“¿Por qué dicen 'amor' cuando piensan en sexo?” La pregunta titula un capítulo de la autobiografía de Groucho Marx, y siempre me ha parecido una saludable invitación al escepticismo. No es que no crea en el amor verdadero, ni en los sentimientos desinteresados, pero estoy convencido de que no conviene dar por bueno cualquier argumento. Jamás en las discotecas de madrugada, y tampoco en el debate académico, porque, sobre todo los juristas, caemos a veces en el vicio de escudarnos en nuestra especialidad para eludir la tarea de ofrecer soluciones. Voy a permitirme señalar algún vicio de este tipo, más como confesión de mis propios pecados que como acusación contra nadie. No soy digno. El uso del “nosotros” solo señala a quienes compartimos un cierto sentimiento de culpa profesional, y a nadie más, con la esperanza de que vean reflejada su inquietud que es la mía. Menciono alguna traba al debate público a propósito de las discusiones que acompañan la propuesta de secesión de Cataluña. El catálogo no será exhaustivo, ni se formula con la pretensión de que las críticas caigan por igual sobre todas las posturas que se sostienen en materia tan delicada. Si soy capaz de explicarme bien, tal vez convenza a alguien de que con una actitud más abierta y argumentos menos cerrados podemos ser más útiles.
Para simplificar —un error, por cierto, y solo es el principio...— distinguiré entre estrategias de evasión y trampas retóricas. Las primeras se pueden reprochar a quienes concebimos el derecho como un instrumento, preferiblemente al servicio de algún objetivo digno. No así a los que, muy legítimamente, opinan que lo único específico del derecho como saber es el ordenamiento existente. Su genésis y las consecuencias de su aplicación quedan fuera de lo que consideran su campo de estudio. En cuanto a las trampas retóricas, no hay opción epistemológica que las excusen cuando las empleamos como argumento. Son golpes bajos, destinados a paralizar el razonamiento del adversario imbuyéndole el miedo a pasar por ignorante o extremista.
Empecemos con las estrategias de evasión, sugiriendo una como ejemplo. Cuando se plantea un referéndum sobre la secesión de Catalunya se suele invocar el principio democrático. El pueblo decide; al fin y al cabo, eso es la democracia: el poder del pueblo. Hasta ahí parece que vamos bien, entre buenos ciudadanos que compartimos un valor político común. La cosa cambia cuando se trata concretar qué pueblo es el que decide. Nos podemos atrincherar en nuestro propio criterio de definición: la Constitución, el derecho internacional público o la sociología política nos suministran criterios de calidad impecable... sobre el papel, y según las pautas de cada tribu intelectual. Pero ningún criterio es bueno si no resulta convincente en la realidad política. No nos engañemos: llevamos décadas discutiendo sobre multiculturalismo sin llegar a conclusiones sobre el uso del velo islámico en las escuelas. A los académicos nos encanta hablar de ello, mientras muchos directores de instituto siguen sin saber si conviene autorizarlo o prohibirlo. Nosotros aún no hemos llegado a una conclusión, pero no importa: tenemos poco que decidir y mucho que publicar.
En lo que nos ocupa, creo no llegaremos a un concepto de “pueblo” que resuelva la discusión, y hay que admitirlo. Por mi parte lo admito y lo proclamo clara y humildemente. Mejor una solución políticamente aceptable, por tosca y banal que resulte para nuestros delicados ojos académicos, que continuar en una esgrima intelectual estéril en la práctica. No se lo pongamos difícil a quienes arriesgan su carrera política mientras nostros, los académicos, reforzamos nuestra reputación señalándoles el recto camino de la mano de Habermas o Kymlicka, según los casos. O tal vez diciendo que no hay camino. Eso sí que es fácil porque no hay que decir gran cosa: basta mostrar la indivisibilidad de España que proclama el artículo 2 de nuestra Constitución.
Y desde nuestra condición de profesores de derecho constitucional, algunos caemos en trampas retóricas clásicas. Si hay políticos que se deleitan en la reductio ad Hitlerum catalogada por Leo Strauss, algunos de nosotros hemos inventado la reductio ad Stalinum frente a las propuestas de constitucionalizar el derecho de secesión, acogido por la Constitución soviética de 1936 en su artículo 17. Este derecho, como cualquier otro, careció de eficacia en aquel contexto totalitario. Pero en ese documento también había otros derechos, como el derecho a la asistencia sanitaria del artículo 120, a los que no nos oponemos a pesar de compartir la misma tara de origen estaliniano. Evocamos a Stalin para que sientan culpables los que defienden un derecho que Stalin ignoró. En el constitucionalismo contemporáneo destacamos los déficits de la democracia de Etiopía o el exotismo de la caribeña federación de San Cristóbal y Nevis, que admiten el derecho de secesión. Cuando alguien nos menciona que un país como el Reino Unido admite la posibilidad de que Escocia se separe, pasamos del plano de la política al del derecho. Sin entrar a juzgar si el referéndum escocés de 2014 es una idea mala, buena o regular, afirmamos lo evidente: que no cabe en el actual ordenamiento constitucional español.
Me pregunto como habría evolucionado el proceso constituyente si dos excelentes juristas universitarios como Gregorio Peces-Barba y Jordi Solé Tura hubieran pretendido, bien poner un justificado veto a las ambigüedades del lenguaje de la Constitución, bien esgrimir el derecho constitucional comparado para impedir que en ella apareciera nada que no estuviera reconocido u homologado por la mejor doctrina. No hemos tenido mejor Constitución que la que nos rige, y probablemente ha sido así porque nació del diálogo entre la técnica jurídica y las demandas políticas.