Pudo ser así o no, y en cualquier caso habrá que imaginar la escena que tendría lugar aquel 2 de octubre de 1976 en uno de los pasos de frontera que comunican Francia con España. El viajero tornaba a su país tras casi cuarenta años de exilio. Después de validado el pasaporte este sería observado con minuciosidad por su propietario: el sello, la fecha, la tinta... El documento había sido expedido en el Consulado español en París a mediados de septiembre. Saciada su curiosidad profesional, ¿o tal vez artística?, al viajero le asaltaron unos irrefrenables deseos de celebrarlo comprando el periódico del día, pues no se le ocurrió ninguna idea mejor para retener aquel momento en el que la realidad y él, al unísono, se mostraban acordes.
Siendo comunista nadie habría cuestionado sus convicciones republicanas y, sin embargo, eligió una publicación tan genuinamente monárquica como el ABC, quizá porque en el suplemento Blanco y Negro se incluían dos páginas con amplio despliegue gráfico acerca del reciente estreno de El adefesio (fábula del amor y las viejas. En tres actos) escrita por otro exiliado comunista, el poeta Rafael Alberti. La crónica reproducía los primeros versos de un poema enviado por el autor gaditano desde Roma, “Esta noche aunque lejano / de España, sobre la mar / llega a vosotros mi mano. / Y en su palma la canción / abierta, que llevo siempre, / España en el corazón”.
No obstante, lo que más impresionó a Domingo, nuestro viajero, fue la relación de asistentes al estreno; menos Alberti, le pareció que todos los proscritos estaban ya en Madrid: la actriz María Casares, Marcelino Camacho y Josefina, el profesor Tierno Galván, Ramón Tamames, Simón Sánchez Montero, Nicolás Sartorius, Lucio Lobato, Antonio Buero Vallejo, Massiel, Lauro Olmo... Un detalle más llamó su atención, el nombre del cartelista elegido para ilustrar El Adefesio, Antonio Saura.
Antes de la guerra hubo un tiempo en que al viajero, siendo alumno en la Escuela de Bellas Artes, le ilusionaba pensar que llegaría a ser escenógrafo, pues entendía que esa era la fórmula perfecta para conjugar todas las disciplinas artísticas que practicaba, y en especial la pintura. Domingo reunía todas las condiciones para haberlo logrado: motivación, perseverancia, preparación, curiosidad..., y sin embargo no pudo ser porque la naturaleza de sus circunstancias le mutó en invisible. En la Autobiografía de Federico Sánchez con la que Jorge Semprún ganó el Planeta en 1977 se desliza un pasaje que desvela la naturaleza del secreto mejor guardado del PCE, es decir, la naturaleza de los quehaceres en que empleó su tiempo durante décadas Domingo Malagón, el falsificador del Partido.
Escribe Semprún, que fuera responsable político de Malagón, “[...] ese camarada al que tantos debemos la libertad, y algunos la vida, porque eran los papeles que fabricaba o amañaba tan prodigiosamente parecidos a los auténticos que nadie podría sospechar de ellos; y alguna vez le he visto trabajar, manejar casi amorosamente las tintas, las gomas, los plásticos, los colores, las imprentillas, los hornos, en un taller donde los documentos falsos adquirían categoría de objetos artísticos, de salvoconductos fraternales para cruzar los posibles temporales de la vida clandestina”.
Si se hubiese propuesto falsificar obras de arte, su pintor fetiche podría haber sido Henri Rousseau, El Aduanero, con el que se sentía identificado, pero Domingo Malagón prefirió quedarse en revolucionario, y muchos años después de aquel paso de frontera el antiguo falsificador se lo resumió a un periodista: “cuando después de sortear no pocas dificultades hubiera podido llegar a ser un artista de éxito, si por éxito se entiende el reconocimiento y el aplauso general del público: al final, no sé si he logrado ser un artista, pero sí sé que el éxito de mi actividad venía dado, al margen de otras consideraciones técnicas, por el logro de la mayor discreción posible”.