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¿Está en riesgo la legitimidad del Estado de bienestar?

  • Para Inés Calzada la mayor amenaza para el Estado de bienestar no es que no se compartan sus valores, sino que los ciudadanos hayan perdido la confianza en los que deben gestionarlo desde el ámbito político

Los distintos programas que componen el Estado de bienestar pueden organizarse de diversas maneras. Quizás la división fundamental está entre programas universales, que proporcionan un servicio a todos los ciudadanos, y programas dirigidos a colectivos específicos, donde el Estado se compromete a prestar un servicio sólo a quienes cumplen unos determinados criterios como, por ejemplo, tener pocos ingresos. ¿Cuál de estos dos tipos de programas funciona mejor?

Un equipo de investigadores del Instituto Sueco de Investigación Social (SOFI) liderado por el reconocido sociólogo Walter Korpi ha analizado el funcionamiento de los programas de bienestar de 18 países de a lo largo de 65 años (1930-1995). Entre sus conclusiones encontramos que la forma de organizar un sistema de bienestar que produce los mejores resultados estriba en dar cobertura universal a toda la población en los servicios básicos (como sanidad, educación, dependencia, familia) y prestaciones relacionadas con los ingresos previos del individuo en pensiones y desempleo.

Un sistema de bienestar de este tipo, o sea, un sistema universal, proporciona servicios de alta calidad y reduce enormemente la pobreza pero, para ello, necesita que los ciudadanos realicen esfuerzos importantes. En primer lugar, requiere un esfuerzo económico porque conlleva una presión fiscal superior a la de los sistemas donde los programas de bienestar sólo atienden a los pobres; en segundo lugar, requiere un esfuerzo de adaptación, porque ofrece servicios y prestaciones generales donde la elección individual está limitada. Es evidente que un proyecto tan exigente no puede llevarse a cabo sin la aquiescencia de la mayoría.

Individualismo y proyectos colectivos

Hasta ahora, los ciudadanos han aceptado de buen grado los sistemas universalistas pese a las cargas que imponen, pero existe una cierta preocupación sobre el efecto que los valores individualistas, al alza en Europa, pueden tener para la legitimidad de los sistemas de bienestar. A primera vista, el Estado de bienestar se basa en valores de solidaridad e igualdad así que, si aumenta el individualismo, ¿está en riesgo el sistema público de bienestar?

Distintos trabajos indican que los valores de los ciudadanos han ido cambiando y los europeos de hoy son más individualistas que los que construyeron los sistemas públicos de bienestar. Con esto no nos referimos a que los europeos se hayan vuelto más “egoístas”, sino a que hoy se da más valor que antes a la libertad del individuo y se está menos dispuesto a que sea el grupo, la sociedad, quien determine cómo hemos de vivir.

Un par de datos sirven para ejemplificar esta tendencia: un 82% de los españoles está de acuerdo con la frase “los gais y las lesbianas deberían tener libertad para vivir como quieran” (Encuesta Social Europea, 2012); y un 64% aceptaría que su hijo/a se casara con una persona inmigrante (Estudio CIS 2918, 2011).

Entendido de esta manera, el aumento del individualismo tiene efectos muy positivos porque implica un mayor respeto hacia colectivos y formas de vida minoritarios. Pero ¿tiene también efectos negativos sobre la solidaridad social? ¿Valorar más la libertad individual implica estar menos dispuesto a participar en proyectos colectivos tan importantes como los sistemas de bienestar?

Tres condiciones para apoyar el Estado de bienestar

En su libro Just Institutions Matter, Bo Rothstein argumenta que para que los individuos acepten participar en proyectos colectivos han de darse tres condiciones: deben compartir los objetivos del proyecto, deben confiar en la buena fe de los otros participantes y deben tener garantías de que los gestores del sistema actuarán de acuerdo a las normas. Revisemos hasta qué punto estas condiciones han dejado de cumplirse para el caso español, y hasta qué punto ello se debe al aumento del individualismo.

Comencemos con los objetivos. La idea que sustenta un Estado de bienestar universal es garantizar servicios básicos a toda la población y redistribuir recursos desde los grupos con más ingresos hacia los de menos ingresos. Ambos objetivos parecerían entrar en conflicto con el individualismo porque imponen limitaciones a la libertad individual: el grupo, en este caso el Estado, decide cómo se va a distribuir parte de las ganancias de los individuos y cómo va a organizarse la provisión de servicios básicos.

Sin embargo, hoy por hoy no hay ninguna evidencia de que este conflicto se esté produciendo. Todas las encuestas indican que los españoles comparten plenamente ambos objetivos y que, de hecho, estos no han dejado de ganar partidarios a lo largo del tiempo. En 2008, Europea (ESS) preguntaba hasta qué punto debería ser responsabilidad del Gobierno garantizar sanidad, educación, guarderías y un nivel de vida digno para mayores y desempleados. Se pedía a los ciudadanos que respondieran usando una escala de 10 en la que 0 significaba que “el Gobierno no debería tener ninguna responsabilidad”; y 10, que “el Gobierno debía tener toda la responsabilidad”.

La media de las respuestas en España era superior a un 8 para cada una de estas políticas, situándonos así entre los países europeos con mayor apoyo popular a la intervención del Estado en bienestar. En cuanto a la redistribución, en 2012, un 83% de los españoles consideraban que “el Gobierno debería tomar medidas para reducir las diferencias de ingresos entre los ciudadanos” (ESS 2012). No parece, por tanto, que los objetivos del Estado de bienestar hayan dejado de ser compartidos por la población.

La segunda condición para entrar en un proyecto colectivo tiene que ver con lo que esperamos que hagan los demás participantes. ¿Van a poner su parte para cubrir los costes y reclamar prestaciones sólo cuando realmente las necesiten? ¿O tratarán de estafar al sistema evadiendo impuestos mientras le sacan el mayor partido posible?

La confianza en que todos paguen honestamente sus impuestos nunca ha sido muy alta en España, pero se ha deteriorado más en los últimos dos años.

Como se puede apreciar en las series temporales que ofrece el CIS, en julio de 2012, un 61% de españoles pensaban que en España había “mucho fraude fiscal”, el porcentaje más alto de los últimos 20 años. Por acompañar con una nota de optimismo este pésimo dato, al menos no parece que el aumento del fraude se achaque a un cambio en el comportamiento de los ciudadanos de a pie, ya que la percepción de fraude en el entorno cercano ha mejorado.

En 1992, un 58% de los españoles creían que “bastantes” o “todos” sus conocidos declaraban a Hacienda todos sus ingresos, un porcentaje que comienza a subir en 2000 y fue del 66% en 2010, último año en que se hizo la pregunta.

En cuanto a la percepción de fraude en el acceso a las prestaciones, con datos de la Encuesta Social Europea de 2008 el panorama español es de claroscuros. Por un lado, sólo un 30% opinaba en ese año que “la mayoría de los parados no intenta realmente buscar trabajo”. Por otro, un 69% de los españoles pensaban que “mucha gente se las arregla para conseguir prestaciones a las que realmente no tiene derecho”, y un porcentaje parecido creía que lo contrario también ocurre, es decir, que “muchas personas con bajos ingresos no reciben todas las ayudas que les corresponden”.

Esta desconfianza en la correcta asignación de las prestaciones es común en países como Francia, Inglaterra o Alemania (no así en los países Nórdicos), pero un problema no es menos grave por ser compartido.

Finalmente, la tercera condición para que un sistema de bienestar universalista sea sostenible en cuanto a su legitimidad tiene que ver con la confianza de los ciudadanos en aquellos que van a gestionar los programas: confianza en que los gobernantes no cambiarán los criterios de financiación o elegibilidad abruptamente, y en que destinarán los impuestos a las prioridades de los ciudadanos. En este aspecto el panorama es directamente oscuro. Ya hemos visto que la percepción de fraude fiscal ha aumentado, pero resulta aún más preocupante ver que la confianza en la voluntad del Estado para acabar con él se ha desplomado.

Si de 2009, entre el 40 y el 50% de los españoles pensaban que las Administraciones Públicas hacían “muchos” o “bastantes” esfuerzos para luchar contra el fraude, este porcentaje bajó al 30% en 2010 y hasta el 16% en 2012. En este mismo año encontramos también un récord histórico en el porcentaje que cree que “los impuestos no se cobran con justicia”, que subió hasta el 88%.

Si combinamos estos datos con el abrumador rechazo a los recortes en programas públicos de bienestar, entendemos que un 38% de los españoles opinaran en 2012 que “los impuestos son algo que el Estado nos obliga a pagar sin saber muy bien a cambio de qué”, el porcentaje más alto desde que en 1991 esta pregunta se incluyó en los estudios del CIS.

Los datos aquí presentados son, sin duda, interpretables. Desde mi punto de vista, lo que nos están indicando es que el riesgo al que se enfrenta el Estado de bienestar en España tiene muy poco que ver con el cambio de valores de los ciudadanos. Es verdad que hoy se otorga más importancia a la libertad del individuo, pero también se quiere mantener el Estado de bienestar y avanzar hacia una sociedad más igualitaria en lo económico.

El problema no es que los valores del Estado de bienestar ya no se compartan, sino que la mayoría de los españoles considera que los impuestos no se cobran con justicia, que hay mucho fraude fiscal, que la Administración no hace esfuerzos para luchar contra el fraude y que mucha gente recibe más o menos prestaciones de las que sería justo. En definitiva, el problema está en que se ha perdido la confianza en la buena fe de quienes desde el ámbito político gestionan el sistema.