El pequeño párrafo que abre esta reflexión es un buen resumen de las circunstancias que marcan nuestros retos en el presente: la falta de capital humano formado hace que la competitividad española sea insuficiente para hacer frente a los mercados internacionales. La perspicacia del análisis mostrado lo hace plenamente actual, aunque en realidad se trate de un texto de Sancho de Moncada, “Restauración Política de España”, escrito y presentado por el autor en 1619 ante la corte del rey Felipe III.
Sancho de Moncada, economista castellano, vertía algunas de las páginas más lúcidas del mercantilismo español del Siglo XVII, denunciando la omnipresente actividad económica de los extranjeros en España, en detrimento de la capacidad nacional de generar una industria propia. No fue el único. Tomás de Mercado, Jacinto de Alcázar de Arriaza, o Luis Ortiz, compendiaron en sus escritos un vigoroso análisis de las causas de la decadencia española del Siglo XVII, con la intención de generar un cambio de las políticas de la corona y la reversión de la pendiente que según ellos, llevaba a España al desastre y la guerra.
Cabe reflexionar sobre por qué estos autores, precursores en gran medida de la ilustración liberal española y que engarza con la tradición de un análisis crítico de los problemas de España, que pervive hasta hoy, han pasado a la historia con el despectivo calificativo de “arbitristas”, que, según la definición de la Real Academia Española, es:
“Planes y proyectos disparatados” que han recorrido la historia del pensamiento español, pasando por los ilustrados, los afrancesados, los liberales del siglo XIX, los regeneracionistas, los republicanos y la oposición democrática al franquismo, en un devenir descrito por Menendez Pelayo en su “Historia de los Heterodoxos Españoles” y, más recientemente y refiriéndose a la edad contemporánea, por Santos Juliá en su “Historias de las Dos Españas” o en la antología sobre el ensayo español editada por Crítica, cuyo más reciente tomo está enteramente dedicado al siglo XX.
La reflexión de España sobre sí misma no es, por lo tanto, nueva, ni propia de nuestra sociedad, sino que a lo largo del tiempo han sido no pocos los intelectuales, académicos y profesionales que han pensado sus propias épocas, sus propios problemas, y han tratado de darles solución a través de sus propias propuestas.
Pero sí es cierto que la actual crisis económica, política y social ha sacado ese debate del ámbito de la academia o de los círculos más o menos cultivados, para ser trasladada a la ciudadanía. No han sido pocos –algunos de ellos éxitos editoriales- los ensayos, textos, manifiestos y documentos que han circulado generando opinión sobre los males que nos acechan y sus posibles soluciones. Buena parte de ellos tienen una característica común, y es su carácter omnicomprensivo, afrontando la realidad de España como un todo, y señalando aquellos factores que, a juicio del autor o autores, requerirían de arreglos inmediatos para desbloquear nuestro actual estado de postración económica y social.
No es posible realizar aquí una revisión crítica de todos y cada uno de los textos, y, en la medida en que muchos de ellos solapan reflexiones, no vienen sino a reforzarse unos a otros. Así, por ejemplo, se multiplica la idea de que España es un país tomado por élites corporativas que trabajan en su propio beneficio y no en pro del bien común, que la falta de futuro de la economía española es consecuencia del quehacer de fuerzas económicas y sociales que no quieren perder sus privilegios, y que los actuales poderes políticos son incapaces imprimir el impulso necesario para desbloquear la situación. Este secular secuestro de España y de su ciudadanía se encontraría en el origen de la crisis y al mismo tiempo dificultaría la salida de la misma. Las propuestas para salir de la crisis se articulan en dos líneas de acción: regeneración democrática e institucional, y reformas estructurales para liberar el potencial de la economía de mercado. Democracia y prosperidad. ¿Y quién no las querría para sí?
Félix Ovejero, en un ya antiguo texto titulado “Intereses de todos, acciones de cada uno”, alertaba de la irresistible tentación de encontrar atajos intelectuales para solucionar los dilemas a los que nos enfrenta el ordenar nuestra vida social. La mejor manera de salir del dilema entre eficiencia o igualdad es sencillamente proponer ambas cosas a la vez: eficiencia e igualdad. Sin embargo, conviene pararse a considerar que no siempre es posible avanzar al mismo tiempo en ambos sentidos, y que hay que tomar decisiones profundas sobre los trade off que contiene la determinación de las políticas. Hay casos en los que la eficiencia y la igualdad están reñidas, y hay que tomar partido por uno de estos valores, inclinar la balanza. Revestir de “igualdad” lo que es una decisión basada en la eficiencia, o viceversa, es un argumento retórico que no soporta el análisis crítico una vez se conocen los detalles de ésta o aquella reforma.
Valga este argumento para poner un punto de duda sobre los planes regeneracionistas que inundan buena parte de nuestro pensamiento político y económico actual. Dani Rodrik, economista y profesor de la John Kennedy School of Government de la Universidad de Harvard, planteó en “La paradoja de la globalización” un trilema sobre la determinación de la política frente a la globalización que afectaría a aquellos proyectos “país” que se quieren enfrentar a la misma.
Rodrik señala que una política global debe atender a un máximo de dos de estos tres criterios: enfocarse en la soberanía nacional, basarse en una política de masas (democracia), o favorecer la integración económica internacional. Si un decisor quiere plantear un proyecto de país que favorezca su integración económica internacional, y hacerlo al mismo tiempo desde bases democráticas, su ámbito de actuación debe ser más supranacional que nacional. Si ese mismo decisor, quiere plantear un proyecto de país que circunscriba su alcance al estado-nación, favoreciendo su integración internacional, deberá renunciar a la profundización democrática.
El trilema de Rodrik es un auténtico jarro de agua fría para aquellos que proponen la profundización democrática y la integración en la economía internacional en el marco de un estado-nación soberano. Es decir, la mayoría de los proyectos país dibujados en la abundante literatura sobre las salidas españolas a la crisis: no se puede mantener la soberanía, profundizar en la democracia e integrarse en la globalización al mismo tiempo.
Y esta es la principal debilidad de buena parte de las propuestas que se dibujan en el actual escenario intelectual. Si se juega a favorecer la integración económica internacional, como parece ser el epígono de toda la reflexión sobre las reformas estructurales que nos acompaña en esta crisis del Euro, o bien profundizamos en una democracia supranacional en la cual los estados han perdido parte de su soberanía, o bien limitamos el alcance de las aspiraciones democráticas de la población para seguir desarrollando las reformas estructurales en el marco de los estados soberanos.
Por este mismo motivo, las propuestas de “proyecto país” que se nos ofrecen, que dan el escenario internacional como dado –en el que no podemos influir, nos dicen, sino adaptarnos- reducen el trilema a un dilema: o políticas nacionales o democratización global. En el ámbito del Euro, verdadero laboratorio de la integración económica internacional, un proyecto factible para España pasa o bien por democratizar la Unión Europea y renunciar a la soberanía nacional, o bien por mantener la soberanía nacional y renunciar a la profundización democrática. Aspectos estos por los que los “proyectos país” pasan de puntillas, apuntándose acríticamente al consenso por adición que denunciaba Felix Ovejero.
Conviene por lo tanto alertar sobre la bondad lógica de aquellos programas de reforma que profundizan al mismo tiempo en la calidad democrática y en la adaptación a la hiperglobalización. De nada nos servirá tener partidos políticos más transparentes y más participativos –cambiando cuantas leyes electorales sean necesarias y eliminando a cuantas “élites extractivas” sean identificadas- si las reglas clave de la política económica y social vienen dictadas desde un entorno internacional en el que apenas tenemos influencia (por tamaño o por decisión). Es precisamente ahí donde se produce la disociación clave entre expectativas ciudadanas y resultados socioeconómicos, entre programas electorales y políticas de gobierno.
De esta manera, la reflexión realizada por César Molinas en “Qué hacer con España”, con ser valiosa para abrir el debate, no termina de convencer. Tras realizar un recorrido histórico propio del mejor pensamiento neoconservador, y reafirmando la idea del “Fin de la Historia”, Molinas se centra en la secular decadencia Española y en sus actuales culpables: la denominada clase política, a la que caracteriza de “elite extractiva”, y en la que no duda de incorporar a los sindicatos y patronal. Para Molinas, la solución a nuestra decadencia histórica pasa por una reforma en profundidad de los partidos políticos y del sistema electoral, para hacerlo más cercano y más transparente a las demandas de la ciudadanía. Nada tendríamos que objetar a este análisis –salvo, quizá, su simplismo- si no fuera porque a partir de ese momento encomienda a esta clase política, ya renovada según sus criterios, una agenda de desregulación –eliminación de entes reguladores-, liberalización –privatización de universidades y entes públicos- y recortes en los sistemas de protección social –pensiones- que, según el autor, nos llevaría a abandonar la senda de nuestra histórica postración. Una regeneración política para, en realidad, avanzar en la dirección contraria a la profundización democrática.
¿Cómo llega el autor a semejante conclusión? Durante la primera parte del libro, el autor se abona a la teleología neoconservadora al situar en la occidental democracia liberal de masas el fin del pensamiento político, haciendo luz de gas, no sabemos si por desprecio o por desconocimiento, a las aportaciones del republicanismo, el feminismo, el multiculturalismo, y, en general, de prácticamente todo el pensamiento político crítico del siglo XX. Es una opción ideológica tan respetable como la que más, y que desde el principio enseña sus cartas: el triunfo de la economía frente a la política.
La segunda parte, dedicada a la historia de España, repasa la a su juicio breve historia de la ilustración española y el liberalismo, lamentando su falta de vigor, pero sin preguntarse seriamente por las razones de tal debilidad. El “vivan las caenas” al que se refiere prolíficamente en relación al reinado de Fernando VII, y que identifica con la mentalidad política española, no surgió de la nada, sino que sólo fue posible gracias a la intervención de la Santa Alianza y los Cien Mil Hijos de San Luis. Esta particular “cultura política” no es connatural a España, sino que, como está históricamente demostrado, ha sido permanentemente impuesta, generalmente por las armas, en lo que José Luis Abellán denomina acertadamente “la mentalidad inquisitorial” promovida por la Iglesia Católica y los poderes más conservadores, que tuvo su máxima expresión en la Guerra Civil de 1936-39. Sorprende que un libro centrado en la falta de “pulso crítico” del progresismo español pase de puntillas por esa realidad histórica y puede incluso resultar insultante que Molinas resucite a Ortega para señalar que España no tuvo “heterodoxos dignos de tal nombre”, cuando todavía quedan cadáveres por identificar en las fosas comunes del franquismo, cuando todavía no nos hemos recuperado de los efectos intelectuales y sociales del exilio republicano y la represión política tras la Guerra Civil. Utilizando sus propias categorías, cabría recordar que, al contrario que en los países de nuestro entorno, la democracia, la ilustración y el progreso nunca ganaron una guerra en España. Las perdieron todas. En la disyuntiva entre la visiones “orteguiana” y “joseantoniana” de España, ganó la última, no por pereza mental, falta de tono social, o convencimiento intelectual, sino por la fuerza de las armas.
La clase política española es producto de ese proceso histórico, pero el autor evita dar una explicación convincente de esta realidad. Por ejemplo, y como no podía ser menos, Molinas no deja de alabar la transición, para posteriormente obviar que nuestro actual régimen anquilosado, que tanto denosta, es fruto precisamente de esa transición inmodélica, en palabras de Vicenç Navarro, de ese pacto entre “vencedores e hijos de vencedores” que tan acertadamente señala Julián Casanova. Una transición “atada y bien atada” en la que los más renunciaron a casi todo para que los menos pudieran seguir manteniendo su estructura de privilegios. Nuestra demediada democracia es fruto de mil derrotas, no de mil victorias. Si Molinas hubiera partido de esta aproximación, probablemente su libro hubiera sido otro.
Errado el diagnostico histórico, erradas las soluciones. Partiendo de su concepto de capitalismo castizo, y en vez de reflexionar sobre la clase empresarial española, a la que dedica apenas unos párrafos, Molinas gira sobre sí mismo y, basándose en argumentos traídos por los pelos, como sus 300.000 políticos y adláteres en España (cifra que ya se han encargado de desmentir algunos autores) o las citas del periódico digital El Confidencial como fuentes de su investigación, se dedica a atacar sin paliativos todo lo que huela a público, haciéndose eco acrítico de toda la mitología correspondiente a funcionarios indolentes, políticos corruptos, y sindicalistas trasnochados, colectivos en los que sitúa la raíz de los problemas de España. Lo más sorprendente es que Molinas no se pregunta por los objetivos de este sector público que tanto critica. Pareciera que lo importante no es la función social que cumple el sector público, sino el carácter intrínsecamente perverso de quien lo gestiona y atesora. Es difícil escapar a la sensación de que para Molinas, el sector público no existe para corregir fallos del mercado, proveer de bienes públicos, o mejorar el bienestar social, sino sencillamente para dar de comer a los políticos y sus próximos.
Bien podría el autor haber reflexionado con la claridad, no exenta de rotundidad, que expone Muñoz Machado en su ejemplar “Informe sobre España”, en el que el catedrático de Derecho Administrativo arremete contra el defectuoso diseño institucional de nuestro sistema político-administrativo. Según Muñoz Machado, es este diseño institucional el que amenaza con paralizar el cumplimiento de los objetivos de nuestro Estado Social y Democrático de Derecho. Sin embargo para Molinas la clave no está ahí, sino en la voluntad de esas castas que quiere todo para sí y nada dejan a la ciudadanía, y, para rematar, no deja de hacerse eco sobre el supuesto oculto deseo de estas pérfidas castas por sacarnos del Euro y volver a la España de los 50. Quizá muy efectivo porque señala a quién hay que echar las culpas, pero a juicio de quien escribe estas líneas, poco riguroso.
El autor continúa su reflexión cometiendo algún que otro error –como obviar a Calvo Sotelo en su lista de presidentes del gobierno de la democracia-, para sostener finalmente que su particular regeneración democrática traerá consigo un programa de reformas estructurales más ambicioso con el objetivo de insertarnos en la economía mundial y salir de la crisis. A saber: recortar pensiones, eliminar o reducir la negociación colectiva y proponer una bajada de salarios, eliminar organismos reguladores, modificar el gobierno de las universidades públicas, o proponer nuevos centros educativos de “élite” financiados con fondos públicos. Poco rastro de ideas para reformar el gobierno corporativo, la política industrial, o la política energética o financiera. En resumen: más mercado y menos estado, ampliar la democracia para recortar derechos.
A todas y cada una de sus propuestas, algunas con elementos valiosos, ha habido ya respuesta en éste y en otros blogs y por lo tanto no merece la pena que nos extendamos en las mismas. Lo relevante en este caso no es el detalle de su programa de reforma, sino el hilo argumental que destila en su recorrido desde la decadencia española del siglo XVII a sus propuestas: la imperiosa necesidad de una nueva élite dispuesta a dirigir el país y a romper sus nudos gordianos. Esta tendencia a solucionar, de una vez por todas, los pertinaces problemas patrios trae a la mente la “mentalidad sumarísima” (al estilo “esto yo lo soluciono en 24 horas”) contra la que nos alertó Sánchez-Ferlosio, y recuerda muy vagamente al Joaquín Costa que abogaba por instaurar en España el gobierno de un “cirujano de hierro” que tuviera el poder y la determinación de realizar las reformas necesarias. Molinas piensa en unos partidos políticos reformados. Costa no terminó de decir en quién pensaba, pero lo cierto es que Miguel Primo de Rivera se arrogó esa definición durante el período de su dictadura.
Son muchos los progresistas ilustrados que han acogido con buena actitud el mensaje de Molinas. Es evidente que necesitamos una reforma del sistema político, una nueva ley electoral, y una serie de reformas en la administración pública, en el sistema educativo y en otras tantas cosas. España está en un momento clave y una mala elección puede llevarnos por el camino equivocado. No hacer nada ya no es una opción. Desde ese punto de vista, bienvenidos sean todos estos modernos arbitristas que con valentía –e incluso osadía- se atreven a plasmar un proyecto para mejorar nuestra convivencia. Muchas de estas ideas deben ser tenidas en cuenta, pero no todo vale. El texto de Molinas tiene la virtud de haber generado una gran expectación y cierto debate, aunque no estamos hablando de Oligarquía y Caciquismo, del propio Costa, o de la España Invertebrada, de Ortega, o de España como Problema de Laín Entralgo.
Volviendo al trilema de Rodrik, algunos rechazamos a los “cirujanos de hierro” porque pensamos que la profundización democrática, el valor irrenunciable de hacernos dueños reales de nuestro propio destino colectivo, es el eje sobre el que debe pivotar cualquier solución. Y hablar de democracia en España es repasar nuestra historia con honestidad y sin trampas, entender cómo hemos llegado hasta aquí, y proponer –esta vez, sin atajos- una agenda de regeneración democrática, económica y social que sitúe a la ciudadanía, sus problemas y aspiraciones, en el centro de la agenda política. Quien escribe estas líneas es muy escéptico en relación al papel protagónico que Molinas otorga a las élites. No sé si cuenta entre las referencias de Molinas, pero fue el poco sospechoso de revolucionario Christopher Lasch el que, en “La rebelión de las élites” pronosticó que en las democracias liberales globalizadas, las élites dejarían de preocuparse por el bien común y se centrarían en sus propios intereses. No es un problema de personas, es un problema de estructura y de instituciones. Sus queridos Acemoglu y Robinson trataron muy bien el problema de relación entre élites y masas en su anterior libro, los orígenes económicos de la democracia y la dictadura. ¿Será una élite ilustrada o será la ciudadanía organizada quien lidere el proceso de cambio que tanto necesitamos? En éste, y en otros muchos temas, el debate con César Molinas, como no podía ser de otra manera, será bienvenido.