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Desposeídas: Otra dimensión de la desigualdad de género

Discriminación de género

Máriam Martínez-Bascuñán

En su último libro, Zygmun Bauman, uno de los grandes teóricos sociales de nuestro tiempo, sostiene que la desigualdad en el momento actual ha crecido, y que lo ha hecho incluso en el interior de las sociedades europeas. Afirmar que la desigualdad crece quiere decir en palabras de Bauman “que los ricos, especialmente los muy ricos, son cada vez más ricos, mientras que los pobres, y especialmente los más pobres, son cada vez más pobres”. Esto que Bauman describe así hace referencia a una dimensión de la desigualdad que se manifiesta a través de un proceso de desposesión.

La desposesión se produce cuando el poder, la libertad, la autorrealización o el estatus de una parte de la población es posible precisamente porque otra parte es desposeída. Pero si bien esto es así para la mayoría de la población, cabe afirmar que el fenómeno de la desposesión atañe especialmente a la desigualdad de género, como tratará de explicarse en este artículo.

En la actualidad, la discriminación de género no consiste simplemente en una desigualdad de poder o de riqueza en función del género, que también. Se trata además de una estructura social informal que consume las oportunidades, las energías, el poder y las capacidades de las mujeres como grupo social. Esto sucede muy a menudo sin que nos demos cuenta de ello, por eso hablamos de una estructura informal, invisible, muy difícil de identificar a nivel de la percepción. Pero precisamente porque es invisible, se reproduce y se afianza con mayor facilidad. Es una estructura que no se cuestiona porque la mayoría de las sociedades piensan que es así como las cosas deben de ser.

Sin embargo, esta estructura que no se cuestiona produce cifras muy llamativas. Por ejemplo, que las mujeres “eligen” contratos a tiempo parcial para “conciliar” su carrera profesional con la vida doméstica. Berta Baquer mostraba concretamente una ratio según la cual por cada 26 mujeres que “optan” por los contratos a tiempo parcial para conciliar su trabajo con el cuidado de lo doméstico, solamente un hombre elige la misma solución. Esto significa que aunque todavía hoy el Estado se niega a institucionalizar y regular el trabajo de los cuidados, existe de hecho una estructura informal que cubre estos cuidados a costa de desposeer a las mujeres de su tiempo, sus energías y sus posibilidades de autorrealización en otros ámbitos. En la medida en que el Estado se niega a institucionalizar esta situación, esta estructura se mantiene gracias a que “forma parte de la naturaleza de las cosas” que las mujeres se dediquen a esos menesteres. Volvemos al “es así como las cosas deben ser”.

De este modo, mientras las energías de las mujeres son empleadas en trabajos que suministran bienestar y cuidado a otras personas que son generalmente hombres, éstos a su vez tienen más tiempo para reforzar su estatus, para ocuparse de otros trabajos con mayor prestigio y reconocimiento social, trabajos más creativos o más importantes socialmente. Recordemos que el trabajo del cuidado tal y como está establecido en nuestras sociedades es auxiliar, es instrumental al trabajo de otras personas que son las que finalmente reciben el principal reconocimiento social por hacer su trabajo. Este aumento de poder en unos es inversamente proporcional a la carencia de poder en otras.

En la medida en que el Estado consiente y reproduce esta dinámica estamos entrando en una nueva forma de patriarcado público precisamente porque este modo de desposesión se encuentra mediado por aquel. La falta de institucionalización de los trabajos de cuidado perpetúa un proceso social mediante el cual se produce la transferencia de energías de un grupo a otro para producir distribuciones que son desiguales y que limitan a las mujeres.

Todavía a día de hoy, en el plano social, hay muchos comportamientos, imágenes, estereotipos que refuerzan esta desposesión. Que forman parte de las prácticas culturales dominantes. Por ejemplo, ese imaginario colectivo que asume que las mujeres son más aptas para desempeñar labores de cuidado. Esas asunciones tienen su proyección en una división sexual de trabajo que persiste como parte de una estructura básica de la mayoría de las sociedades del mundo. Tal y como ya argumentaron algunas teóricas feministas como Feder o Moller, esa división es injusta porque limita las oportunidades de las mujeres para desarrollar otras capacidades y alcanzar el reconocimiento público, además de hacerlas más vulnerables a la pobreza, pues los trabajos orientados al cuidado siguen estando poco remunerados en el mejor de los escenarios.

Esa aptitud social es un elemento de la práctica cultural dominante que se presenta como el trasfondo normal de una sociedad democrática comprometida con la igualdad. Aunque el mercado laboral abre todas las ocupaciones en conformidad con un principio de igualdad, de manera que todo el mundo puede acceder a todas ellas según el principio del mérito, de facto no sucede así. Sin embargo, aparentemente es la forma más eficiente de organizar la economía, y es justa porque el sistema ofrece iguales oportunidades para todo el mundo para competir por todas las ocupaciones. Como en un juego, es legítimo para las mujeres acabar siendo desposeídas, porque todo el mundo tiene la suerte de “competir”.

Sin embargo, hay más mujeres que asumen las labores de cuidado. Todavía hoy existen trabajos típicamente femeninos fundamentados en labores de crianza, de educación, de cuidar el cuerpo de otros, de mediar en las tensiones que pueda haber en el ámbito laboral etc. Todos estos trabajos están basados en el género, y se realizan a menudo sin que nadie repare en ello o sin que sean reconocidos o remunerados. Es cierto que estas prácticas que forman parte de los hábitos y costumbres no se pueden sancionar con una ley. El cambio en estas aptitudes solo puede ocurrir si se toma conciencia de ellas, si se politizan. Politizarlas implica trasladarlas a la discusión pública a través de foros y medios de comunicación que nos lleven a la experimentación, a la toma de conciencia y a la formulación de representaciones culturales alternativas. Por supuesto, todo ello debería ir acompañado de una política activa de reorganización de las instituciones. De la adopción de políticas públicas que no legislen sobre el género, sino que mantengan una compresión crítica de las normas de género que imperan en la sociedad, y que son restrictivas y excluyentes. Sólo así podremos empezar a paliar este retroceso tan preocupante para la igualdad de género que se ha producido con la crisis.

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