré antes de llegar a viejo, cuando me mate ni me acuerde de lo que proclamé en un momento de especial vitalidad, incluso de euforia suicida. Ferrater pensaba que la muerte era un tema literario para adolescentes, y un poco adolescente me siento hablando de estas cosas en estos días de obsolescencia programada de todas las cosas fabricadas en serie, pero también de todos los derechos. La incomodidad económica, la sensación de fatalidad y ruina, acompaña a la última consigna política, plagiada de un verso del Infierno dantesco: “Dejad toda esperanza”.