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Dolorosas imprentas locales II

Juan

Provincias —

Ser escritor, decíamos.

Resulta llamativo escuchar con frecuencia determinado argumento cuando desde la labor literaria se emiten quejas y lloriqueos: ¿no os gusta escribir, no os da placer; pues qué más queréis? Mi intuición me dice que quien así interpela a los escritores llorones no escribe, o que lo hizo hace mucho tiempo, un poema a la novia, quizá.

Escribir, escribir una novela -por hablar de cosas serias-, tiene tanto que ver con el placer como subir una montaña o correr la maratón: el placer viene luego, amigos; entremedias lo que hay es trabajo.

El placer de escribir, esa liviandad, encaja perfectamente con llevar un diario autocomplaciente en que todo lo que se cuenta resulta crucial dentro de las cuatro esquinitas de tu cama, porque ese placer de escribir es en suma el placer de darse importancia. Empezar y continuar y acabar una novela, durante meses o años, consigue siempre que uno se dé cuenta de lo pequeño que es, sin embargo. El texto de la novela no es placentero mientras se escribe porque, tantas veces, no sale como debe. El novelista está obligado a que su texto funcione. Esa escritura placentera de la que hablan tantos -y que quizá, aparte del diario adolescente, puede incluir las cartas a mamá desde Londres, un verano- funciona siempre, pues se trata de un desahogo, de una terapia, de un decir las cosas para dejarlas dichas y no para que sean leídas.

Entonces tenemos a un señor, a una señora, escribiendo su novela durante meses, encontrando dificultades para que, como dijo García Márquez, “en la ciudad haga calor” (en las ciudades de ficción no hace calor porque uno diga “hacía calor”, hay que echarle un poco más de gracia); encontrando dificultades para que el personaje viva y respire por su cuenta, al tiempo que va hacia el siguiente lance que se le ha preparado, y encontrando dificultades para sortear clichés, lugares comunes, rimas internas en el texto, chistes disonantes... mil cosas.Y después de este trabajo, de esta dedicación de horas, uno propone su novela al mundo y el mundo le dice que eso no vale nada, que no se lo publica, que prefiere publicar otras cosas y que, bueno, al menos escribirla seguramente le dio a usted un gran y jodido placer.

Yo a lo que iba era a hablar de algunos libros que tengo sobre la mesa, publicados por sellos menores o directamente inverosímiles. Pero no para hablar de los libros en sí -que también- sino del dolor en no (perdonen la sintaxis).

Biblioteca nacional es un libro de Mario Crespo (Zamora, 1979) que está dedicado “A todos los autores inéditos”. La dedicatoria no me parece ni casual ni baladí; la dedicatoria es pura militancia.

Crespo, en cinco palabras, nos está diciendo cuál es su bando; y su bando es el de todas esas cientos y hasta miles de personas que pasaron varios meses tratando de que en su ciudad de ficción hiciera calor y que no han recibido por ello ese reconocimiento, a la postre tan ridículo, que es ver su novela publicada. Y está diciendo también que, entre los autores publicados y vueltos a publicar, hay muchos que ni siquiera saben lo que es escribir. Uno puede pulir un texto hasta la extenuación para comprobar al día siguiente que el autor más importante de su generación ha escrito su novela en dos semanas y con faltas de ortografía o de concordancia sintáctica y que va de su vida así en general y de lo mucho que le gusta ver programas de teletienda por la noche y que eso es lo que al parecer quieren publicar en Barcelona.

Por supuesto -no habría ni que decirlo- hay muchísimos autores publicados y reconocidos que disfrutan de un extraordianario talento y hay una mayoría de “autores inéditos” que son prosistas atroces y que no tienen absolutamente nada que contar; pero de lo que aquí venimos a hablar es de esa zona de sombra, de esa región fronteriza en la que, como la pelota en Match point, convertirse en escritor depende dolorosamente de la suerte.

Daniel Ruiz García, Tan lejos de Krypton, sin ir más lejos. Si esta novela hubiera sido publicada por Tusquest, no sería la mejor novela que ha publicado Tusquets en su historia, pero tampoco sería la peor; sería una más, perfectamente digna. Sin embargo, nos llega editada por Editorial Onuba (Huelva), con tirada de mil ejemplares y la promesa -lo he visto en su web- de que, después de vender los mil primeros, el autor recibirá, al igual que con esos mil primeros, un diez por ciento del precio de venta al público. No sé si se entiende -o si yo lo entiendo- pero hay algo muy malvado -o sádico- en decir que uno va a cobrar lo mismo cuando se vendan mil libros que cuando se vendan cinco mil, como si el redactor de esas cláusulas estuviera jugando y divirtiéndose con la evidencia de que, obviamente, no vamos a vender ni cuatro.

El caso es que Daniel Ruiz Garcia ha provocado estos posts sobre Imprentas locales con la nota de agradecimientos que coloca al final de su novela. Dice: “Tan lejos de Krypton es el resultado de muchos desvelos, desánimos, euforias e ilusiones”. Añade: “Montero Glez, Fernando Royuela o Luis Leante han evitado, en cierto modo, mi desfallecimiento literario definitivo, una tentación demasiado poderosa en estos malos tiempos para la lírica que nos toca vivir.” Y termina dando las gracias a su mujer, “por seguir tolerándome este malsano vicio de la escritura.”

¿Les suena todo esto a placer, amigos?

A mí no.

Dejando de lado -por prevención- lo que sea que DRG quiere decir con “desánimos” y “desfallecimiento literario”, les diré lo que yo veo. Veo a Beyoncé (ocurrencia puntual).

Tiene Beyoncé esa canción tituada Why dont you love me?, y en ella dice: “Tengo clase, soy mona, tengo dinero en el banco, tengo un buen culo... ¿Por qué no me quieres?”

Con esas cualidades, a Beyoncé seguramente la publicaría Espasa Calpe; pero, quererla, no la quieren.

“Tengo una historia, tengo adjetivos, soy leído, he puesto mi corazón en esta puta novela... ¿Por qué no me publicas?”

O sea, de lo que hablamos cuando hablamos de “dolorosas imprentas locales” es de amor no correspondido, de poner la ilusión de tu vida -perdonen lo cursi- en escribir y no sentir que se le hace a uno justicia. Pero, ¿es el amor justo? Con Beyoncé, en esa canción, no cabe duda de que no. Pero con los escritores...

Historia de una mirada, de Rebeca García Nieto. Está bien. Ciudades en fragmento, de Ernesto Baltar (Editorial Impronta, Gijón): un diario a la manera, justamente, de Trapiello. Está bien. No sé con quién enemistarme del catálogo de Mondadori o Anagrama para que vean a que me refiero con que estos libros “están bien”, pero háganse a la idea.

Un pero. Entre estos escritores a los que sólo les falta suerte (contactos a veces no: muchos tienen más amigos escritores y editores y periodistas que, sin ir mas lejos, Alberto Olmos), entre estos escritores, digo, abunda sin embargo un estilo que es veneno para la taquilla: la corrección. Creo que hay una “literatura de provincias” que no tiene que ver con estar escrita en provincias ni con tratar sobre el agro o la ciudad pequeña y que escriben incluso personas nacidas en Madrid o Barcelona, o Nueva York. Esta literatura de provincias es una literatura del pudor y del qué dirán, una narrativa maniatada por las convenciones, que se presenta a la criba editorial como un novio se presenta a sus suegros: vestido de domingo, hablando con dicción muy esmerada y sobre temas que sabe del agrado de sus mayores. Y ahí es donde la cagan.

No quiero acabar dando consejos, pero sí haciendo mía -y vuestra- una interpretación de Rafael Reig sobre por qué algunos consiguen esa cierta satisfacción como escritores y otros no acaban de cruzar la meta volante a pesar de lo esforzado de sus escritos. Dice Reig que hay algo más allá de la propia escritura, y es la pasión -más aún: la desesperación- con la que uno quiere ser escritor. Esa desesperación -palabra exacta- es la que hace que algunos desatiendan hasta los aspectos más básicos de su vida -el trabajo, la familia- en favor de su vocación, y esa temeridad -esa locura- acaba dando a las novelas que escriben la suficiente sustancia como para que los demas reconozcan en ellas Literatura. Uno es escritor cuando no se permite a sí mismo ser otra cosa. Y se me hace difícil que alguien vaya a convertirse en escritor si deja la literatura para los meses de verano o para los domingos por la tarde, la verdad.

La literatura tiene que ser tu vida.

Ser escritor, decíamos.

Resulta llamativo escuchar con frecuencia determinado argumento cuando desde la labor literaria se emiten quejas y lloriqueos: ¿no os gusta escribir, no os da placer; pues qué más queréis? Mi intuición me dice que quien así interpela a los escritores llorones no escribe, o que lo hizo hace mucho tiempo, un poema a la novia, quizá.