En torno a 1440, Nicolás de Cusa, sacerdote, filósofo, humanista, pensó que Dios (o el universo, que para él por momentos podían coincidir) era un círculo cuyo centro estaba en todas partes y su perímetro en ninguna… Este dios ubicuo me recuerda por estos días a otro dios, quizás menos remoto y tal vez con más sex appeal: el diseño y su expansión cuasi galáctica.
El diseño ha devenido global, no solo en cuanto tal, sino en tanto que sus prácticas, objetos y sobre todo, sus discursos, colorean, tiñen o identifican a otras prácticas muy consolidadas como las de la empresa, la política o la ciencia, sin ir más lejos.
Sin embargo, en el marco de esta especie de “colonización” simbólica, en la que el término diseño se propone como palabra/emblema de una lingua franca comprensible por todos a todo nivel, también aparece con fuerza creciente la constatación práctica y teórica de una real cultura del diseño, producto de decenios de existencia.
Paradoja, por lo tanto, que se tensa entre serlo todo en general, como aquel cómico argentino Daniel Aráoz y su personaje en televisión, que se sentaba tras un escritorio con un cartelito que decía “Licenciado en Todo” y la obviedad de que hay algo de verdad en su difusión como escenario estético y simbólico de nuestras sociedades.
El propósito de definir o redefinir -de caracterizar más específicamente- al diseño surge con fuerza en el momento en que su autonomía disciplinar, su campo propio se dibuja con nitidez. Es como un doble motor en el que, por una vía, se constata la existencia de una cultura del diseño y, por otra, se exigen nuevas caracterizaciones que permitan diferenciar (en el sentido de una diferencia enriquecedora y no excluyente) la dimensión propia, disciplinar y profesional del diseño, de aquellos otros campos y actividades que lo entrecruzan y que establecen relaciones sinérgicas con él.
En el momento en que el término (más que el concepto, desafortunadamente) es aceptado y utilizado estratégicamente por muchos enunciados (y muchos “enunciadores”, algunos poco fiables, de verdad) sociales, económicos y culturales, se vuelve interesante –imprescindible quizás- retomar, en el escenario de su multiplicidad, la discusión sobre sus características ciertamente propias.
El momento actual puede ser entendido como uno en el que se requiere crear una “nueva narrativa” para la práctica del diseño, como reflexionaba Milton Glaser en 1995. El mosaico, y por momentos el collage, cuando no el liso y llano frankestein de definiciones y redefiniciones internas y externas, pone en evidencia las dificultades, imprecisiones u oscuridades, pero también la riqueza del trabajo interpretativo y esclarecedor.
Pienso que el trabajo teórico, el de pensar algo para concebirlo, para que exista, es indispensable en dos momentos: cuando algo no es todavía evidente y cuando algo ha dejado de serlo. Claramente, el diseño se encuentra en el segundo caso. Se me dirá que no es así, que el diseño está en todas partes y que cualquiera sabe eso y que, ay, cualquiera puede hacerlo... Justamente, ese es nuestro problema.
La autonomía (etimológicamente significa “aquello que dicta sus propias leyes o normas”) del diseño supone un nivel irreductible (irrenunciable en términos éticos) a la heteronomía (cuando las normas y reglas las dicta otro) propiciada por actividades que lo entrecruzan (y lo atropellan las más de las veces) como la publicidad, el marketing o la industria misma. Por ejemplo, es habitual en muchas teorizaciones del diseño industrial la identificación entre diseño y producto. Sin embargo, este determinismo es refutable. Como reflexiona Ricardo Blanco, “el diseño tiene que ver también con la intención explícita de transformar un simple objeto o producto en un elemento de la cultura. Así, el objeto de diseño se convierte en un metaproducto, es decir, aquello que sucede más allá del producto mismo”.
Se abren varias perspectivas, pero ninguna es sencilla. Los ideólogos de la modernidad querían un mundo diseñado. Los empresarios de la posmodernidad exigen un diseño mundializado.
Los distraídos y los frívolos, muchos de ellos integrantes de las huestes del design, no notan la diferencia y se alegran cuando los reconocen por la calle.
Necesitamos repensar las cosas, sin dejar de hacerlas. Salir de las trampas de una nueva división del trabajo, la del capitalismo tardío, en la que lo que se fragmenta son los niveles de decisión y de criterio, y en la que el diseño y los diseñadores, no suelen quedarse con la mejor parte.
O quizás, agotados de intentar explicar o esclarecer qué es lo que hacemos, adopataremos el eslogan acuñado por un amigo mío, diseñador inteligente y escéptico miltante: “el diseño no existe, son los padres”.