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La lección de la tragedia del Rana Plaza

El derrumbe del edificio Rana Plaza en Dhaka, capital de Bangladesh, es la peor tragedia textil conocida hasta el momento y, sin lugar a dudas, la más mediática. El 24 de abril de 2013, 1.134 personas murieron y más de 2.000 resultaron heridas, en su mayoría mujeres, al desplomarse este edificio que albergaba cinco talleres de ropa que producían para marcas europeas y norteamericanas.

Ya han pasado cinco años del derrumbe del Rana Plaza, que puso en el punto de mira una industria caracterizada por la explotación laboral, la falta de seguridad y la opacidad. Gracias a la atención de los medios de comunicación al desastre, salió a la luz que el edificio no había sido inspeccionado adecuadamente y que, como las trabajadoras no estaban sindicalizadas, les fue muy complicado autoorganizarse cuando algunas detectaron que la fábrica tenía grietas y avisaron a sus superiores (quienes les obligaron a golpes a continuar trabajando). Además, no había ningún registro público de las marcas que producían allí, hecho que fue un gran obstáculo a la hora de exigir responsabilidades.

Ante la poca transparencia de la industria de la confección, activistas y periodistas tuvieron que arriesgar sus vidas buscando entre los escombros etiquetas y otros documentos que verificaran la relación comercial entre las marcas internacionales y las fábricas. Benetton, Walmart, El Corte Inglés y Mango son algunas de las casi dos docenas de marcas que finalmente reconocieron tener encargos en el Rana Plaza, aunque hicieron falta más de dos años de presiones por parte de sindicatos y de la Campaña Ropa Limpia para que indemnizaran a las víctimas y familiares de la tragedia.

Desde entonces, ha habido algunos cambios importantes en el sector; sin embargo, todavía hay muchas cuestiones sobre las que seguir trabajando hasta conseguir una industria justa y transparente.

A raíz de la tragedia, se impulsó por parte de sindicatos internacionales, sindicatos locales y redes como la Campaña Ropa Limpia, el acuerdo para la seguridad en edificios y contra incendios en Bangladesh, vigente durante cinco años y legalmente vinculante. Después de meses de presión, más de 200 empresas se decidieron a firmarlo y con él se consiguió mejorar sustancialmente la seguridad en las fábricas de este país.

En estos años se han inspeccionado y reclamado mejoras en más de 1.600 fábricas en las que se han encontrado riesgos graves, anteriormente desconocidos por sus compradores y por las trabajadoras. A 1 de marzo de 2018, el avance global de las tareas de subsanación de riesgos era del 83%, un total de 138 fábricas habían completado la fase inicial de subsanación y 749 se encontraban en una tasa de subsanación superior al 90%. Además, el acuerdo se complementaba con formación y apoyo a comités de seguridad formados por personas trabajadoras y miembros de la dirección de las fábricas, una estrategia para asegurar una seguridad sostenible a largo plazo no sujeta únicamente a las inspecciones. Hasta la fecha, se contabiliza que 846 comités de seguridad han recibido formación y que se han celebrado 1.036 reuniones de trabajadoras de las fábricas adheridas al acuerdo (en el que han participado un total de 1,4 millones de trabajadoras).

El acuerdo supuso un avance revolucionario centrado en resolver los problemas identificados en lugar de únicamente registrarlos o analizarlos y establecía nuevos canales de comunicación con el personal empleado. Con él, las personas trabajadoras han podido comprobar que este mecanismo no solo les permitía expresar sus inquietudes, sino también que fueran tomadas en serio y que se actuara en consecuencia.

Este 2018 finalizaba el plazo pactado en el acuerdo para aplicar medidas de seguridad en las fábricas. Por este motivo, y porque aún hay mucho trabajo por hacer, se ha impulsado una fuerte campaña para que sea renovado bajo la denominación de Acuerdo de Transición de 2018. El nuevo acuerdo, también independiente y vinculante entre las marcas globales y los sindicatos IndustriALL Global Union y UNI Global Union, tiene como objetivo trabajar para conseguir una industria textil segura y salubre en Bangladesh hasta que exista un organismo nacional que vele por ello. A día de hoy, 180 marcas han firmado esta extensión del acuerdo inicial, pero todavía hay muchas que no han querido comprometerse.

Una de las novedades del Acuerdo 2018 es que incluye fábricas que producen textil para el hogar y accesorios de tejidos y telas. Sábanas, cojines, sofás, manteles… Estos productos amplían el listado de fábricas a revisar y, por lo tanto, se beneficiará a muchas más trabajadoras. Entre las empresas afectadas por esta ampliación en la dimensión del acuerdo, encontramos a la conocida marca sueca Ikea, que todavía no se ha decidido a firmar.

Sin embargo, a pesar de los avances en seguridad, imprescindibles para que las personas que cosen nuestra ropa no pongan en riesgo sus vidas cuando van a trabajar, hay otras cuestiones fundamentales que deberían abordarse y que Gobiernos y marcas están evitando.

En primer lugar, la poca organización entre las trabajadoras ante la catástrofe del Rana Plaza puso de manifiesto la necesidad de crear sindicatos en la industria y durante los meses posteriores muchas trabajadoras se movilizaron para reclamar sus derechos. Aun así, la libertad sindical es una falacia en Bangladesh y la continua represión de las personas que intentan organizarse hace muy difícil que consigan sus objetivos. No hay ninguna ley o régimen de aplicación vigente en cuyo marco las trabajadoras puedan denunciar prácticas laborales injustas y no hay un proceso claro para registrar un sindicato, ya que los rechazos de las solicitudes suelen aducir razones inconsistentes o arbitrarias. Esto ha implicado el hecho de que en 2017 solo se hayan registrado 53 solicitudes frente a las 392 del 2014: una disminución que se puede relacionar fácilmente con esta burocracia arbitraria y con la represión antisindical.

Encarceladas por protestar

En diciembre de 2016, más de 35 sindicalistas y trabajadoras fueron encarceladas por participar en las protestas para reivindicar un aumento del salario mínimo en Ashulia, una zona industrial cercana a la capital, Dhaka. Después de este suceso, la represión antisindical aumentó drásticamente en todo el país y se presentaron cargos criminales, se realizaron detenciones y hubo despidos masivos que afectaron a más de 1.500 personas. El miedo a sufrir alguna de estas consecuencias conlleva que muchas trabajadoras no se atrevan a sindicarse, ya que los riesgos que se corren para que sus voces sean escuchadas son muy altos y pueden tener graves consecuencias tanto para ellas como para sus familias.

Y por si lo expuesto ahora fuera poco, hay que subrayar que las trabajadoras de la confección de Bangladesh son las peor pagadas del mundo. En 2013, a raíz del desastre y las presiones internacionales, se revisó la Ley Laboral de Bangladesh que marcó el salario mínimo en 5.300 BDT (53 euros) discutible cada cinco años, cifra que la Campaña Ropa Limpia alertó en ese momento que estaba lejos de ser suficiente para proporcionar una vida decente a las trabajadoras. Actualmente, las trabajadoras piden que el salario es establezca en 16.000 BDT, cifra que sigue aún por debajo de varias estimaciones del coste de vida, por ejemplo, según la Alianza por un Salario Digno en Asia el coste de vida en Bangladesh se estima en 37.661 BDT, que es siete veces el salario mínimo actual. Mientras que el coste de las necesidades básicas como la alimentación y la vivienda sube de forma constante y la tasa da de inflación del país es elevada, la necesidad de un salario mínimo justo se convierte en algo imprescindible para garantizar la dignidad de la vida de millones de personas.

Aunque la situación en Bangladesh es especialmente complicada, no es el único país en el que se producen incidentes recurrentes y donde los salarios de miseria, las jornadas laborales excesivas, los entornos laborales peligrosos, la explotación infantil y la ausencia de sindicatos legalmente constituidos caracterizan las condiciones laborales de las personas trabajadoras en el sector textil. Para denunciar todo esto y luchar para combatirlo, iniciativas como la Campaña Ropa Limpia publican informes constantes que proponen acciones concretas y realizables que, de ser adoptadas por empresas y Gobiernos, nos acercarían a la industria de ropa sostenible prometida tras el colapso de Rana Plaza.

Entre las medidas que se proponen, se pide a las marcas y minoristas que mejoren la transparencia de sus cadenas de suministro, permitiendo tanto a trabajadoras como a las personas consumidoras conocer y monitorizar las condiciones de trabajo. Además, se reclama a la Unión Europea que legisle para asegurar el derecho sindical y que apruebe una regulación que obligue a las empresas al ejercicio de debida diligencia en sus cadenas de suministro, es decir, que se responsabilice de los impactos negativos de su actividad y trabaje para mitigarlos.

Solo con el compromiso de los Gobiernos y las instituciones supranacionales podremos incidir en las prácticas habituales de las grandes empresas textiles, que se benefician de la explotación de millones de personas con total impunidad. Como consumidores, podemos ejercer un consumo responsable, pero, sobre todo, debemos exigir a nuestros gobernantes que tomen partido.

Xènia Domínguez y Carla Liébana son responsables, respectivamente, de la Campaña Ropa Limpia y de Comunicación de SETEM Catalunya.

[Este artículo ha sido publicado en el número de verano de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]

El derrumbe del edificio Rana Plaza en Dhaka, capital de Bangladesh, es la peor tragedia textil conocida hasta el momento y, sin lugar a dudas, la más mediática. El 24 de abril de 2013, 1.134 personas murieron y más de 2.000 resultaron heridas, en su mayoría mujeres, al desplomarse este edificio que albergaba cinco talleres de ropa que producían para marcas europeas y norteamericanas.

Ya han pasado cinco años del derrumbe del Rana Plaza, que puso en el punto de mira una industria caracterizada por la explotación laboral, la falta de seguridad y la opacidad. Gracias a la atención de los medios de comunicación al desastre, salió a la luz que el edificio no había sido inspeccionado adecuadamente y que, como las trabajadoras no estaban sindicalizadas, les fue muy complicado autoorganizarse cuando algunas detectaron que la fábrica tenía grietas y avisaron a sus superiores (quienes les obligaron a golpes a continuar trabajando). Además, no había ningún registro público de las marcas que producían allí, hecho que fue un gran obstáculo a la hora de exigir responsabilidades.