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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

Por un cambio de rumbo en la regulación laboral

Desde la aprobación en 1980 del Estatuto de los Trabajadores se ha reformado la legislación laboral en más de 50 ocasiones. Es probablemente el capítulo del ordenamiento jurídico español que más veces se ha modificado, y España es, con gran diferencia, el país europeo en el que más reformas laborales se han realizado. Porque las reformas en el mercado de trabajo son raras en los demás países de nuestro entorno, incluso cuando se produce un aumento del paro. En España sucede lo contrario. Tanto si la economía y el empleo crecen como, especialmente, si llega la recesión y aumenta el desempleo, siempre hay que hacer una reforma laboral.

Pese a la reiteración casi compulsiva de reformas, los problemas del empleo no terminan, sino más bien al contrario. Durante los períodos expansivos, el mercado de trabajo español crea mucho más empleo, aunque de mucha peor calidad, que cualquiera de las economías de los países desarrollados, lo que reduce el crecimiento de la productividad hasta prácticamente cero. Al llegar la recesión y la crisis es, asimismo, el que destruye más empleo. Como consecuencia, la tasa de paro en España alcanza en esos momentos niveles tan altos que multiplica a los demás países. Dado que prácticamente sólo aquí cae más el empleo que el PIB, la productividad se dispara en las recesiones, mientras que en el resto de las economías desarrolladas se reduce para impedir el aumento del paro.

En todo, pues, somos diferentes porque tenemos un mercado laboral con reglas distintas y un comportamiento contrario al de los demás países. La elasticidad del empleo respecto al PIB es desde comienzos de los años noventa la más elevada (la ha vuelto a medir hace muy poco la Organización Internacional del Trabajo [OIT] con datos del FMI), lo que significa que por cada unidad de crecimiento o de caída de la economía, el empleo crece o se destruye más que en cualquier otro lado. Nuestro mercado laboral es más elástico, es decir, menos rígido, más flexible: es el que crea más empleo, de peor calidad y el que más rápido lo destruye.

Pero esto indudablemente tiene que ver con la orientación de las reformas laborales, que es, por otra parte, siempre la misma. La práctica totalidad se han dirigido a flexibilizar la regulación laboral. Un término que ya resulta muy conocido, y que en esencia significa que se aumenta la capacidad o el poder unilateral de los empresarios para adoptar decisiones sobre contratación, despido y cambios en las condiciones de trabajo. Como consecuencia de ello, el empleo en España ha ido adquiriendo unas características cada vez más inestables y precarias.

Durante la pasada legislatura se han aprobado, según recuerdan los juristas, en torno a 18 leyes (o reales decretos leyes) que modifican el ordenamiento laboral. Todo un récord. Aunque la más profunda y conocida es la reforma laboral de 2012.

Esta reforma modificó —de nuevo en sentido flexibilizador— prácticamente todos los grandes aspectos de la regulación legal de las relaciones de trabajo: los contratos de trabajo, los despidos, las posibilidades de cambiar (empeorar) las condiciones de trabajo, incluidos los salarios, y los convenios colectivos. Comentamos a continuación, para simplificar, las cuestiones más importantes, y los resultados obtenidos.

En los contratos, la novedad mayor fue la creación de un nuevo contrato indefinido con un período de prueba de un año (contrato “de apoyo a los emprendedores”), durante el cual el empresario puede decidir la rescisión ese contrato sin que se considere despido y sin necesidad de pagar indemnización alguna. Es decir, en el primer año, resulta más factible y más barato el despido que incluso con un contrato temporal. Además, el contrato entraña importantes ayudas públicas, fiscales y/o en las cotizaciones sociales.

Las ventajas para los empresarios son tantas que sus promotores suponían que el contrato sería un auténtico éxito, pero no ha sido así. El flujo de los realizados ha oscilado entre 80.000 y 100.000 por año, y se desconoce cuántos de ellos han terminado su vida antes de doce meses. Pero a juzgar por lo que sucede con los contratos temporales y por la inestabilidad y corta vida de los propios contratos indefinidos, en especial los subvencionados, puesta de manifiesto en sucesivas investigaciones, cabe pensar que una gran mayoría no se han debido consolidar. Y las resistencias de la Administración a realizar estudios y evaluaciones serios no ayudan a despejar estas dudas. Por supuesto, el contrato (aunque se contabilice como indefinido no siéndolo en la práctica) no ha servido para reducir la tasa de temporalidad del empleo, que continúa siendo la segunda mayor de la UE debido a la utilización generalizadamente fuera de norma (fraudulenta) de los contratos temporales.

MENOS INDEMNIZACIÓN

En cuanto al despido, los cambios han sido más drásticos. Se han reducido hasta un 40% las indemnizaciones en los despidos improcedentes (sin causa justificada), que ya antes de ello eran los más frecuentes. Se ha cambiado la definición de las causas empresariales en los despidos objetivos y colectivos, hasta hacerlas irrelevantes, y se ha suprimido la autorización administrativa en los despidos colectivos. Con todo esto, si la protección frente al despido era, según los datos de la OCDE, de las más bajas de la UE, ahora los despidos son aún más fáciles, baratos y frecuentes. Si la estabilidad de los contratos indefinidos era —de acuerdo con los estudios más fiables— ya muy baja debido a su elevada mortalidad temprana, tras estas reformas se ha reducido todavía más. Y si en esta crisis y antes de estos cambios se produjeron más de cinco millones de despidos de trabajadores con contrato indefinido (lo que explica una parte elevada del ascenso, diferencialmente más intenso que en otros países, de nuestra tasa de paro), en la siguiente recesión los despidos alcanzarán cotas inimaginables. Nos estamos alejando, es evidente, mucho más de los demás países europeos.

La suma de medidas en contratación y despido aumentará obviamente la elasticidad del empleo, por lo que los empleos serán (lo están siendo) de peor calidad, y sus movimientos de respuesta ante las expansiones y las recesiones de la economía producirán aumentos y caídas aún más intensos. A la elevada inestabilidad del empleo, y sobre todo a su mala calidad, se le añaden las reformas añadidas en la regulación del trabajo a tiempo parcial, cuya flexibilización y desreglamentación están ocasionando una expansión del mismo que está provocando el ascenso a los primeros lugares de Europa de las tasas de pobreza de las personas con empleo, y que da lugar a que seis de cada diez de estos trabajadores (otra vez el mayor porcentaje de la UE) rechacen, según la EPA, el trabajo a tiempo parcial.

Además de las medidas en materia de contratación y despido, la reforma de 2012 ha realizado otras importantes modificaciones. Por un lado, ha otorgado la capacidad unilateral a los empresarios para rebajar las condiciones de trabajo, incluidas las retributivas, cuando no están establecidas en un convenio colectivo. Incluso si lo están, el empresario tiene la potestad de promoverlo y, si en la negociación correspondiente no se produce un acuerdo, el empresario puede forzar la reducción de las condiciones establecidas en el convenio (inaplicación) a través de una decisión arbitral de la Comisión Consultiva de Convenios Colectivos (órgano en el que dos tercios son representantes de los empresarios y del Gobierno).

Aparte de la unilateralidad otorgada a los empresarios y de la inexistencia de límites en la rebaja de las condiciones laborales y salariales (o de proporción respecto a las razones, totalmente livianas en la definición legal, que dan lugar a los recortes), llama la atención que tales medidas sean permanentes, aunque no lo sean las causas que les sirven de justificación. La utilización de todos estos mecanismos constituye una de las vías principales de la devaluación de los salarios.

Finalmente, la Reforma Laboral de 2012 limita la capacidad de los convenios colectivos. Entendida por los autores de la reforma como un instrumento antagónico con las necesidades de las empresas, la negociación colectiva, que ha representado durante más de medio siglo en Europa la piedra angular de unas relaciones laborales democráticas y la vía para evitar el conflicto social y alcanzar el equilibrio entre salarios y beneficios en la distribución primaria de la renta, ha sido drásticamente obstaculizada y coartada para favorecer a los empresarios.

La reforma hace prevalecer el convenio de empresa sobre el convenio del sector, invirtiendo la regla precedente, con la intención de que en las empresas individuales (mayoritariamente de reducido tamaño) resulte más fácil a los empresarios imponer sus condiciones. Asimismo, se limita el período de validez y aplicación de los convenios colectivos una vez que vence el plazo de duración de los mismos (la denominada ultraactividad). Desde el inicio de las relaciones laborales democráticas se aceptaba que un convenio sólo podía ser sustituido por la firma de otro convenio, y que entre tanto se mantendría su vigencia. La nueva norma establece que eso sólo durará un año, finalizado el cual todo el convenio pierde su validez y las reglas laborales y salariales a aplicar (obviamente rebajadas) serían fijadas por el empresario.

Aunque una sentencia del Tribunal Supremo estableció limitaciones a esa pretensión de la nueva ley, la supresión de la ultraactividad entraña para los sindicatos la necesidad de ceder en la negociación de un nuevo convenio hasta el punto que los empresarios consideren suficiente. En suma, unas medidas que han intensificado el proceso de devaluación salarial, amén de generar un nuevo marco de relaciones laborales desequilibrado, a partir del cual el poder empresarial se convierte en hegemónico.

DUALIDAD Y PRECARIEDAD

Las medidas contenidas en la Reforma Laboral de 2012 no se han dirigido en la dirección adecuada. Son contrarias a los problemas reales que aquejan al mercado laboral español: la dualidad y precariedad, derivadas del fraude general en los contratos temporales y de los excesos en los contratos a tiempo parcial; el evidente abuso de los despidos, los injustificados y aquellos otros con causa débil y discutible, contrarios a los sistemas de respuesta a la crisis en otros países y que han elevado la tasa de paro a niveles desorbitados; las medidas que promueven una devaluación de los salarios, y las que han desintegrado un sistema de negociación colectiva que cumple unas funciones económicas y sociales fundamentales.

La corrección de este funcionamiento negativo del mercado laboral requiere invertir la forma en la que operan las instituciones del mismo y parecernos a los países más estables de la Unión Europea: sustituir el exceso de flexibilidad externa por los apropiados mecanismos temporales de adaptación. La volatilidad del empleo, basada en una temporalidad injustificada y en un despido sin causas reales y utilizado como primera opción de ajuste, debe ser corregida estableciendo, primero, enérgicos desincentivos económicos al fraude en los contratos temporales (lo contrario de lo que hoy sucede porque este fraude casi carece de consecuencias) y, segundo, restringiendo el despido sin causa (improcedente) y estableciendo en los demás despidos causas reales vinculadas a la inevitabilidad de los mismos, al tiempo que se articula un mecanismo institucional obligatorio similar al alemán, que permita que las adaptaciones coyunturales y cíclicas de las empresas no se realicen sobre el empleo, sino sobre la reducción temporal de las horas de trabajo. La legislación debe diferenciar así entre las causas coyunturales y estructurales de los ajustes y regular la utilización necesaria de unos u otros mecanismos y procedimientos.

Por otra parte, la adaptación de las condiciones de trabajo (flexibilidad interna) para ser obligatoria debe vincularse con causas y necesidades estructurales y probadas de las empresas, sustituyendo la actual arbitrariedad empresarial por esa justificación y por la negociación con los trabajadores de la que, no nos engañemos, depende el éxito de las reestructuraciones y los cambios en la organización del trabajo en las empresas.

Finalmente, la negociación colectiva debe devolverse a su cauce original mediante el equilibrio entre los intereses enfrentados de las dos partes presentes en las empresas. Para que éstas, al igual que en los demás países del entorno, mediante los convenios colectivos se adapten progresivamente —como lo han hecho en los últimos treinta años— a los profundos cambios que ha sufrido la economía española. Esta función no se podrá cumplir y quedará abocada al fracaso si no hay equilibrio de fuerzas y autonomía de la negociación colectiva.

En fin, el mercado de trabajo español tiene arreglo, pero no si se mantiene el actual funcionamiento distorsionado y anómalo del mismo. Sí, si se da el golpe de timón que haga que sus instituciones y características se parezcan a las de los demás países europeos.

Antonio González, miembro de Economistas frente a la Crisis, fue secretario general de Empleo entre 2006 y 2008.

[Este artículo ha sido publicado en el número de junio de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]

Desde la aprobación en 1980 del Estatuto de los Trabajadores se ha reformado la legislación laboral en más de 50 ocasiones. Es probablemente el capítulo del ordenamiento jurídico español que más veces se ha modificado, y España es, con gran diferencia, el país europeo en el que más reformas laborales se han realizado. Porque las reformas en el mercado de trabajo son raras en los demás países de nuestro entorno, incluso cuando se produce un aumento del paro. En España sucede lo contrario. Tanto si la economía y el empleo crecen como, especialmente, si llega la recesión y aumenta el desempleo, siempre hay que hacer una reforma laboral.

Pese a la reiteración casi compulsiva de reformas, los problemas del empleo no terminan, sino más bien al contrario. Durante los períodos expansivos, el mercado de trabajo español crea mucho más empleo, aunque de mucha peor calidad, que cualquiera de las economías de los países desarrollados, lo que reduce el crecimiento de la productividad hasta prácticamente cero. Al llegar la recesión y la crisis es, asimismo, el que destruye más empleo. Como consecuencia, la tasa de paro en España alcanza en esos momentos niveles tan altos que multiplica a los demás países. Dado que prácticamente sólo aquí cae más el empleo que el PIB, la productividad se dispara en las recesiones, mientras que en el resto de las economías desarrolladas se reduce para impedir el aumento del paro.