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¿De qué nos quejamos?

Más de la mitad de los españoles, a favor de que el 15M se presente a las elecciones, según una encuesta

Miguel Ángel Presno Linera

Un estudio reciente –World Protests 2006-2013- que analiza 843 casos de protestas, muestra un aumento constante en el número global desde 2006 (59 protestas) a mediados de 2013 (112 eventos en tan sólo seis meses). Y concluye, entre otras cosas, que si bien la demanda amplia de justicia económica es de gran importancia, el dato que llama la atención es la abrumadora reclamación (en 218 manifestaciones) de una “democracia real”, resultado de la creciente concienciación ciudadana de que los gobiernos y las instituciones parlamentarias no han priorizado a la ciudadanía, de una frustración con los sistemas políticos tradicionales, y una falta de confianza en los partidos en escena, sean de izquierda o derecha.

En este trabajo se insiste en que, coincidiendo con el inicio de la crisis financiera y económica global y su desarrollo, existe un gran incremento de las protestas, especialmente a partir de 2010 con la adopción de las medidas de austeridad en todas las regiones mundiales. El número es mayor en los países de altos ingresos (304 protestas), seguido de América Latina y el Caribe (141 protestas), Asia del Este y el Pacífico (83 protestas) y el África Subsahariana (78 protestas). El análisis de la región de Oriente Próximo y el Norte de África (7) muestra que las protestas también eran predominantes con anterioridad a la Primavera Árabe. En lo que respecta a los disturbios violentos que se han contado en el estudio, la mayoría ocurrieron en países de ingresos bajos (48% de todos los disturbios) y fueron causados, de forma principal, por los aumentos en los precios de la energía y de los alimentos.

Volviendo a la exigencia de “democracia real”, la misma se manifiesta no sólo en países con gobiernos autoritarios sino también en democracias representativas en las que no se percibe que se escuchen las necesidades y demandas de la ciudadanía. Esta preocupación por la “democracia real” permite conectar los movimientos sociales de los últimos años con los que se desarrollaron entre los años 60 y 70 del siglo pasado, que reivindicaban el aumento del peso de los ciudadanos en detrimento del de las instituciones y los partidos políticos. Si las cosas son así, se habría producido un nuevo cambio en el devenir de esos movimientos, pues, según Pierre Rosanvallon, lo que estaba en juego en los primeros años del siglo XXI eran mecanismos participativos promovidos por los propios Gobiernos y, desde el punto de vista de los ciudadanos implicados en esas experiencias, la centralidad de las instancias representativas es incuestionable.

A la vista de lo ocurrido en España y en otros países en los primeros años de la segunda década del siglo XXI se puede afirmar que se está produciendo un cuestionamiento, sino de la centralidad, sí del funcionamiento de las instituciones representativas y de las formaciones políticas presentes en su seno.

Véase, a título de muestra, la confianza decreciente en el Parlamento español, en los partidos y los responsables políticos, según la Sexta Encuesta Social Europea, analizada aquí hace unos meses por Carol Galais:

Ante esta situación, no se trata de que los movimientos ciudadanos ocupen el papel de los partidos, que son, obviamente, organizaciones esenciales para la democracia ni, por otra parte, que esos movimientos tengan que acabar transformándose en un partido político, aunque esta última posibilidad tampoco resulta extraña: el movimiento feminista ha dado lugar, en algunos momentos y lugares, al surgimiento de uno o varios partidos feministas pero ni siempre ha ocurrido tal cosa ni, cuando eso ha sucedido, ha supuesto la desaparición del movimiento; otro tanto podría decirse, por ejemplo, del ecologismo y los partidos verdes.

Pero sí se trata de que los partidos y las instituciones asuman que han dejado de ser el único ámbito en el que, en palabras de Ulrich Beck, se decide la transformación del futuro social y que los movimientos sociales son instrumentos válidos para contribuir a la dinamización de una democracia, que puede calificarse de “inactiva” en buena parte de los Estados avanzados de las primeras décadas del siglo XXI.

Por eso, promover la participación activa de los movimientos sociales puede contribuir a la integración democrática de sectores que se sienten excluidos del sistema y a los que, precisamente, se descalifica como “anti-sistema”. Y es que, siguiendo con la terminología de Rosanvallon, los ciudadanos organizados de esta manera generan una interacción intensa con la esfera política, ejerciendo una democracia de expresión, mediante la que formulan críticas a las actuaciones de los poderes públicos y expresan sus reivindicaciones; una democracia de implicación, a través de conjunto de actuaciones mediante las que estos movimientos se relacionan entre sí para conseguir un entorno común, y una democracia de intervención, relativa al conjunto de actuaciones colectivas que pueden desarrollar para conseguir un sistema político más transparente y participativo, un control efectivo de los principales actores económicos, un sistema tributario equitativo, etc.

Y todo ello con el objetivo no de “despolitizar” la democracia sino, por el contrario, de “repolitizarla”, de darle más centralidad a lo político y eso implica que progresen, al mismo tiempo, la calidad de la regulación democrática y la atención a la construcción democrática.

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