Frank Gehry sostiene que si hubiera aprendido a pilotar un avión a edad temprana no hubiera sido arquitecto. Los aviadores tienen la mirada de Dios. Esto lo sabe muy bien Martin Scorsese: en su película El aviador, cuando el protagonista, Howard Hughes, interpretado por Leonardo DiCaprio, pilota su hidroavión Hércules y gana el cielo, el punto de vista que asume la cámara de Scorsese para contarnos su peripecia es el de la divinidad. Gehry, pie en tierra, es autor de grandes catedrales laicas cuya deidad es él mismo. Dios existe, puede que sienta, y él lo encarna porque lo expresa a través de la creación suprema.
Como un dios que moldea una bola de barro para sacar de ella una criatura, Frank Gehry arruga y estruja una hoja de papel improvisando formas para convertir el resultado en un edificio. Suele decir que su trabajo está en la papelera.
Antes de que eclosionara públicamente su fuerza creativa, Gehry era un arquitecto convencional que aplicaba sus ideas originales solo en su propia casa. Al igual que aquellos directores de arte en las agencias de publicidad que adaptan su talento al criterio impuesto por las marcas para las que trabajan y los fines de semana dan rienda suelta a esa capacidad plástica que ocultan públicamente, Gehry había intervenido en su casa de una manera espectacular. Cubos de cristal incrustados en los vértices de las habitaciones y pruebas con todo tipo de materiales, entre otras cosas, daban como resultado una intervención cubista a una vivienda originalmente estándar.
Su amigo, y también arquitecto, Charles Jencks, cuenta que un día Gehry fue al baño a afeitarse y se vio impedido de hacerlo por falta de luz; la reacción fue inmediata, cogió un martillo y abrió un boquete en el techo para que entrara el sol. Acto seguido, se afeitó. Esa es una de las maneras de intervenir de Gehry: no solo toma una hoja de papel y la estruja para buscar una idea, también interviene directamente en la materia.
A esa casa, la de Gehry, fue a cenar un día el presidente de la empresa que le encargó el centro comercial Santa Monica Place, un edificio algo modernista donde se han rodado muchas películas, pero que, arquitectónicamente, se puede ubicar dentro de lo convencional. Al conocer la vivienda de Gehry, el empresario, asombrado, concluyó que si ese era el imaginario del arquitecto, de ninguna manera le podían gustar los encargos que él le hacía, como el Santa Monica Place, por ejemplo. Gehry no tuvo más remedio que admitirlo y, para su sorpresa, a partir de entonces fue invitado por el empresario a trabajar en nuevos proyectos siguiendo su propia pulsión creativa. “Fue un salto al vacío”, dice Gehry al respecto, “pero a partir de entonces fui feliz”.
Sin ánimo de ser aguafiestas se podría afirmar que la felicidad de Gehry se extiende sobre nuestra desdicha ya que la moraleja de la fábula del ladrillo deja monumentos encallados en el mar de una deuda incalculable. Gehry, Foster, Calatrava o Jean Nouvel son nombres, marcas que ninguna comunidad o municipio quiso dejar de ostentar cuando se descubrió que el negocio inmobiliario podía tener una significación sublime y así, como la religión tiene su mística, el ladrillo alcanzó la deidad de la mano de los creadores supremos, de los dioses del siglo XXI, puestos a construir su torre de Babel propia.
Sabido es que el fracaso de la torre que pretendía alcanzar el cielo en la después llamada Babilonia, se produjo cuando Dios, para impedir la empresa, confundió las lenguas de los hombres y estos, en fatal confusión, se dispersaron a la deriva. Aquí también se vislumbró un cielo lleno de aviones y por eso se erigió un aeropuerto en cuyas pistas, en la confusión posterior –similar a la de Babel– empezaron a circular automóviles de competición. Los nuevos pueblos, como Seseña, quedaron convertidos en sitios fantasmas cuando constructores, banqueros y compradores pasaron a balbucear lenguas diferentes. En la dispersión final, estos, los –en apariencia– propietarios, regresaron a Ecuador, Argentina, Colombia, Marruecos y muchos nativos al pueblo de sus padres o, en el peor caso, a la calle.
La destrucción de Babel se presenta en el Génesis pero donde se cuenta la historia y su trágico fin es en el libro del Apocalipsis. Puede que sea la etapa que nos encontramos atravesando en el relato que escribimos colectivamente. Y puede, también, que no haya que tomarse a broma a Gehry cuando dice que su trabajo está en la papelera.