Salid del armario
Jamás podré olvidarlo. Yo había publicado dos novelas y acababa de hacer amistad con otro joven autor de similar trayectoria editorial. Entonces, una tarde, me lo recriminó con insólito rencor:
—¡Pero tú eres hijo de escritor!
Toda la clientela de aquel bar de enrollados guardó silencio. Un sinnúmero de gafas de pasta negra, capaces de detectar a los hijos de escritor, me apuntaron. Salí corriendo sin mirar atrás. Los escaparates de las tiendas, los portales acristalados de las casas me devolvían una imagen desoladora, como si en la manga de mi abrigo empezara a dibujarse la estrella de David.
Meses más tarde, otro amiguete del mundillo me hizo una burla malintencionada sobre lo mismo y luego me enteré de que le mandaba sus novelas dedicadas a mi padre, a quien no conocía de nada, pero a mí, su presunto amigo, ni me las prestaba.
Quienes me afeaban el pecado original habían padecido la increíble desgracia de ser hijos de ingenieros de caminos, canales y puertos, de arquitectos o de bodegueros... En esos entornos aterradores habían logrado finalmente ser escritores contraviniendo heroicamente los sensatos consejos de sus familias; yo, en cambio, había recalado en Lengua de Trapo gracias a la presión que ejercían Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y los herederos de William Faulkner desde las páginas del New York Times... Algunos escritores jóvenes habían trabajado dos semanas de mozo de almacén y nos lo contaban en las solapas de sus novelas para dotarse de una aureola mítica, pero ni habiendo trabajado yo de bombero en las torres gemelas habría logrado borrar mi mancha a los ojos de mis recriminadores y aún del mundo.
En otra ocasión, un escritor conocido por ser muy amigo de sus amigos tuvo a bien tranquilizarme con su voz siciliana: no he visto ningún movimiento sospechoso en tu carrera.
—Gracias —y le besé el anillo.
En el colmo del estupor, durante una comida me hicieron sentir responsable no ya de la trayectoria literaria y vital de mi padre, sino de la de sus colegas de generación más afines. (Como si tu hijo, amigo escritor y coetáneo que lees estas líneas, tuviera que responder en el futuro por las molestias que pudiera ocasionar —no creo, pero nunca se sabe— este pacífico artículo de encargo).
Así que buscaba en los saraos literarios a más infiltrados como yo, para no sentirme solo, pero nunca los encontraba. Todos esos tipos que copaban puestos de escritor sin merecerlo –pues los meritaban más los hijos de ingeniero, los hijos de arquitecto, los hijos de bodeguero o sus amigos— se ocultaban muy bien, eran como la quinta columna, una muchedumbre de indeseables que vivía camuflada entre los verdaderos escritores, los que habían logrado serlo con legendaria obcecación. Un día, me pareció detectar a uno:
—¿Entiendes?
—No —se apartó de mí, ofendido—. Mi padre es concejal de urbanismo.
Repasaba mi biografía en busca de algún episodio que pudiera depararme un desencuentro grande con mi progenitor, estilo Kafka o Martin Amis, al fin y al cabo, él también pertenecía al poco fiable bando de los otros —y con derecho a galones: mi abuelo no podía ser más ajeno y hostil al mundo de los libros—, y lo encontré: aquella vez que me lanzó vestido a la piscina municipal con seis o siete años por no ponerme el bañador después de dar la tabarra durante meses con que quería recibir clases de natación. Y me dije: En adelante difundiré que allí, ahogándome, surgió mi vocación literaria, eso le dará a la relación paterno filial un aura traumática que borrará el estigma.
Pero no fui capaz.
Y la solución vino sin darme cuenta, de manera inefable, como por ensalmo.
Una mañana soleada, no sé por qué —no recuerdo haber leído ningún libro de autoayuda en aquellas fechas—, empecé a comportarme con naturalidad, sin ocultar ni disimular mi condición. Y me transformé en un tipo feliz, hasta el punto de que llegué a pensar que mi amigo a lo mejor no me recriminó ser hijo de escritor, sino que me lo señaló con voz alta después de varias cervezas, y le volví a llamar, o que el otro no se burló de mí, sino que hizo un chiste cariñoso y le enviaba las novelas a mi padre con admiración sincera, y le invité a una copa.
Sé que no soy el único, sé que estáis ahí, oh, escritores hijos de escritores, sé que somos una plaga como los toreros hijos de torero, los actores hijos de actores, los médicos hijos de médicos o los maestros hijos de maestros, pero una plaga sin orgullo, arrinconada en el mundillo y en la historia de la literatura.
¡Sé que estáis leyendo esto con honda emoción y os pido que dejéis de ocultar vuestra filiación, que salgáis del armario; os aseguro que no hay nada malo en tener un padre escritor y que muchos colegas hijos de ingeniero, hijos de arquitecto e hijos de bodeguero nos están esperando con los brazos abiertos!