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Contra la corrupción, transparencia y función pública

Afirmar, a estas alturas, que España no ha sabido dotarse de un marco jurídico capaz de combatir eficazmente la corrupción y minimizar sus efectos sobre la gestión de los asuntos públicos no parece muy aventurado. Los estudios comparativos en la materia no son demasiado fiables y, en todo caso, tampoco permiten hilar demasiado fino, aunque es cierto que cuentan una historia que más o menos coincide con la sensación que hay instalada entre todos nosotros.

España está más o menos igual de mal que los países del sur y del este de Europa, mucho mejor que países menos desarrollados y algo peor que las democracias europeas con las que nos gustaría compararnos (así, véase el ránking elaborado para 2012 por Transparency International). En todo caso, y con independencia de cuál sea la posición relativa de nuestro país en este tipo de listados, parece claro que tratar de combatir la corrupción es algo deseable en sí mismo. Además, tenemos una cierta idea bastante precisa, por ejemplo a partir de sistematizaciones como la de Alejandro Nieto, respecto de por dónde van las prácticas corruptas más habituales y dónde se concentran. Resulta por esta razón muy llamativo comprobar la pobreza del debate público español en lo que hace a las posibles medidas o cambios deseables para lograr reducir, siquiera sea un poco, los actuales niveles.

Para atajar la corrupción, además de desincentivarla por la vía de amenazar con el castigo a quienes al final delincan (amenaza que es tanto más efectiva cuanto se perciba como mayor el riesgo de que te pillen, así como el desequilibrio entre los posibles réditos del delito y las penas asociadas) es preciso establecer mecanismos de funcionamiento de nuestras Administraciones públicas que dificulten que haya quien altere el normal proceso de toma de decisiones que debe de estar basado en la búsqueda de maximizar el interés general para lograr, por el contrario, réditos de tipo más personal. En este campo, es sorprendente lo poco que ha avanzado España en los casi cuarenta años de democracia que llevamos vividos. Máxime cuando, en el fondo, no es tan difícil tratar de copiar muchas medidas que funcionan, y funcionan bien, desde hace años en otros países.

Sin pretender ser exhaustivo, creo que sí vale la pena repasar brevemente algunas pautas básicas a las que convendría aferrarse para reformar el funcionamiento de nuestras Administraciones Públicas, a fin de dar pistas sobre por dónde conviene que vayan los tiros en el futuro:

1. Transparencia. La transparencia es absolutamente esencial para luchar contra la corrupción, tanto a posteriori como preventivamente. Es muy difícil, de hecho, exagerar la importancia de unas pautas y costumbres administrativas muy transparentes a la hora de generar un marco de incentivos correcto para los gestores públicos. Lo llamativo de España es que una Constitución relativamente avanzada para su época, con un art. 105. b) que ya reconocía como derecho de todos los ciudadanos el acceso a todos los archivos y registros públicos “salvo en lo que afecte a la seguridad y defensa del Estado, la averiguación de los delitos y la intimidad de las personas” (restricciones muy razonables pero que, como puede verse, dejan mucho campo abierto) haya generado una práctica administrativa, al amparo del desarrollo del precepto realizado por el artículo 37 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, tan alicorta. Las excusas que han permitido interpretaciones expansivas de estas excepciones, las razones por las que los supuestos se han ensanchado hasta mucho más allá de lo razonable, han sido la pauta.

El resultado, unas Administraciones públicas que por cualquier tipo de razón, ya sea las reconocidas en la Constitución interpretadas con una generosidad sin igual, ya sea algunas otras que directamente no aparecían en el texto constitucional y por ello muy dudosas pero igualmente aceptadas (la defensa de la propiedad o del secreto industrial, por ejemplo), han considerado que lo normal, lejos de ser transparentes, era más bien negar información.

La Ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno que trabajosamente se está gestando en esta legislatura en las Cortes debiera modificar sustancialmente esta cuestión, si bien algunos elementos resultan inquietantes: prevé muchas excepciones (y la historia demuestra que en España se aprovechan expansivamente para negar la regla general) y deja en órganos muy controlados por la propia Administración la decisión sobre qué debe o no entregarse, con un margen de discreción importante (si bien sometido a control judicial posterior). Que la norma mejora mucho la situación actual es indudable. Que su aplicación puede acabar convirtiendo el avance en una ganancia de mínimos, un riesgo del que habría que alertar.

A estas alturas de la película, todo lo que no sea la plasmación y desarrollo de una regla muy simple, con anclaje directo en la Constitución, a saber, que todo lo que hagan las Administraciones Públicas, salvo los cuatro casos excepcionales y debidamente justificados, no sólo es que deba ser público sino que debiera ser directamente publicado de manera obligatoria por los poderes públicos empleando para ello las posibilidades que da Internet se queda bastante corto, la verdad. Por eso es importante presionar en esta dirección. Las consecuencias sobre el control de la corrupción (y el desincentivo para caer en ella) que una transparencia casi absoluta genera son evidentes.

2. Profesionalidad, independencia y no contaminación de los servidores públicos. Un segundo elemento esencial, sobre el que casi nadie incide demasiado en España, es el referido a los servidores públicos, a su selección, a las garantías de independencia en sus funciones y también a la generosidad con el que se les permite hacer otras cosas. En este sentido, es claro que en España hay demasiadas relaciones entre políticos y funcionarios y demasiadas esferas en que las decisiones se adoptan de manera coordinada.

Las soluciones pasan, como es evidente, por dejar claro que los servidores públicos que tomen decisiones que afecten a intereses y dinero públicos deben ser seleccionados con pruebas públicas, transparentes, exigentes y abiertas (y además, sólo así) y que una vez en su cargo funcionan aislados de injerencias políticas en las decisiones de tipo administrativo que haya que adoptar (obviamente, las decisiones políticas competen a los representantes de la ciudadanía).

Por último, las incompatibilidades deben ser mayores de las que ahora tenemos. Porque los mecanismos que facilitan que se pueda estar con una pata dentro y otra fuera de la gestión pública (o dentro unos meses y fuera otros, entrando y saliendo) acaban suponiendo riesgos e incentivos a la corrupción muy grandes.

Obviamente, es necesario un ulterior desarrollo de las necesarias profundizaciones en la transparencia y en esa mayor rigidez de la función pública que exceden de las posibilidades de este breve comentario. Como también sería importante recordar que las grandes áreas donde se concentran los problemas (colocaciones, contratación, urbanismo...) deberían ver reformadas las normas que regulan estos procesos introduciendo mayores rigideces porque, a la vista está, si no es así las cosas se nos desbocan.

La cuestión, como se señalaba al principio, es diseñar tales procedimientos de manera que la corrupción sea difícil, costosa y fácilmente detectable. Lo que provocará que tenga menos incidencia y que, precisamente por esta razón, los mecanismos sancionadores funcionen mucho mejor contra los excesos y quebrantamientos de la norma. Que siempre los habrá, porque la vida es así.