La discusión académica sobre la justicia de género ha mostrado evidencia empírica para probar que a día de hoy sigue existiendo una estructura de desigualdad que atraviesa nuestras sociedades, provocando fuertes desequilibrios de poder entre hombres y mujeres. En relación a ello, la gran pregunta que se suscita es de dónde surge tal estructura de desigualdad o cómo la podemos identificar.
Sabemos que existe una estructura económica que genera formas de injusticia distributiva específicas de género, y que comprende la explotación basada en el género, la desigualdad en términos de salarios, carencia de poder, marginación y privación. Seguramente, una de las principales manifestaciones de esa injusticia distributiva específica de género tiene que ver con el mantenimiento de una estructura social básica que perpetúa la división sexual del trabajo. Según Iris Marion Young, la división sexual del trabajo hunde sus raíces en una asignación de tareas por roles de género. Esta división sexual del trabajo forma parte de la estructura económica de nuestras sociedades al asumir como normal que son las mujeres las que deben emplear primeramente sus energías en el cuidado, bien del hogar, de los niños, de personas dependientes o de otros miembros familiares.
Esta división del trabajo provoca disparidades tales como que de todas las personas que dejan de trabajar después de un año del nacimiento de su hijo, el 85% sean mujeres. O que de cada 26 mujeres que optan por el trabajo a tiempo parcial para “conciliar”, sólo un hombre lo haga. O que tal y como señala el último informe de la OCDE, las mujeres de 25 a 34 años logren más títulos universitarios que los hombres, pero su nivel de empleo sea más bajo porque muchas de ellas “se ven obligadas a asumir el rol tradicional de cuidadoras”.
Debido a esto se alimenta un imaginario social que identifica a la mujer con un determinado tipo de tareas, al tiempo que se genera sobre ella un régimen de expectativas que se le imponen, multiplicando las dificultades para que ésta desarrolle otras capacidades o dedique su tiempo a otras actividades que no sean primordialmente las de cuidado. Ese conjunto de expectativas, de imágenes, de estereotipos, de normas sociales e institucionales conforman un orden cultural responsable de que las mujeres partan con una desventaja competitiva de inicio en términos de poder, trabajo, reconocimiento o prestigio.
Lo anterior muestra que el género es una categoría híbrida enraizada tanto en la estructura económica como en el orden cultural de nuestras sociedades. Por eso, para erradicar la discriminación de género de una manera eficaz debemos combatir ambos frentes. El frente económico, y el frente simbólico. Entender ese carácter “bidimensional” del género es clave para comprender la complejidad de la discriminación de género y por qué todavía en nuestros días se sigue produciendo.
Sin embargo, de la misma manera que parece que la estructura económica es algo tangible, mesurable, fácil de identificar y de explicar, no ocurre lo mismo con esa otra cara de la discriminación de género que lo hace “bidimensional”, y que se refiere al orden simbólico. Para Nancy Fraser, el género desde el punto de vista simbólico debe verse como una forma de codificar patrones culturales omnipresentes de interpretación y evaluación que son fundamentales para entender por qué las mujeres siguen experimentando discriminación. Esa forma de codificar los patrones culturales pasa por lo que muchas teóricas feministas como la propia Fraser han nombrado bajo la rúbrica de “androcentrismo”.
El androcentrismo según la literatura feminista, es un patrón institucionalizado de valor cultural que privilegia los rasgos asociados con la masculinidad, al tiempo que devalúa lo codificado como “femenino”. Este fenómeno hace que incluso a veces se inviertan inconscientemente los juicios sobre las aptitudes. Hablamos, por ejemplo, de lo que Adrian Piper denominó como “discriminación de orden superior” y que se produce cuando la gente menosprecia atributos en mujeres, que en hombres se considerarían dignos de elogio, porque están vinculados con esos rasgos masculinos que la cultura androcéntrica privilegia (pero sólo en hombres). Nos referimos por ejemplo a conductas que muestran ambición, asertividad o pensamiento independiente. Desde un punto de vista abstracto, estas características pueden ser vistas como signos de alguien que quisieras tener en tu equipo de trabajo. Sin embargo, cuando son las mujeres quienes exhiben estos rasgos, acaban siendo evaluados como estridentes, o como signos de incapacidad para trabajar en equipo. Esto provoca muchas veces que las mujeres se inhiban de mostrar tales comportamientos, o que lo hagan al precio de sufrir, en los casos más graves, un trato vejatorio o denigrante, tildado despectivamente en ocasiones de “poco femenino”.
Estos patrones androcéntricos de valor permean la cultura popular y la interacción cotidiana. Están ampliamente diseminados en estereotipos y clichés, en imágenes escritas y visuales donde por lo general es complicado criticar el marco en el que aparecen porque lo que se presenta es “dado” como realidad, trasmitido muy poderosamente e incluso aceptado subliminalmente de modo que no se perciben como cuestionables. Esos estereotipos confinan a las mujeres a una naturaleza que con frecuencia va ligada de alguna manera a sus cuerpos, y que por tanto, no puede ser negada con facilidad. El ejemplo más obvio de esto podría ser el cuidado o su cosificación como cuerpos. Gran parte de ese orden cultural se reserva para venerar la belleza femenina, pero en gran medida, como sostiene Iris Young, ese mismo “camafeo ideal” es el responsable de que la gran mayoría de las mujeres sean vistas como cuerpos imperfectos.
Lo paradójico es que esa forma particular de codificar la realidad señala a las mujeres primero por el hecho de ser mujeres, al mismo tiempo que las vuelve invisibles. Las marca a partir de representaciones estereotipadas, cosificadoras y despreciativas en los medios de comunicación, al tiempo que las invisibiliza o las incluye desproporcionadamente en relación a los hombres en foros públicos de debate e instituciones deliberantes.
Desmontar el antropocentrismo pasa por transformar ese orden de estatus de género y reemplazarlo por patrones que expresen igualdad en presencia y respeto hacia las mujeres. Desde la teoría de la comunicación política se sabe que los hechos no pueden estudiarse al margen de la forma en la que son presentados. De la misma forma, el orden cultural no puede desvincularse de esa lectura política que muestra la conexión entre cultura, género y poder. Más allá de la asimilación acrítica de lo existente, sólo a partir de esta toma de conciencia podremos señalar los límites de nuestras sociedades y sondear todas sus potencialidades para avanzar en la lucha contra la discriminación de género.