La paternidad en general da mucho juego en el mundo del arte, me atrevería a decir que es la base de gran cantidad de obras maestras. Para muchos artistas tener un padre o una madre que lo atormentó, ignoró, sobreprotegió o despreció durante la infancia puede ser una mina de creatividad.
Ya sabemos que ser hijo —todos lo sabemos— es un calvario. Ser padre —algunos no lo saben— también: la mirada a los padres es implacable y juzga, la mirada a los hijos por el contrario suele ser condescendiente.
Entre las madres memorables de escritores se me ocurren por supuesto la de Borges o la de Proust. Doña Leonor, la progenitora del escritor argentino, le obligaba a dormir con calzoncillos largos y camiseta de lana a pesar de que para Georgie “nunca refrescaba lo suficiente”. El caso contrario es el de Proust: el pequeño Marcel cenaba con el abrigo de pieles puesto ya que estaba continuamente aterido de frío. Ambas madres siguieron atentamente cada paso de sus pequeños hasta más allá de todo lo razonable. Cada día de su vida Borges se sentaba a los pies de la cama materna para relatar cómo había transcurrido la jornada. En cada carta Proust daba detallada cuenta a “maman” de la mecánica de su cuerpo.
En la categoría de padres destacados está claro que no hay más remedio que mencionar al señor Kafka, cuya autoridad aterrorizaba al inseguro y asustadizo Franz hasta el punto de hacerle sentir reducido a la condición de repugnante insecto. De esa relación incómoda salió también el reproche de más de cien páginas que se publicaría después con el título de Carta al padre y que en vida el escritor no se atrevió a enviar nunca. (Un paréntesis: ¿Los libros de Arancha Sánchez Vicario o Isabel Sartorius en los que ajustan cuentas con sus progenitores vendrían a ser la nueva “Carta al padre”?)
En numerosas páginas web y no digamos en youtube me encuentro el término “constelaciones familiares”. Se trata de una terapia alternativa que se presenta como solución a los conflictos de todo tipo, por supuesto los paterno-filiales. He visto varios vídeos donde se desarrolla esta práctica (ideada por el teólogo alemán Bert Hellinger), este es solo un ejemplo. En primer lugar tengo que reconocer que me sentí atraída por cierto morbo ante toda aquella gente abrazándose o llorando, y me entretuve mirando las caras que ponen los que no actúan como protagonistas así como el peinado del profesor.
Lo de las constelaciones familiares es un procedimiento que parte de la creencia en un alma colectiva y en un algo superior que nos dirige. Mediante la escenificación de las relaciones entre los componentes del clan y estando atento a los movimientos del espíritu es posible restituir el orden correcto de cada miembro dentro del conjunto para recuperar así el equilibrio y el fluir de la energía desde el más allá de nuestros antepasados. En definitiva, se trata de aceptar tu puesto en la construcción familiar y dejarte de esas tonterías de “matar al padre”.
De repente en medio de este mundo de emociones desatadas y sanaciones, un link me lleva inesperadamente a la Universidad Complutense de Madrid.
—No —me digo. Pero sí.
Resulta que la UCM ofrece un curso (está pendiente de aprobación) para obtener el diploma en Constelaciones familiares, por 950 euros. Es ya inquietante encontrar algo así en una universidad pública, pero además entre los documentos que se adjuntan en la misma página sorprende leer artículos extraídos del Boletín de la APA del colegio Cristo Rey de Madrid. En uno de ellos, elegido al azar (aquí), se habla sobre la conveniencia de la religión en la educación de los hijos, también se celebran las ventajas de que los dos padres convivan bajo el mismo techo o de que la mujer no trabaje fuera de casa. O_O
Me siento una vigía de la red, y navegando aquí y allá veo enseguida que estas prácticas no científicas —astrología, homeopatía, aromaterapia cuántica, movimientos del espíritu— se están adentrando cada vez más en algunas universidades públicas. Ciertamente la crisis lleva a sacar dinero de cualquier parte. Tantos padres que lucharon por separar la ciencia de la superstición y ahora resulta que sus hijos van a heredar un batiburrillo propio de la Edad Media. Ese es el auténtico terror (como la misa en la RTVE pública, las mesas de tarot y quiromancia en medio de los parques), y no la sencilla —y fructífera— desavenencia entre padres e hijos.
No tengo duda, ante el truco engañoso de la familia feliz yo prefiero el trauma. No quiero ni imaginar qué habría podido ocurrir de haber asistido Kafka a alguna de estas sesiones si hubiera terminado reuniéndose en un abrazo feliz con todos sus ancestros.