Uno de los síntomas de la escasa convicción democrática que impera en buena parte de los círculos monárquicos es el atavismo que consiste en seguir calificando al rey como “soberano”. Todo el mundo sabe que el soberano, en democracia, es el pueblo, los ciudadanos. Y el rey, un alto funcionario que debe su empleo a la voluntad de la ciudadanía expresada -tácita más que expresamente, eso sí- al aprobar la Constitución de 1978.
Consecuencia de ello es que son los ciudadanos –las Cortes que reúnen a sus representantes- quienes deben tener la decisión última en alguno de los supuestos excepcionales que puede afectar al desempeño de las funciones del mentado funcionario. Es el caso, me parece, de lo dispuesto en el artículo 59.2 de la Constitución.
En efecto, es cierto que la redacción presenta cierta ambigüedad y, sobre todo, no ha habido el menor interés en su desarrollo legislativo en este punto (la ley orgánica que menciona el artículo 57.5 de la Constitución: “Las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona se resolverá en una ley orgánica”, como tampoco en otros aspectos básicos relativos a la corona). Pero es imposible soslayar que la lógica democrática impone una solución cuando se constata la incapacidad del monarca para el ejercicio de su cargo y ésta no es asumida por quien desempeña la función. Ese es el sentido, a mi juicio, del artículo 59.2: “Si el Rey se inhabilitare para el ejercicio de su autoridad y la imposibilidad fuere reconocida por las Cortes Generales, entrará a ejercer inmediatamente la Regencia el Príncipe heredero de la Corona, si fuere mayor de edad”.
La habitual y pacata interpretación de ese precepto sugiere que la actuación de las Cortes sólo se puede producir si el propio rey decidiera que ya no tiene capacidad para continuar con su tarea. La fórmula “se inhabilitare” sería reflexiva, no impersonal. Estaríamos así ante un supuesto complementario, pero distinto, de la abdicación, decisión de la que sólo es competente el rey: nadie puede abdicar por él, es decir, obligarle a tomar la decisión de dejar su función. Del mismo modo, sólo el rey puede decidir que está inhabilitado para el desempeño de su cargo y en ese caso las Cortes se limitan a constatar –“reconocer”- tal incapacidad y abrir paso a la regencia. Esta es, por cierto, una interpretación más próxima a un modelo predemocrático, en el que el rey es el soberano. Dicho de otro modo, el 59.2 sólo se habría pensado para casos de “incapacidad temporal” en los que las funciones serían desempeñadas por el regente, previa declaración de las Cortes asumiendo esa incapacidad.
Sin embargo, creo que cabe otra interpretación, que recupera el papel protagonista de las Cámaras como expresión de la soberanía popular. El artículo 59.2 sería la expresión de que el soberano es el pueblo, pues son sus representantes quienes deciden si el rey está inhabilitado –cuando obviamente el rey mismo no lo hace- y, por tanto, al reconocer esa inhabilitación, dan paso a la regencia. La forma “se inhabilitare” sería impersonal: la constatación de que habría quedado incapacitado, constatación que requiere el reconocimiento de las Cortes a falta del reconocimiento del propio rey. Esta interpretación no sería opuesta a la
Son ya demasiadas las actuaciones recientes del rey en las que ha acreditado carecer de la capacidad necesaria para el ejercicio del cargo. Tampoco parece estar a la altura de los desafíos para los que se requiere la capacidad de mediación del jefe del Estado: ni en el contencioso de Cataluña, ni ante el modo en que la gestión de la crisis golpea a los ciudadanos; en particular, a los más vulnerables. Por no hablar de su falta de ejemplaridad no ya en su conducta personal, sino en casos más relevantes e incompatibles con su alta función, como su gestión en el escándalo Noos, que afecta directamente a su familia y por tanto a él mismo, la opacidad de su situación financiera (cuentas en el extranjero, comisiones), o la gestión privada de bienes que son patrimonio público.
Que su estatus es el de super-privilegio, pudiera justificarse desde una concepción predemocrática, en la que el monarca es casi sagrado y por tanto ajeno al imperio de la ley, que se confunde con su voluntad. Pero la democracia, cuya regla es la egalibertad, casa mal con el privilegio y por eso la lógica democrática coherente es republicana en cuanto a la forma de Estado. De ahí el rechazo generalizado y creciente que resulta de constatar que, en tiempos de crisis y de durísimas medidas para todos los ciudadanos, los recortes apenas existen más que muy simbólicamente para el rey y su familia.
Que el rey está inhabilitado dicho queda, aunque no parece que ni él ni su entorno lo quieran reconocer. Pero no cabe esperar que él reconozca tal incapacidad ni tampoco que vayan a intentar convencerle de hacerlo quienes –en su entorno- deberían adoptar esa iniciativa, en interés también de la propia monarquía. Tampoco quiere oír una palabra sobre su abdicación. Así que los partidos mayoritarios, PP y PSOE, que con el pretexto de que no toca ahora (nunca, en realidad), se oponen a replantearse lo que es cada vez más un clamor popular, esto es, ejercer el derecho a reformar la Constitución para poder elegir República o monarquía, ya saben lo que tiene que hacer para maquillar su resistencia a responder a ese clamor. Deberían, a mi juicio, tomar la iniciativa que les ofrece el artículo 59.2 de la Constitución y actuar en consecuencia. Una decisión que se justifica por la prioridad del interés general de los ciudadanos, que es el interés de la democracia misma.
Que se ofrezca esta última oportunidad a la monarquía. La inmensa mayoría de los republicanos, que somos gente leal con la legalidad constitucional (por democrática) y queremos cambiarla a través de la ley, aguantaremos esa prórroga. Si no, muy probablemente más pronto que tarde los ciudadanos sabrán exigir responsabilidades por la incapacidad de la monarquía para adoptar decisiones en aras del interés general. Pero también por la nula capacidad de esos partidos mayoritarios para salir del servilismo y actuar en consecuencia con ese interés. No pueden seguir tratando al pueblo como un menor de edad al que no se puede consultar porque que no es capaz de decidir por sí mismo. Precisamente en los momentos difíciles, que sufren en primer lugar los ciudadanos, es cuando éstos deben poder tener el derecho de decir lo que hay que hacer. Eso es lo que llamamos democracia.