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Problemas de reingreso

Jordi Costa

Los comienzos de año no son buenos para los extrarradios cinematográficos. O, por lo menos, para su visibilidad inmediata. Aunque todo es relativo: antes de que termine el mes, el estreno de Mapa, de Elías León Siminiani, volverá a demostrar que otro cine español es posible, en las zonas fronterizas entre la experimentación personal y una voluntad (y capacidad) de comunicación que merece encontrar sus interlocutores. También antes de que llegue febrero, ese supuesto cine invisible/subterráneo/low cost que ha entrado en efervescencia en nuestro país dará un sonado golpe de efecto, pero aún es pronto para hablar del asunto.

Pero, bueno, a lo que íbamos… que era, precisamente, hablar de un puntual momento del año cinematográfico en el que nadie suele mirar a los extrarradios. Y eso no es necesariamente malo. Uno intuye que se aproxima la temporada de los Óscar porque, entre otras muchas cosas, las películas empiezan a durar el doble de lo que marca la costumbre: tres horas (o casi) frente a la narración de hora y media que establece el estándar consensuado (al menos durante un siglo) por industria y exhibidores. Una estación marcada, pues, por películas que sacan pecho, infectadas de importancia, cuya autoestima, con frecuencia, suele ser inversamente proporcional al lugar que, a la larga, ocuparán en la historia de la evolución del medio (que es, esencialmente, la evolución de sus formas, de su lenguaje). Toda regla tiene excepciones y esta no va a ser menos: entre las películas que este año suenan para el Óscar (grimosa expresión) hay, por lo menos, dos que han venido para quedarse, para dejar huella… Son The Master, de Paul Thomas Anderson, y La noche más oscura, de Kathryn Bigelow.

Cuando Anderson dio el primer gran rugido de su carrera con Boogie Nights (1997), casi todos los críticos mencionamos el referente de Scorsese: el joven director parecía aplicar sobre la ascensión y caída de una estrella del cine X la misma estrategia que aplicó el director de Malas calles (1973), Uno de los nuestros (1990) y Casino (1995) al describir —más bien, diseccionar— tres momentos en la historia de la mafia italoamericana: una narrativa paranoica, avasalladora, desgranada entre gimnásticos planos secuencia y arabescos de virtuoso montaje. El joven cachorro no tardó en buscar su propia identidad al abrigo de otros referentes —Altman por encima de todo— hasta que, en The Master, quizá su película más monstruosa, deslumbrante —pero también la que equilibra mejor sus intenciones y resultados— ha vuelto a rozarse, sin saberlo —y, a lo mejor, sin pretenderlo— con Scorsese. En el fondo, The Master se levanta sobre el mismo material neurótico que Shutter Island (2010), aunque no puede haber dos películas más distintas. Sobre el papel, Scorsese, adaptando una novela de Dennis Lehane, estaba elaborando un ejercicio de género bajo el influjo estético de las perturbadoras producciones fantásticas de Val Lewton para la RKO: en realidad, Shutter Island se abismaba en el traumático reingreso en la vida civil (de hecho, una inmersión sin bombona de oxígeno en la tiniebla de la modernidad) de quienes habían contemplado, sucesivamente, el Holocausto y los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Un reingreso en la vida civil que implicaba cruzar el umbral de la paranoia y, en ocasiones, encontrar en la autodestrucción la única trinchera.

El supuesto tema de The Master es otra falsa pista: no es un biopic à clef de Ron Hubbard, padre fundador de la Iglesia de la Cienciología, sino otra pesadilla sobre la obsolescencia programada del veterano de guerra (de cualquier guerra) y sus problemas de reingreso. El personaje que encarna Joaquin Phoenix como si fuera un Conrad Veidt del documentalismo americano de posguerra es, en buena medida, un hermano de sangre del Leonardo DiCaprio de Shutter Island. Y, de hecho, Philip Seymour Hoffman no necesita ser Ron Hubbard en clave para los propósitos de la película: él es y no es Ron Hubbard, del mismo modo que es y no es Orson Welles y es y no es una encarnación de Dyonisos para un mundo de grandes almacenes y creencias al por mayor. Anderson rueda su película como si fuera el más visionario de los cineastas-demiurgo: como un Kubrick que, al atravesar el monolito azul, emergiese al otro lado transformado en uno de los industriosos simios que abrían 2001, una odisea del espacio (1968); en suma, un sofisticado-primitivo que fotografía los rostros de sus actores como si el cine aún aguardara a ser inventado.

En The Master, el cineasta logra una metáfora sintética que me recordó a la manera en que Werner Herzog definía la sociedad americana en su inolvidable versión de Teniente corrupto (2009): como la eterna dialéctica entre el alucinado y el sobrio (que no es otra cosa que el exalucinado que, tras la correspondiente cura de desintoxicación, accede al estatus jerárquico de los integrados). The Master define Estados Unidos como la zona de confluencia entre los daños espirituales que genera la propia mecánica del sistema y el placebo espiritual de una religión confeccionada como un producto de consumo más (o como una saga de ciencia-ficción con ínfulas). El consumo de alcohol hermana, en este caso, a maestro y discípulo: no hay una frontera de sobriedad, sino la capacidad (o la incapacidad) de disimular el extravío tóxico. Lo interesante es que esa reducción a dos elementos esenciales —¿una ecuación irresoluble?— no sólo sirve para definir Estados Unidos, ¿verdad? Buscando la esencia de la americanidad, The Master ha dado con una metáfora universal.

Alrededor de La noche más oscura ha surgido una polémica de la que todos ustedes, probablemente, ya habrán oído hablar: ¿es una obra de propaganda?, ¿glorifica el uso de la tortura en el proceso que llevó a la ejecución —por llamarla de algún modo— de Osama Bin Laden? Que la película muestre tortura donde hubo tortura me parece un gesto de honestidad narrativa. Sobre si es o no propaganda, sólo puede respondernos la propia película, con su tono helado, con su piel tan poco heroica… Hace unos días le comenté, en broma, a un amigo cinéfilo que el clímax final de la película era un monólogo de 45 minutos de Bin Laden agonizante. Por supuesto, no es así: la muerte de Bin Laden está exenta de toda ritualización. Se abre una puerta, hay disparos y cae un fardo al suelo del que no vemos ni siquiera el rostro. No hay lugar para el monólogo del coronel Kurtz, no hay tiempo para el verbo de enredadera del David Carradine de Kill Bill, volumen 2 (2004). La noche más oscura parece tener muy claro su tema: la crónica minuciosa del laborioso desarrollo y la desoladora ejecución de un trabajo sucio. Por eso, Obama prefirió que nunca viéramos el contraplano de lo que ese día estaba contemplando en amena compañía. Por eso, hay un personaje que llora al final: no es porque sienta lástima por la víctima, sino por la suciedad que, a partir de ese momento, tendrá que llevar pegada al alma.

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