A menudo me viene a la cabeza una escena que Todd Solondz decidió eliminar del montaje final de Storytelling (2001), esa película que aquí llevó el inapropiado título de Cosas que no se olvidan. Se trataba de un epílogo que el cineasta eliminó para no sobrecargar de ofensas políticamente incorrectas un conjunto que ya iba sobrado de ellas. Al igual que ese prólogo, carne de leyenda, en el que aparecía (se supone) James Van Der Beek efectuándole una felación a un compañero de instituto.
Volvamos al epílogo: en él, dos chicas salen del United States Holocaust Memorial Museum de Washington D.C. y discuten sobre lo que han visto. A una de ellas, la visita le ha afectado muchísimo. La otra se muestra mucho más escéptica y argumenta que la explotación del Holocausto como paradigma del dolor se ha convertido en un cliché que diluye en la memoria colectiva otras masacres no menos brutales. Ya en la calle, reconocen a un actor de raza negra que está sentado en un banco. Es un gesto metalingüístico: reconocen al actor que protagoniza el primer segmento de la misma película cuyo epílogo (que acabará en el limbo) están recorriendo y habitando ellas mismas. Sí, el actor es Robert Wisdom, el intérprete que da vida a Mr. Scott, el profesor de Escritura Creativa que, al principio de Storytelling, sodomiza y humilla a una de sus alumnas en una pintoresca interpretación de las estrategias didácticas.
La chica escéptica saluda a Robert Wisdom y le felicita por su interpretación de Mr. Scott en Storytelling. Acto seguido, los tres hablan de manera informal de la visita al Museo del Holocausto… hasta que la escéptica lanza su pregunta bomba: “¿Y usted sabe por qué en Estados Unidos no hay ningún museo dedicado a la Historia de la Esclavitud?”. “Todo es cuestión de marketing”, responde el actor. Solondz, que se autodefine como un judío que salió rana, eliminó la escena para no reincidir en el impulso de seguir tocándoles las narices —y la memoria histórica— a los suyos: en la película, una familia judía acomodada era gaseada por la empleada del hogar de origen latino que encarnaba la otredad en ese microcosmos del confort.
El Holocausto y la esclavitud han sido —e imagino que no por casualidad— los dos traumas alrededor de los cuales Quentin Tarantino ha levantado sus últimos circos de tres pistas. Los dos trabajos responden a la misma estrategia y casi podríamos contemplarlos como un díptico: en ambos casos, la referencia más o menos central es un título concreto del cine de género (o subgénero) italiano de los sesenta y setenta que nació bastardo y, a su vez, fue objeto de posteriores procesos de adaptación y bastardización; Aquel maldito tren blindado (1978), de Enzo G. Castellari —que, en su carrera internacional, había recibido el título de The Inglorious Bastards— y Django (1966), de Sergio Corbucci, un producto derivado de Por un puñado de dólares (1964) que contó con la aprobación de Sergio Leone y que, poco después, se convertiría en inspirador de numerosas versiones corsarias, previas al estricto control de la propiedad intelectual.
Tanto en Malditos bastardos —que, en su título original, introducía un elocuente error ortográfico— como en Django desencadenado, Tarantino parece recoger entre los escombros de la cultura popular productos aparentemente desvalidos —aunque sólo a los ojos de una percepción jerárquica y excluyente de lo cultural— para alimentarlos, muscularlos y, finalmente, darles otros usos (políticos), sin olvidar sus usos fundamentales (lúdicos). Para Tarantino, el cine popular es el territorio del deseo, de la utopía: de ahí que, en sus últimos trabajos, le proporcione incluso el poder de transformar y corregir la Historia, de revisar el pasado sobre el principio del placer.
En Black Super Power, un libro de Daniel Ausente incluido en la espectacular Black Pulp Box que editó el pasado año la editorial independiente Aristas Martínez, el autor repasa las mutaciones de un arquetipo —el Héroe Negro— en la cultura popular, atendiendo tanto a la historieta como a la literatura de género o al cine. El capítulo ‘Bad ass mother fucker’, que analiza el desarrollo y las contradicciones del cine blaxploitation de los setenta, funciona hoy como un manual de uso —inconsciente de serlo—, perfecto para detectar todos los ecos y discursos que confluyen en Django desencadenado, una película que, por cierto, no es el primer western con protagonista negro: ahí están el irreverente spoof Sillas de montar calientes, de Mel Brooks, la agresiva Boss Nigger (1975), de Jack Arnold —con guión de una de las estrellas clave del fenómeno, Fred Williamson, que tres años más tarde saldría en Aquel maldito tren blindado y acabaría siendo reciclado por el tarantismo en Abierto hasta el amanecer (1996)— o Posse (1993), de Mario van Peebles, hijo del Melvin van Peebles que dirigió “Sweet Sweetbacks’s Baadasssss Song” (1971), película fundacional que, según recuerda Ausente, se abría con la siguiente dedicatoria: “A todos los hermanos y hermanas que no soportan más al hombre blanco”.
Pensar en un Django negro no está tan lejos de pensar en, pongamos, una Emanuelle negra y, por tanto, el gesto no supone ninguna automática garantía de sensibilidad racial por parte de Tarantino. Entre el catálogo de referencias que maneja el cineasta no faltan, en este caso, algunos trabajos que se movieron con mayor, menor o inexistente elegancia en la cuerda floja que separa la voluntad de mensaje (concienciado) con el morbo (irrefrenable o no): junto a la forja de un Héroe Negro —aquí la supuesta paradoja histórica consiste en imaginar un Mesías Black Panther antes de que el Ku Klux Klan aprenda a agujerear sus capuchas—, Tarantino también parece tener en cuenta las miradas sensacionalistas del Mandingo (1975) de Richard Fleischer y de ese inenarrable —y poderosísimo— Adiós, tío Tom (1971) de Gulatiero Jacopetti y Franco Prosperi, el mockumentary que los autores de Este perro mundo (1962) realizaron para quitarse de encima las acusaciones de racismo generadas por Adiós, África (1966) —aunque consiguieron todo lo contrario—.
Django desencadenado, el western con más frases subordinadas de la historia del género, es una película obsesionada con el lenguaje y, en esos nexos de unión con las obras de Fleischer y Jacopetti&Prosperi, juega a liberar todo ese imaginario del sadismo esclavista de su sustrato (ideológico o lúbrico) reprobable. También es una película que habla insistentemente sobre la representación: en este sentido, la caracterización —y el destino final— del personaje encarnado por Samuel L. Jackson deja bien clara la opinión del cineasta sobre la tradicional representación del tío Tom en el cine norteamericano —el negro servil es una rata para el negro, más o menos—: el criado servil era un arquetipo que necesitaba un sacrificio catártico, porque nadie había programado su obsolescencia.
Si alguien dudaba de la eficacia de Django desencadenado como agente provocador, la reacción de Spike Lee aclara todas las dudas: Tarantino no ha topado con la Iglesia, sino con algo peor… un afroamericano poseído por la corrección política. Aunque también es precipitado atribuir capacidades heroicas al autor de Django desencadenado: las cifras de taquilla y el entusiasmo que la película ha generado entre el público afroamericano quizá no hagan otra cosa que darle la razón a Robert Wisdom. Sí, quizá, en el fondo, todo era tan sólo una cuestión de marketing.