“Confiamos en la desconfianza” es el título de un libro reciente del intelectual búlgaro Ivan Krastev en el que argumenta que las democracias actuales no podrán sobrevivir si los ciudadanos no recuperan la confianza en sus representantes. Precisamente la lección más importante que nos llega de Italia tras las últimas elecciones es que cuando el nivel de desconfianza de la ciudadanía en sus gobernantes alcanza cotas tan elevadas, no hay diseño institucional capaz de, por un lado, proteger a dichos gobernantes de su hundimiento político y, por otro, producir eso tan preciado por los mercados y por nuestros políticos: la gobernabilidad a cualquier precio.
Ocho millones de italianos no confían ya en sus líderes tradicionales. El Movimiento 5 Estrellas (M5S) liderado por Beppe Grillo ha sido la fuerza política más votada en Italia. Este resultado ha puesto fin a tres décadas de bipartidismo de bloques, a duras penas conseguido mediante dos leyes electorales, la de 1993 y la de 2005, la última de las cuales fue denominada por su propio creador como la “cerdada”, claramente diseñada para intentar evitar la llegada de la izquierda al poder. Decía hace unos días Roger Senserrich en su post de Politikon que “ninguna ley electoral sobrevive al contacto con los votantes italianos”. Yo iría más lejos y diría que la lección italiana para España es que ninguna ley electoral sobrevive al contacto con votantes profundamente cabreados por todo lo malo que ya conocen sin saber -no siendo ellos expertos en diseño institucional comparado- lo bueno que les queda por conocer. Italia nos envía, por tanto, dos avisos para navegantes.
El primero es un aviso para los que navegan las aguas de la política tradicional. Tal vez PSOE y PP estén pensando que la ley electoral española les protegerá de un tsunami electoral a la italiana, como nos advertía Soledad Gallego en su columna en El País. Ambos partidos pueden engañarse a sí mismos convenciéndose de que los tres años que quedan de legislatura juegan a su favor. El PSOE podría pensar que tres años juegan a favor de que la crisis económica empeore y/o que el PP siga cometiendo errores. El PP se engañaría en el sentido opuesto, confiando en salir airoso de la situación a nada que la economía, al final de los tres años de su mandato, empiece a mejorar un poco. Para resistir esta tentación de auto-engañarse, nada mejor que observar el caso italiano y reflexionar sobre qué sucedería si movimientos de protesta como el de los Indignados consiguieran cuajar una organización y un liderazgo suficientes para competir por el voto cabreado de los españoles en las próximas elecciones generales.
El segundo es un aviso para los que navegan las aguas de la política fuera de las instituciones. Lo mismo que tres años podrían jugar a favor de quienes están en el poder (PP) o en la oposición (PSOE) y persiguen estrategias de exoneración in extremis, también podrían jugar a favor de un movimiento de protesta que por el momento se debate en el dilema de elegir entre organizarse como partido político o continuar su activismo fuera de las instituciones pero que, en el trascurso de tres años, podría encontrar la salida al dilema mediante el salto a un formato organizativo de inspiración grillina (estemos atentos a lo que pasa con el Partido X). Beppe Grillo también se enfrentaba a un dilema cuando puso en marcha el M5S. Quería una organización para competir en las elecciones locales porque sabía que quitar votos a los partidos italianos era la única manera de darles una estocada mortal, pero no quería fundar un partido político porque desconfía profundamente de las instituciones representativas. Encontró la solución al dilema mediante un populismo que combina a la perfección retórica y estrategia electoral.
Por un lado, la retórica populista es la encargada de definir su movimiento como “anti-político”, para mantenerse claramente diferenciado de la política tradicional; el estatuto de la organización M5S se denomina el “no-estatuto”, para diferenciarlo de los estatutos de los partidos tradicionales; los candidatos que han resultado elegidos no son “representantes” ni “parlamentarios” sino “ciudadanos elegidos”. Por otro lado, la estrategia electoral populista es la encargada de mantener un cordón sanitario en torno a los políticos de la casta, con sus dos exponentes fundamentales a la cabeza, a los que Grillo se refiere como el pdmenoelle (versión italiana del ppsoe). Una parte fundamental de esta estrategia ha sido crear un movimiento cuyos candidatos no tienen ninguna experiencia previa en política; son, como le gusta decir a Grillo, ciudadanos normales. Otra parte fundamental de esta estrategia, aquella con más impacto pos-electoral, ha sido la de hacer firmar a todos aquellos que desearan presentarse como candidatos electorales del M5S un código de conducta por el que se comprometían, en caso de salir elegidos, a no apoyar ninguna alianza pos-electoral con ningún partido político italiano. A nadie debería extrañar, por tanto, que los representantes elegidos del M5S se nieguen ahora a dar su voto de confianza (investidura) a un posible gobierno encabezado por Bersani. Estaba en su código genético que no iban a hacerlo. Lo habían decidido como condición previa a la participación electoral. Los candidatos del M5S firmaron un mandato vinculante con el que Grillo quiso señalizar la diferencia cualitativa del M5S respecto a la farsa de la representación política que, según él, es la política italiana. Probablemente fue ese mandato vinculante el que les hizo ganarse la confianza de tantos electores italianos. Tal vez en España el movimiento de protesta de los indignados, “alérgico” a la política tradicional y tan crítico con los gobernantes que “no nos representan”, extraiga lecciones del caso italiano.
Si es verdad que no hay dos (Grecia, Italia) sin tres (España), el bipartidismo tiene los días contados en nuestro país. El multipartidismo podría llegar a España por medio de un cambio de la ley electoral pero, también, del lado de un tsunami electoral como el italiano y sin necesidad de cambio alguno; esto es, mediante un hundimiento del voto al PP y al PSOE. Últimamente se oyen voces defendiendo las bondades del bipartidismo y se alerta sobre la llegada de una serie de consecuencias indeseables si caemos en la tentación del multipartidismo a la belga o, lo que sería aún peor según estas mismas voces, a la italiana (el multipartidismo extremo de la primera república). Una no puede sino sospechar de tales advertencias suenan a defensa del status quo. Los que profesionalmente nos encargamos de estudiar los distintos diseños institucionales de las democracias actuales sabemos que cada diseño institucional tiene pros y contras y que depende de las prioridades de cada caso que se opte por un diseño u otro. En su último libro Las promesas políticas, José María Maravall alaba las bondades teóricas del bipartidismo para después reconocer, en su análisis empírico, que los partidos socialdemócratas que compitieron con reglas proporcionales (que favorecen el multipartidismo) ofrecieron programas electorales con mayor carga igualitaria que aquellos que compitieron con reglas mayoritarias (que favorecen el bipartidismo). Según esto, los españoles preocupados por la carga igualitaria de los programas electorales harían bien en exigir unas reglas electorales más proporcionales.
No estoy defendiendo con esto un cambio de la ley electoral que nos saque del bipartidismo. Lo que quiero decir es que nos estamos dejando distraer por consideraciones sobre diseño institucional cuando el problema más grave es de confianza y, ante los niveles de desconfianza que se están registrando en democracias como la griega, la italiana, o la española, no hay diseño institucional que pueda garantizar la estabilidad ni la gobernabilidad. De nuevo aquí nos sirve el caso italiano por su moraleja. Italia ha probado el multipartidismo de un sistema electoral extremadamente proporcional y ha probado también el bipartidismo de bloques de un sistema mixto con un fuerte componente mayoritario y el resultado ha sido menos, no más, gobernabilidad. El nuevo diseño institucional establecido en 1993 no cambió el comportamiento de la casta política italiana. La desconfianza, así, se hizo aún mayor, pues se demostró que ni los cambios electorales ni la recomposición del sistema de partidos sirvieron de nada. La desconfianza de los italianos, por tanto, se ha extendido a la democracia representativa en cuanto tal.
Pierden energías los indignados reclamando un cambio de la ley electoral como si fuera la cura milagrosa a nuestros problemas. Más importante que un particular diseño institucional es ganarse la confianza de los ciudadanos con alternativas creíbles, en las que se pueda confiar, como Beppe Grillo lo ha sido en Italia. Como dice Andrea Greppi en su libro La democracia y su contrario: “Si queremos democracia, necesitamos que la ficción representativa no acabe pareciéndonos increíble”. Si movimientos como el de Grillo consiguen recuperar la confianza de los ciudadanos en la democracia, incluso en la democracia representativa (pues el M5S, por mucho que se resista, es ahora parte de la institución representativa por excelencia), bienvenidos sean. Tal vez con ello consigamos que el miedo “cambie de bando”, como escribió en las páginas de Diario Kafka Isaac Rosa, y que la falta de alternativas deje de ser ejemplo de responsabilidad y virtud políticas en tiempos en los que los ciudadanos de a pie sólo ven ante sí sangre, sudor y lágrimas.