Las medidas que se proponen para poner remedio a la dramática situación laboral que vive España nunca acaban. No hay paz para los derechos de los trabajadores. Que si un fondo austríaco, una reducción de jornada subvencionada con el desempleo, un contrato de emprendedores, otro de jóvenes con salarios de hambre… Rara vez, sin embargo, la receta consigue otros propósitos que los de devorar los derechos laborales. El fracaso en verdad es perfectamente lógico pues los resortes de la creación de empleo quedan muy lejos de las prensas del BOE.
Cada reforma infructuosa es, para el pensamiento económico hegemónico, la constatación de su insuficiencia y de la necesidad de profundizar en los cambios. Y así se insiste desde hace ya tiempo en la más rutilante de las medidas estrellas: el contrato único. La propuesta tiene el valor de su sencillez, al pretender acabar con los distintitos modelos de contratos que existen en nuestra legislación laboral y sustituirlos por uno solo de despido fácil e indemnizado de forma creciente en función de la antigüedad del trabajador. Se acabaría así, dicen, con la brecha que separa en nuestro país a los trabajadores temporales y a los indefinidos, generando una composición laboral más equilibrada y un sistema de contratación y despido más fácil.
Por extraño que resulte esta aspiración a un único contrato ha estado siempre presente en los ordenamientos laborales europeos, entre ellos el nuestro. La creación de un contrato fijo, protegido frente al despido injustificado y del que sólo cabe escapar en situaciones tasadas y excepcionales es una de las construcciones más prominentes del Derecho laboral, comúnmente resumida en el principio de estabilidad en el empleo y que todavía hoy puede escucharse en las aulas de nuestras facultades. Incluso, y sin necesidad de acudir a la prueba del carbono-14, podemos toparnos con trabajadores, sobre todo industriales, que pasaron casi toda su vida laboral bajo el amparo de un único contrato que se jubiló con ellos.
Sin embargo, corrientes de opinión no muy lejanas a las que ahora preconizan el contrato único consiguieron, con el paro como telón de fondo, incorporar a las leyes laborales todo un rosario de contratos de trabajo que hacían de la precariedad su principal atractivo empresarial. La justificación era posibilista —recuerden la indiferencia hacia el color del gato siempre que cazara ratones— y se decía que en la crisis económica lo importante era que se contratara, con independencia de cómo se hiciera: un mes, unos días, algunas horas, con poca protección social, bajos salarios… todo vale. De ahí arranca la insensibilidad de nuestras relaciones laborales hacia la calidad del empleo y un culto empresarial por la temporalidad del que no hemos logrado escapar. Los receptores de estas formas precarias son sobre todo jóvenes, mujeres e inmigrantes que conforman un mercado de trabajo de segunda clase en el que los derechos no son más que un espejismo.
Lo más sorprendente de esta segmentación, tan perjudicial para todos, es la interpretación que recibe por el pensamiento liberal. En lugar de revertir los efectos de una política de empleo miope, volviendo a la configuración tradicional del derecho del trabajo y su preferencia por el contrato indefinido, achacan la responsabilidad de la precariedad a los trabajadores que todavía consiguen tener un empleo estable. Como por arte de magia los modestos derechos de éstos (insiders) se convierten en privilegios egoístas que condenan a los débiles (outsiders) a malvivir en los arrabales del mercado de trabajo. La parada y el precario ya saben quién tiene la culpa, no desde luego un sistema empresarial obsesionado con la explotación intensiva y a bajo coste del trabajo, sino los trabajadores con derechos y sus sindicatos a los que es preciso arrebatar sus prebendas, aun cuando, tras la última reforma laboral, tampoco haya ya espacios excesivos para la depredación de derechos a los trabajadores estables.
Para los teóricos del contrato único el problema no parece ser que existan trabajadores sin derechos, sino que hay quienes sí los tienen.
Esta burda reconducción del conflicto social a un peculiar enfrentamiento entre trabajadores pobres y menos pobres está en los cimientos ideológicos del contrato único. Un solo vínculo que elimine las diferencias entre temporales y estables, convirtiéndolos a todos en precarios. Una equiparación a la baja que pretende hacer de la precariedad una característica estructural del entero sistema de contratación laboral, evitando la segmentación por la vía rápida de eliminar la posibilidad de comparación.
El contrato único, como casi todo en la delirante política laboral española, es una vía, propia del reino del eufemismo que tanto gusta a los recortadores de derechos sociales, para debilitar todavía más la protección de los trabajadores frente al despido. Se trata de banalizarlo, convertirlo en un acto cotidiano de gestión empresarial, sólo susceptible de ser revisado por un juez en los casos más graves y aberrantes, pero normalmente resuelto con el pago de una indemnización modesta y no disuasoria. Un trasunto del ansiado despido libre que para colmo se disfraza socialmente como un modo de proteger a los trabajadores más débiles o, en el extremo de la deformación del lenguaje, de avanzar en la igualdad de oportunidades.
Se evita así discutir sobre otros remedios más evidentes y destinados a combatir las raíces de la precariedad: poner coto a las becas y a los falsos autónomos; impedir que la práctica totalidad de los contratos que se celebran en España sean temporales; evitar que el cumplimiento de la legalidad en materia de modalidades contractuales sea, por decirlo de forma suave, escaso; frenar las practicas empresariales de encadenamiento de contratos fugaces; penalizar económicamente y de forma más intensa el recurso caprichoso a vínculos laborales precarios; revisar los modelos de contratación que han acabado por imponerse en el universo cada vez más extenso de las empresas subcontratistas y auxiliares, etc. Resolver el problema en lugar de generalizarlo.
Pero no, una vez más se ofende a la lógica propugnando el despido fácil como solución a la crisis de empleo y a la precariedad. Y se hace además sin reparar en que el modelo constitucional de despido y nuestros compromisos internacionales quizá no consientan semejante devaluación de las garantías laborales.
Ahora que muchos disfrutan con las versiones cinematográficas de la obra de Tolkien, la propuesta de este contrato solitario recuerda al poema del anillo: un contrato para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas.