La pasada semana la OCDE publicó su informe Society at Glance acompañado de documentos más breves en que repasa la situación de cada país. El documento sobre España es demoledor. En el texto se pone en evidencia algo que ya se ha señalado en diversas ocasiones en Agenda Pública (por ejemplo aquí o aquí): los efectos de la crisis van por barrios, y en algunos de estos, el huracán que ha destrozado vidas y quebrado certidumbres se ha manifestado sólo como una ligera brisa incapaz de acatarrar a nadie.
Uno de los gráficos que más llama la atención en dicho informe se encuentra en la página 53. En él podemos advertir que las transferencias monetarias totales percibidas por los hogares más acomodados en España (también en otros países del sur de Europa) son muy superiores a las que perciben los hogares más desfavorecidos. Eso significa que, a diferencia de los países del centro y del norte de Europa, cuando un hogar situado en las decilas superiores de renta (las tres mayores) recibe una prestación (en forma de transferencia de rentas), ésta es bastante más cuantiosa que cuando lo hace un hogar en las decilas inferiores de renta. El Estado de bienestar español es muy generoso con los que más tienen cuando éstos acuden a él (jubilación, viudedad, incapacidad etc.).
Esta peculiaridad se debe en buena medida al peso específico de los esquemas de protección social de carácter contributivo en el conjunto de los programas del Estado de bienestar de nuestro país. Las grandes políticas de transferencia monetaria (pensiones, desempleo, prestaciones por incapacidad, etc) dependen en gran medida de las contribuciones realizadas por los trabajadores a la Seguridad Social. Las trayectorias laborales resultan así determinantes. Hacerse acreedor al derecho exige un mínimo de cotización, y la generosidad de la prestación esta ligada a la cuantía de las aportaciones previas. En cambio, el peso de las prestaciones no contributivas en el sistema de bienestar español es bajo. A diferencia de otros países donde la contributividad es santo y seña (los países del llamado bloque continental o bismarkiano), el grado de cobertura de las prestaciones no contributivas es limitado, y cuando se perciben su generosidad es mínima. Como consecuencia de todo ello, segmentos amplios de la población con trayectorias cortas o intermitentes, o que han trabajado en la economía sumergida (jóvenes, personas inmigrantes, mujeres) están particularmente expuestos a situaciones de desprotección o sub-protección. Esta situación se agrava en situación de falta de empleo, en la que el precariado tienen muy difícil cumplir los requisitos exigidos para disfrutar de prestaciones de carácter contributivo. El sistema los deja fuera o les ofrece protección insuficiente.
Los trabajadores con itinerarios laborales estables, con elevadas aportaciones contributivas, son los máximos beneficiados cuando han de recurrir a ayudas públicas. Es llamativo, por ejemplo, que mientras 600.000 pensionistas cobran más de 2000 euros al mes, alrededor de 250.000 pensionistas con prestación no contributiva cobran por término medio menos de 400 euros.
La naturaleza de las políticas de bienestar en España les resta por tanto impacto redistributivo. Como advirtió hace semanas un informe del Fondo Monetario Internacional, las transferencias monetarias tienen una capacidad mínima para corregir desigualdades (medidas a través del coeficiente de Gini). Mientras los países donde las transferencias tienen mayor impacto (Dinamarca, República Checa o Noruega) reducen el coeficiente de Gini más de 15 puntos, en España dicha reducción no llega a cinco puntos.
Muchas han sido las voces que, durante estos años, han reclamado un incremento de las bases fiscales del Estado de bienestar para sufragar políticas de protección social más efectivas en la lucha contra la desigualdad y la pobreza. No les falta razón. La crisis ha evidenciado claramente las dificultades de financiación del Estado y las brechas con otros países que desarrollan políticas de bienestar más generosas. Pero la crisis es también una oportunidad para preguntarnos si tenemos un Estado de bienestar equitativo, y en caso de que la respuesta a dicha pregunta sea negativa, qué debemos hacer para reformarlo.