Hacer libros no tiene fin,
y el mucho estudio es aflicción de la carne.
Eclesiastés, 12, 12
¿Dónde estarán ahora los 116.851 títulos que se imprimieron en España durante 2011, incluidas reimpresiones, a una media de tirada de 1.345 ejemplares? A mí que me registren.
Las desoladoras vistas que nos deja la burbuja inmobiliaria, esas panorámicas de urbanizaciones lecorbusianas, plenas de chalés despanzurrados al atardecer, tienen su contrapunto cultural en los almacenes editoriales saturados por la burbuja literaria, en donde yacen libros que ninguna mano tocará jamás, apilados en columnas que forman calles por las que circula una carretilla elevadora sin conductor.
La burbuja literaria que nos ha estallado estos años no es la primera, por más que sea la más grande. La historia de la literatura universal se halla repleta de burbujas, que no son sino uno más de esos fenómenos atmosféricos impredecibles que concluyen fatalmente en catástrofe, como los tornados, los terremotos y los tsunamis.
El más antiguo almacén de libros abandonados que han desenterrado los arqueólogos es la llamada biblioteca de Ebla, en las ruinas de esa antigua ciudad, a tres días de camino al sur de Alepo. Había allí cerca de 20.000 documentos en torno al 2500 a. C., la época en la que las casas y los libros se hacían de la misma arcilla. Sabemos leer el eblaíta, como hemos llamado a la lengua en que se escribieron la mayoría de esas obras, pero no entendemos su poética, así que resulta difícil determinar si el lugar era un archivo o una biblioteca. La línea que separa el registro administrativo de la literatura es demasiado fina: ¿en qué momento se convierte el apunte funerario en epitafio?, ¿la ofrenda al dios de turno en oración?, ¿la solicitud de conmutación de pena en alegato literario?, ¿el resumen de la última carnicería en narración épica?, ¿la cita fornicatoria en poema de amor?
La literatura no es, al fin y al cabo, más que una rama del registro administrativo, que trabaja para evitar el olvido. Cuatro ramas, en realidad: el registro de acontecimientos puntuales, origen de la lírica (“Aquí yace tal rey”); el registro de sucesiones de hechos, origen de la narración (“En el año tal, el rey cual conquistó esta ciudad, destruyéndola para comenzar su reconstrucción”); el registro de disputas legales, origen de la literatura dramática; y el registro de leyes, acuerdos contractuales y cuentas, origen del ensayo.
Cuatro burbujas históricas
Desde la creación de la biblioteca de Ebla, las burbujas literarias son incontables. Cervantes mismo escribió su Quijote arremetiendo contra la burbuja de libros de caballería. Así que conviene resumir tanta pompa en cuatro ejemplos significativos, que ilustran, de paso, los fundamentos de la literatura occidental: la burbuja de aedos posthoméricos, la burbuja de poetas romanos, la burbuja de comediantes barrocos y la burbuja de folletineros decimonónicos.
Tras el éxito de la Ilíada y la Odisea, todos los escritores querían ser famosos como Homero, y se pusieron como locos a contar los antecedentes o la continuación de la guerra de Troya, los accidentados regresos de los colegas de Ulises a sus patrias, o, abordando ciclos mitológicos distintos, las hazañas de Edipo, de Hércules, de los Argonautas, de Teseo... Sabemos los títulos de esos poemas y las atribuciones de algunas autorías: la Pequeña Ilíada de Lesques de Pirra, la Iliupersis o el Saco de Troya de Arctino de Mileto, la Edipodia de Cinetón de Esparta... Pero por fortuna no se ha conservado casi ninguno de los miles de versos de aquellos tostones. La denuncia de esta burbuja la hizo un bibliotecario de Alejandría, el poeta helenístico Calímaco, con un famoso epigrama que inaugura también la disputa ancestral entre narradores y líricos. A Calímaco, para despreciar el éxito de los poemas narrativos cíclicos, no se le ocurrió otra que compararlos con la promiscuidad de algunos efebos de su tierra:
Odio el poema cíclico, y no me gusta el camino
que a la muchedumbre aquí y allá conduce
Detesto al muchacho que va pasando por todos y no bebo
de la fuente pública. Me repugna todo lo popular.
Lisanias, tú sí que eres guapo, guapo. Pero antes de decirlo
con claridad, un eco me responde: “Lo posee otro”.
Mucho tiempo después, fue precisamente la enorme influencia del griego Calímaco la que provocó otra burbuja literaria: la lírica se extendió por Roma como una verdadera plaga en la época de Augusto. Uno de los más prestigiosos de aquellos poetas, Horacio, protestaba así de la situación en su Epístola Primera:
... hoy es de todos
la poesía el único embeleso.
Mozos y senadores coronados
de flores cenan y recitan versos.
Ha habido siempre escritores que se bastaban para formar solos una burbuja literaria. Uno de los más prolíficos de todos los tiempos fue sin duda nuestro Lope de Vega, al que su amigo Juan Pérez de Montalbán atribuyó 1.800 comedias. De Montalbán es precisamente este retrato de Lope como creador incansable y veloz, que hizo en una ocasión en que ambos se encerraron para escribir a cuatro manos y en dos días una comedia, género sumamente popular de la época, el único que daba dinero fresco a los poetas:
Me levanté a las dos de la mañana, y a las once acabé mi parte: salí a buscarle (a Lope) y hallele en el jardín muy divertido con un naranjo que se helaba. Y preguntando cómo le había ido de versos, me respondió:
—A las cinco empecé a escribir, pero ya habrá una hora que acabé la jornada. Almorcé un torrezno, escribí una carta de cincuenta tercetos y regué todo este jardín, que no me ha cansado poco.
Y sacando los papeles me leyó las ocho hojas y los tercetos.
Ya en el siglo XIX, el auge de la burguesía lectora y el periodismo hizo que los escritores se volcaran en folletines interminables a lo largo de toda Europa, con historias que comenzaban cerrando la intriga de la entrega anterior para terminar abriendo la intriga de la entrega posterior, afán que se tradujo en una insólita abundancia de huérfanas paseando al borde de los precipicios. La burbuja no fue pequeña. Los periódicos pagaban por líneas, así que los escritores las hacían lo más cortas posible, y eso provocaba abundancia de diálogos de este tipo:
—¡Deteneos!
—¿Sí?
—¡Sí!
—¡Deja!
—¡No!
—¡Ja, ja!
—¡Oh!
¿Por qué no podemos parar de escribir?
Pero ¿cuál es el germen de ese afán desmedido de registrar el mundo por escrito que se halla en el origen de toda burbuja literaria?
Antes de intentar responder a esa pregunta, deténgase el lector un momento a contemplar la pantalla en que está leyendo este artículo, y comprobará que no hay márgenes en ella, que el blanco apenas existe, que el silencio brilla por su ausencia: junto al registro que constituye este escrito se amontonan los encabezamientos que enlazan a otros. Del mismo modo que no hay blancos en la Piedra de Rosetta, la columna de Trajano, los muros en que se posan los grafiteros, el genoma humano, la catedral de Burgos, las bobinas de Lo que el viento se llevó o la Biblia políglota de Cisneros. Como cada uno de esos libros o edificios, internet, que los contiene a todos, no deja de ser una metáfora del cerebro de la especie humana, con todos sus ruidos y burbujas. Una metáfora cada vez más descriptiva, que acabará logrando lo que pretendían los inmensos mapas del mundo que imaginó Borges: la exasperante literalidad.
Así que el blanco es el vacío, que amenaza con el silencio. Si hay algún blanco en su pantalla, no lo dude: está ahí para que usted lo rellene con su propio registro o con la publicidad que enlaza con el registro de su empresa. El cerebro del hombre no conoce el silencio: horror vacui. El rostro de un niño durmiendo aparenta una serenidad mentirosa, porque, mientras descansa su cuerpo, su cerebro repite las lecciones del día. Aprende a hablar, a sumar y a escribir. Aprende a ponerle objeto y nombre a sus anhelos, a amar y a odiar a sus padres. De ahí la burbuja escrituraria, de la que sin duda la literaria es la pompa sustancial.
Capitalismo y sobreproducción
Fue la imprenta de tipos móviles el invento que elevó el tamaño de las burbujas literarias de una manera exponencial. Al orfebre Gutenberg, su inventor, la maquinita le duró en las manos lo que un lirio florecido: el banquero Johann Fust se quedó con el negocio por ese viejo método de latrocinio: la dación por impago de deuda, que hoy hasta echamos de menos.
¿Qué llamó la atención de los usureros en semejante trasto? Había mucho dinero en juego, aunque parezca mentira, porque tener libros daba prestigio en el arranque del Renacimiento. Aunque no se suele señalar, la imprenta fue el invento que prefiguró lo que hoy llamamos producción en cadena y, consecuentemente, el primitivo capitalismo: en una misma habitación se reunían en pleno siglo XV escritores, componedores, fundidores de tipos e impresores a trabajar horas y horas en condiciones miserables, haciendo tiradas inmensas de libros, que poco antes se manufacturaban uno a uno a lo largo de semanas.
La posibilidad de negocio y la facilidad de producción despertó la avaricia necesaria para levantar las dos columnas que sostienen el sistema capitalista y provocan sus incómodas pero muy efectivas burbujas: la sobreproducción e, inevitablemente, la necesidad de azuzar la demanda y el consumo hasta el derroche. Los libros se pusieron cada vez más de moda, se buscaron formatos de bolsillo, se redujeron los precios en la medida en que disparaban la demanda...
En apenas cincuenta años había circulando por Europa, a través de las rutas comerciales abiertas en la Edad Media por la seda y las especias, unos 35.000 títulos de los llamados incunables. Así comenzó la loca carrera que nos trae a estos tiempos en que se publican en el mundo dos títulos al minuto, mientras las multinacionales comienzan a vomitar gran parte de ellos en internet.
La burbuja que viene
Como el siglo XV con la imprenta, el siglo XX nos preparó con internet un aumento exponencial de la producción de libros para el XXI. La red de redes posibilita una biblioteca inmensa en cada hogar sin necesidad de molestas estanterías. Es más: lo mismo sucede con respecto a otros productos de la industria del entretenimiento (¿qué es, si no, un libro?), como la música, el cine o el teatro.
Esta revolución está apuntalada por un decálogo de verdades colosales, que las grandes compañías como Amazon y Google nos han legado a través de la red de redes. Las nuevas Tablas de la Ley, que los medios de comunicación repiten acrítica y cansinamente. Vamos a recitar el decálogo hasta aprendérnoslo de memoria:
1) Internet es gratuito (debemos ser usted y yo los únicos que pagamos una factura estratosférica de ADSL).
2) Las multinacionales pierden dinero con la venta de cacharros (teléfonos, ordenadores, tabletas, libros electrónicos...), que, en su afán de democratizar la cultura, venden por debajo de costes. Lo que explica sus pérdidas y el consiguiente descenso de impuestos.
3) Las funciones de los editores, traductores, correctores productores, distribuidores y vendedores de productos culturales no dejan de ser, como toda actividad humana, sencillos algoritmos, aplicables por medio de programas de autoedición, que orientan al escritor ayudándole a generar y después colocar las obras en el mercado en un suspiro.
4) La promoción también está chupada en el sencillo mercado capitalista. Cualquiera puede autopromocionarse como todo un profesional. ¿Cómo? Generando solito un spam que enlace con la obra y enviándolo a través de las redes sociales a todos los rincones del mundo.
5) ...
Soy incapaz de describir las dimensiones de la burbuja literaria que se avecina.
Quiero terminar con una pregunta que me corroe. El otro día, el fontanero pasó por mi casa a arreglar una avería. Cuando vio mi tablet en la cocina, señalándolo, exclamó con asombro impostado: “¡Todo eso te has leído!”. Pues bien, mi pregunta es la siguiente:
¿De qué se reía el fontanero?
Nota: La traducción del epigrama de Calímaco es de Ramiro González Delgado. La del fragmento de la Epístola a Augusto horaciana, de Javier Burgos.