España y sus tribunales han liderado, durante las últimas dos décadas, la lucha por que los responsables de atrocidades a escala internacional rindan cuentas por sus crímenes a través del principio de justicia universal. La petición de extradición del exdictador Augusto Pinochet que el juez Garzón hizo a Reino Unido supuso un duro golpe a la sensación de impunidad de varios dictadores. La actuación de los magistrados españoles en casos vinculados con Argentina, Chile o Guatemala ha proporcionado una pequeña pero importante fracción de justicia a las víctimas pero, por encima de todo, ha contribuido a impulsar los procesos judiciales por gravísimos crímenes en esos países.
La modificación legal relativa a la justicia universal (Ley Orgánica 1/2014), aprobada por trámite de urgencia parlamentaria el 27 de febrero, pretende, en buena medida, poner fin a esta realidad. Siguiendo la senda iniciada por la reforma de 2009, la nueva legislación, en vigor desde el pasado 15 de marzo, restringe de manera notable el ejercicio por parte de los magistrados españoles de la jurisdicción universal sobre los crímenes más horrendos. Diversos actores y organizaciones de defensa de los derechos humanos se han opuesto a esta ley, tanto por el procedimiento abreviado elegido para su tramitación –que impidió toda discusión sobre el texto, minando notablemente sus credenciales democráticas− como por su contenido.
La reforma impone a los tribunales españoles unas restricciones que hacen del ejercicio de la justicia universal una misión casi imposible. Estipula, por ejemplo, que, en los casos de genocidio, crímenes de lesa humanidad o aquellos cometidos contra las personas y bienes protegidos en un conflicto armado, los tribunales españoles sólo podrán actuar cuando el procedimiento se dirija “contra un español o contra un ciudadano extranjero que resida habitualmente en España, o contra un extranjero que se encontrara en España y cuya extradición hubiera sido denegada por las autoridades españolas”. La limitación del ejercicio de la justicia internacional es aún más rigurosa en el caso del delito de torturas. Asimismo, la nueva norma exige el sobreseimiento de los procesos en trámite, como las investigaciones sobre el genocidio tibetano o los casos de supuestas torturas en la base de Guantánamo, entre otros, hasta que se acredite el cumplimiento de los requisitos adicionales en ella exigidos.
Por el contrario, el principio de justicia universal, reconocido en el derecho internacional público, implica la facultad de un tribunal nacional de enjuiciar penalmente a un individuo (o en último término, a una corporación) por los crímenes cometidos fuera de su territorio −con independencia de las nacionalidades del agresor y de la víctima− para ciertos delitos internacionales como el genocidio, los crímenes de guerra o los de lesa humanidad. Numerosos tratados internacionales, como los cuatro Convenios y Protocolos de Ginebra sobre el derecho de los conflictos armados, la Convención contra la Tortura, así como la costumbre internacional, avalan la justicia universal, aplicable, al menos, en los Estados firmantes. Contra lo que suele apuntarse, el régimen de justicia universal es compatible −y en última instancia complementario− de la jurisdicción internacional de tribunales como la Corte Penal Internacional (CPI), que, por definición, sólo pueden entender en una ínfima cantidad de casos de esta naturaleza, ya sea por las limitaciones a su jurisdicción o por sus posibilidades reales de investigar y juzgar casos de esta magnitud. Una de las limitaciones de este tribunal es que carece de competencia sobre los hechos ocurridos antes de julio de 2002, así como sobre los crímenes cometidos por nacionales de Estados no firmantes o perpetrados en territorio de Estados que no hayan aceptado la competencia de la CPI sobre la situación concreta que pretende juzgarse, salvo que el asunto haya sido remitido a la Corte por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
La agonía de la justicia universal en España sigue el mismo destino de la belga hace unos pocos años. Como ya relatara Luc Reydams, Bélgica redujo la jurisdicción universal de sus tribunales a un estado casi terminal debido a la presión que ejercía, sobre todo, EE UU mediante investigaciones de altos funcionarios belgas. En el caso español, lo que parece haber dado el tiro de gracia ha sido la orden de arresto emitida contra el ex presidente chino Jiang Zemin, en el marco de una investigación por la represión en el Tíbet. A la presión política y, especialmente, económica que el gigante asiático ejerció a raíz de aquello hay que añadir la estadounidense, originada por la querella interpuesta por presuntos actos de tortura cometidos en la prisión de Guantánamo, y el interés de España por sentarse en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Asimismo, en 2013, el Tribunal Supremo estadounidense, en su polémica sentencia del caso Kiobel, limitó la competencia de sus tribunales nacionales en casos civiles vinculados con violaciones del derecho internacional cometidas fuera de sus fronteras. Los obstáculos al ejercicio de la justicia universal son más o menos similares en todos los casos mencionados.
Es cierto que aún está por ver cuál será el efecto final de la ley española. Varios jueces de la Audiencia Nacional ya han declarado inaplicables las limitaciones impuestas por la LO 1/2014. El juez Santiago Pedraz así lo ha hecho en relación al caso Couso, la causa abierta contra los soldados estadounidenses implicados en la muerte del periodista español en Irak, en 2003, un crimen de guerra regulado por el Convenio de Ginebra IV. El magistrado esgrime que un tratado internacional que obliga a España a perseguir estas violaciones del derecho internacional “sin limitación alguna” no puede ser modificado por una norma de carácter nacional. Esta interpretación del texto internacional es, en buena medida, novedosa. Pero además, el argumento de Pedraz no sería fácilmente aplicable a otros crímenes internacionales. La Convención contra la Tortura exige que el imputado se encuentre bajo la jurisdicción del Estado que ha de enjuiciarlo; la Convención contra el Genocidio no prevé en su texto el ejercicio de la jurisdicción universal, y por último, ningún convenio internacional obliga a enjuiciar a los autores de crímenes de lesa humanidad fundamentándose en el principio de justicia universal. Mientras terminan de escribirse estas líneas el pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional se encuentra reunido para tratar este asunto.
Resulta interesante detenerse en los aspectos estructurales más que en la argumentación jurídica detallada de esa decisión. Los casos de España y Bélgica ilustran las limitaciones del sistema de justicia internacional en cuanto al enjuiciamiento de actos perpetrados por nacionales de las grandes potencias. Como ha señalado Máximo Langer, sólo han sido juzgadas en aplicación del régimen de justicia universal las personas que la comunidad internacional ha identificado unánimemente como criminales y cuyos Estados no han mostrado interés en defenderlas, como los nazis, los ruandeses o algunos pocos latinoamericanos.
El sistema de justicia penal universal es de vital importancia para millones de individuos en muchas partes del mundo. Sin embargo, también es necesario pensar en términos gradualistas o estratégicos sobre la construcción y consolidación de un sistema de esas características. Los intentos demasiado ambiciosos, sobre todo en la medida en que sean aislados, parecen estar destinados al fracaso y pueden privar a las víctimas y a las organizaciones de la sociedad civil de aún más herramientas útiles para lograr el enjuiciamiento de tales crímenes. Es imprescindible evitar que un mismo sistema, como puede ser el español, resulte sobrexplotado debido a su receptividad a este tipo de peticiones. Asimismo, es aconsejable multiplicar los foros en los que se puedan llevar adelante investigaciones de esta naturaleza. En el trabajo conjunto entre tribunales de distintos Estados reside la única oportunidad real de reducir la inmensa brecha de impunidad.