Esta semana celebrábamos una decisión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que paralizaba un desalojo colectivo en Salt (Girona). Asimismo, hemos pasado días de expectación ante la Sentencia de la Gran Sala de este mismo Tribunal en el caso del Río Prada que ha decidido sobre la conformidad de la doctrina Parot con legalidad internacional. Y, como estos podrían ponerse, sin duda, muchos otros ejemplos. Pero ¿sabemos qué es el Tribunal Europeo? ¿Sabemos para qué sirve?
Esta jurisdicción con sede en Estrasburgo empezó su andadura en los sesenta y vela por la tutela de los derechos y libertades recogidos en el Convenio Europeo de Derechos Humanos (1950), en su mayoría, derechos individuales y civiles. Este catálogo de derechos y su Tribunal se enmarcan en el conjunto de instrumentos desarrollado en el seno del Consejo de Europa, organización internacional que promociona el desarrollo y consolidación de los estados de derecho democráticos entre sus miembros, que son a día de hoy 47 Estados, desde España, Portugal o Grecia, pasando por Francia, Suecia o Alemania, llegando hasta Turquía, Rusia o Azerbajan.
En este contexto el Tribunal Europeo se erige en garantía última del respeto de los derechos convencionales en estos 47 Estados y, en breve, también en la Unión Europea. Con esta finalidad de tutela, tanto Estados como individuos pueden presentar sus demandas ante Estrasburgo alegando que una determinada actuación estatal ha vulnerado alguno de los derechos del Convenio.
De hecho, el Tribunal es a día de hoy la única jurisdicción internacional a la que los particulares pueden acceder en igualdad de condiciones que los Estados. Así, volviendo a los ejemplos con que se iniciaba este texto, en el asunto de Salt (caso Ceesay Cessay y otros contra España), los demandantes alegaban haber vulnerado, entre otros, su derecho a la intimidad familiar, y en el caso del Río Prada se alegaba la conculcación del derecho a no sufrir pena sin delito (legalidad penal) y el derecho a la libertad.
Este Tribunal está formado por el mismo número de jueces que Estados parte (hoy 47), jueces que son elegidos por la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa. Los jueces poseen un mandato de 9 años y son independientes e imparciales en el ejercicio de su cargo. El Tribunal funciona en formaciones de 1 (juez único), 3 (comité de 3 jueces), 7 (Sala) y, excepcionalmente, de 17 (Gran Sala) jueces. Los casos se estudian a través de un procedimiento regido por los principios de publicidad, igualdad en los medios de defensa y contradicción entre las partes.
Durante el estudio del asunto, las partes pueden solicitar al Tribunal la adopción de medidas cautelares, cosa que el Tribunal sólo acepta en caso excepcionales, como ha resultado ser, por ejemplo, el desalojo del bloque de pisos en Salt. Es curioso que pese a que el Convenio no reconoce la “obligatoriedad” de estas medidas provisionales, el Tribunal les ha dado esta naturaleza a través de su jurisprudencia. Y en la práctica… el desalojo fue paralizado.
El Tribunal dicta sentencias obligatorias para los Estados pero, en cambio, no son directamente ejecutivas; de hecho, el Tribunal, por lo general, se limita a declarar que se ha vulnerado el Convenio pero no dice ni cómo ni quién debe reparar la violación. Pero igual que pasa con las medidas cautelares, el hecho de que el Convenio no prevea la ejecutividad de las decisiones europeas, ¿significa que estas son “papel mojado”?
Ni mucho menos. En primer lugar, la obligación jurídica internacional de cumplir la sentencia existe y, por ello, los Estados deberán, de una forma u otra, dar ejecución a la decisión, lo que en ocasiones pasará por el pago de una indemnización fijada por el propio Tribunal. En otros casos, los Estados habrán previsto en su ordenamiento jurídico un mecanismo específico para dar ejecución a la decisión europea, por ejemplo, determinado que ante una condena de Estrasburgo pueda reabrirse un asunto cerrado mediante sentencia firme (cosa que no pasa en España…).
En otras muchas ocasiones, los Estados dan un cumplimiento directo de las sentencias sin que haya un mecanismo previsto específicamente cuando la vulneración decretada sea una cuestión muy concreta o coyuntural, y más, cuando el Tribunal señale en su fallo qué es lo que el Estado debe hacer para cumplir sus obligaciones. Esto fue lo que ocurrió en la sentencia del Río Prada de 2012: los jueces europeos concluyeron que se habían conculcado una serie de derechos del Convenio y que, por ello, el Estado español debía poner en libertad de forma inmediata a la demandante.
Pese a lo claro, directo e incondicionado del fallo europeo, el Gobierno español mantuvo a la demandante en prisión alegando que se iba a interponer un recurso ante la Gran Sala. Ahora que ya hay sentencia de la Gran Sala –contra la que no cabe recurso alguno– ratificando el pronunciamiento 2012 y la misma exigencia de puesta en libertad inmediata, veremos cómo reaccionan las instituciones. Estas no pueden obviar que pese a lo absolutamente deleznables de los crímenes cometidos por del Río Prada, como pone de manifestó el Tribunal de Estrasburgo, la condena dictada en origen ya había sido cumplida, y aplicar la doctrina Parot en 2008 supuso hacer una lectura retroactiva de la ley penal, actuación que es contraria al Convenio Europeo pero también a nuestra Constitución.
Volviendo a los efectos de las sentencias de Estrasburgo, además de lo que podríamos identificar como consecuencias inmediatas para los demandantes, estas decisiones generan otro tipo de efecto diferido pero igual de poderoso (a veces más), y es que aquellas funcionan como una suerte de precedente para casos similares en el Estado demandado pero también en el resto de Estados parte del Convenio.
Así, la decisión de Salt ha afectado directamente y favorablemente a los habitantes del bloque de pisos que iba a ser desalojado pero, de ahora en adelante, servirá de referente a los jueces españoles en casos similares a este. Lo mismo en el caso del Río Prada: los reclusos a los que se haya aplicado la doctrina Parot podrán acudir a los Tribunales y solicitar que se revise su aplicación a la luz de la jurisprudencia europea. De no hacerlo, las autoridades españolas estarán contraviniendo abiertamente una sentencia del Tribunal que es hoy el garante último de los derechos fundamentales en Europa.