Volem votar, y ¡visca la paradoja de Condorcet!

Un fantasma recorre España: el fantasma de la independencia de Cataluña. Contra este fantasma se han conjurado en una santa jauría todas las fuerzas de la vieja España. Lo que no se acaba de entender en esta alianza es que el fantasma difícilmente se amedrentará con gritos cavernarios. La vieja España ya no asusta, y mucho menos convence. Ella misma, madrastra fea y malvada, se ha convertido en el argumento más poderoso para emanciparse, reclamando el derecho a la autodeterminación. Todo lo que no signifique discutir en términos racionales ese derecho refuerza el apoyo de quienes abanderan la causa independentista.

En la práctica, es imposible negar a Cataluña (o cualquier territorio) el derecho a independizarse si existe una voluntad mayoritaria, inequívoca y persistente a favor. Otra cosa diferente es que debamos asistir impasibles a ejercicios de distorsión de la realidad y manipulación de conceptos de nuevo cuño en pos de reivindicaciones legítimas. A algunos parece haberles entrado prisa, y pretenden acelerar, de manera oportunista, un proceso que exige extremar todas las cautelas. El miedo, expresado abiertamente por muchos intelectuales y políticos independentistas, es que la ventana de oportunidad para culminar el proceso de “liberación nacional”, hoy más grande que nunca, pueda cerrarse si no se adoptan decisiones rápidamente.

Nunca se había dado una conjunción astral tan propicia para el independentismo: una sentencia del Estatut que corregía la voluntad renfrendada en las urnas, una crisis económica de una intensidad sin precedentes, un gobierno español conservador que ha mostrado repetidas veces poca gentileza en el trato a cuestiones sensibles para la mayoría de los catalanes, una oposición desgastada, poco creíble, y que encuentra muchas dificultades para perfilar su postura sobre la organización territorial del Estado. A todo ello hay que añadir el referéndum convocado en Escocia el año que viene, que si se resuelve en contra de los intereses secesionistas (como sugieren las encuestas), podría enfriar las expectativas soberanistas en Cataluña. La conjunción de elementos es, por tanto, coyuntural, por lo que también es plausible que el fervor pro-independentista abrigue, al menos en parte, un componente pasajero. De ahí las prisas por votar en 2014, año simbólico que, si se mantiene las condiciones propicias, puede terminar de enervar las pulsiones soberanistas.

Las prisas empujan a muchos a exigir ejercer el “dret a decidir” en un referéndum: #volemvotar (queremos votar) es el hashtag del momento en Twitter. El Consell Assesor per la Transició Nacional, órgano consultivo creado por la Generalitat para orientar sus acciones, avala este procedimiento para hacer emerger, mediante una “pregunta clara”, la voluntad colectiva de los catalanes. Mediante esta estrategia, los impulsores de la aceleración del proceso independentista manifiestan que se proponen resolver la cuestión de manera razonable y moderna, recurriendo al instrumento democrático por excelencia: el voto. La narrativa es poderosa. Frente a la cerrazón de la vieja España, la vanguardia intelectual del independentismo se abona a nuevos procedimientos participativos que en los últimos años han ganado mucho apoyo social. Se propone dar voz y capacidad de decidir a todo el mundo sobre cuestiones que tradicionalmente no habían estado en la agenda, superando los corsés que imponen los mecanismos de representación democrática convencionales.

La consulta propuesta, que tiene su precedente en consultas convocadas en distintos municipios catalanes por asambleas y movimientos sociales de base, bebe originariamente del “espíritu” del 15-M, la plaza Tahir, y las movilizaciones que recorren distintas zonas del planeta. Conecta con poderosas corrientes sociales de fondo, que aúnan inquietudes de corte materialista (la amenaza de pérdida de estatus socio-económico provocada por la crisis) y orientaciones postmaterialistas (la voluntad de de expresar el descontento, de participar, y de decidir sobre todo lo que a uno le concierne). Estas corrientes no han pasado desapercibidas al marketing comercial (¿recuerdan el famoso spot de una compañía telefónica donde los consumidores querían decidir?), ni siquiera a la clase política catalana (¿recuerdan el referéndum sobre la reforma de la Diagonal?).

La cuestión que debemos plantearnos es en qué medida esos procedimientos de consulta permiten identificar y ofrecer un cauce de expresión a preferencias mayoritarias sólidas. En mi opinión, esto no está garantizado, y mucho menos por un referéndum donde se simplifiquen las opciones en aras a perseguir la claridad, y se exija ganar por mayoría simple, con independencia de la participación (como sugieren, sin demasiadas contemplaciones, los expertos del Consell Assessor de la Transició Nacional). Contrariamente a lo que pregonan los eslóganes nacionalistas, convocar un referéndum no es la forma más democrática de tomar decisiones de este calibre. Desde el punto de vista de la teoría de la democracia pueden presentarse bastantes objeciones a la toma de decisiones mediante consultas referendatarias. En este sentido, no debe sorprendernos que este tipo de consultas sean uno de los pocos instrumentos “democráticos” al que no renuncian la mayoría de regímenes autoritarios (Franco convocó dos, en 1947 y 1966). Me limitaré aquí a examinar una objeción para su uso en las circunstancias actuales que vive Cataluña.

El ejercicio del “derecho a decidir” puede tergiversar preferencias colectivas mayoritarias, algo que, por paradójico que pueda sonar es de sobra conocido en la literatura académica. La agregación de decisiones individuales que se realiza en un referéndum no garantiza necesariamente la adopción de una decisión colectiva que, enfrentada a otras opciones posibles, consiguiera derrotarlas. Es lo que se conoce como la paradoja de Condorcet. Permítase presentar un ejemplo a modo de preámbulo (cualquier coincidencia con la realidad es pura coincidencia, o no).

Supóngase que la ciudadanía de un país se dispone a tomar una decisión colectiva en referéndum (sobre la adhesión de su país a la OTAN, por ejemplo) y existen tres opciones posibles: integración plena (X), integración en la estructura política pero no en la estructura militar (Y), y no integración (Z). La ciudadanía se divide en seis grupos, cada uno de los cuales posee una ordenación de preferencias sobre las tres opciones (los grupos y la proporción de personas que componen cada grupo vienen indicadas en la Tabla 1). Si los ciudadanos son llamados a escoger entre las tres opciones, y los votantes son sinceros, prevalecerá Z. Sin han de elegir por pares, ninguna propuesta resulta vencedora en todos los casos. Si tienen que escoger entre X e Y, X derrota a Y (los votantes del primer, segundo y quinto grupo prefieren X). En el caso de que les propongan elegir entre Y y Z, vence Y. Eso podría parecer que indica que X debería ser la decisión finalmente adoptada. Pero si enfrentamos Z a X, los votantes preferirán Z.

Es decir, ninguna opción derrota a todas las posibles alternativas, sumergiéndonos así en un ciclo sin aparente salida. A efectos prácticos esta anomalía de la agregación de preferencias tiene consecuencias serias, ya que supedita la decisión colectiva a las maniobras del líder político que controla la agenda (estipula qué propuestas van a ser sometidas a votación y en qué orden). Imaginémonos que un gobierno sensible al “derecho a decidir” convoca un referéndum donde somete a votación las propuesta Y y Z. La propuesta Y recaba el 54% de los sufragios y el país se integra en la estructura política de la OTAN. Años después decide someter a votación en la cámara parlamentaria las propuestas X e Y.

Supongamos que la cámara parlamentaria representa proporcionalmente a los seis grupos presentes en la ciudadanía. La propuesta X obtiene el 51% de los votos de los parlamentarios y el partido termina ingresando en la estructura militar de la OTAN. Si en lugar de optar por esta secuencia, el gobierno se hubiera limitado a celebrar una consulta popular, invitando a la ciudadanía a pronunciarse entre X y Z, nunca se habría producido la integración (Z hubiera derrotado a X, recabando el 56% de los sufragios). El maestro de ceremonias es determinante en este proceso, por otra parte, sin duda, radicalmente democrático.

TABLA 1

Es bastante probable que, dada la distribución de preferencias de los catalanes sobre el modelo de relación con España, podamos enfrentarnos a una situación de preferencias colectivas cíclicas. Si atendemos a las últimas encuestas del CIS, aproximadamente el 40% de la población catalana indica que su opción predilecta es la independencia (I), un 20% se decanta por un modelo federal (MF) y un 40% por un modelo autonómico/regional (llamémosle statu quo). Distintas encuestas nos indican que puestos a elegir entre I y SQ, una exigua mayoría (entre el 52 y 56%) optaría por la independencia. Con estos datos, podemos imaginar (es un escenario hipotético, pero verosímil con los datos demoscópicos conocidos) la siguiente ordenación de preferencias (Tabla 2). En ella MF es la opción con menor respaldo, pero ganaría a I si se le concediera la oportunidad de “batirse en duelo” con ella, al aunar votantes del tercer, cuarto y quinto grupo.

TABLA 2

Los expertos del Consell Assessor per a la Transició Nacional y otros especialistas en sociología política conocen esta paradoja y se han aprestado a proponer fórmulas que eviten una revelación de preferencias que pueda trastocar las ambiciones soberanistas. El sesgo de sus propuestas lo enmascaran bajo el pretexto de apostar por la claridad de la pregunta y facilitar la gestión política de los resultados del referéndum. El derecho a decidir es para ellos, ante todo, decidir en condiciones que puedan propiciar la victoria de Ia opción independentista a través de la confrontación de pares de opciones (independencia y statu quo) que produzca la agregación de preferencias individuales más propicia a los intereses soberanistas.

Alertar sobre estas oportunidades de manipulación de preferencias en un referéndum no significa que se sostenga que este instrumento no pueda utilizarse en ningún caso. Pero es necesario hacerlo con mucha cautela, y posiblemente en última instancia, cuando se pueda haber desplegado todo el abanico de procedimientos democráticos para resolver la cuestión, o bien las preferencias se hayan decantado claramente hacia una opción inequívocamente mayoritaria (un ganador de Condorcet, que en cualquier enfrentamiento por pares saliera victorioso).

En un proceso de recomposición territorial de un Estado hay demasiado en juego como para que, de buenas a primeras, se otorgue un protagonismo precipitado a un referéndum. Los sistemas democráticos ofrecen muchas oportunidades de diálogo y negociación para llevar a mejor término un proceso de estas características. Y además no cierran puertas. Permiten que los partidos nacionalistas se presenten a las elecciones con un programa inequívoco donde la independencia figure como su principal objetivo (sin parapetarse detrás de etiquetas ambiguas, como la de “estructuras de Estado”), y si consiguen un respaldo electoral mayoritario, impulsarla frente al ordenamiento jurídico existente en todos los frentes (interiores y exteriores). Así lo pueden hacer ERC y CIU en las próximas elecciones, concurriendo en coalición y exponiendo claramente sus ambiciones y los costes que están dispuestos a asumir para conseguirlas (por ejemplo, con respecto a su estatus en la Unión Europea). Si así lo hacen y ganan por mayoría absoluta, podrían exhibir con pleno derecho los galones democráticos frente a quienes se oponen a la independencia. Entonces sí, el apoyo ciudadano al proyecto independentista quedaría meridianamente claro y, en un marco democrático, el proceso debería encaminarse hacia la autodeterminación.