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Refundar el espíritu europeo
La historia oficial del proyecto europeo empezó en marzo de 1957 con el Tratado de Roma firmado por seis países: Alemania, Bélgica, Francia, Holanda, Italia y Luxemburgo. Sus principales promotores, Jean Monnet, Konrad Adenauer, Robert Schuman, Alcide de Gasperi, Altiero Spinelli y Paul-Henri Spaak forjaron en este primer tratado un compromiso para asegurar la paz, pero también para hacer frente al poder de la Unión Soviética.
Acabar con la historia de guerras que habían ensangrentado periódicamente el suelo europeo durante siglos ha sido sin duda el mayor éxito del proyecto. Todas las críticas que se puedan hacer a las graves ineficiencias que padece hoy la Unión Europea, por muy fundamentadas que sean, palidecen si se tiene en cuenta lo que han supuesto sesenta años de convivencia pacífica. Esta evaluación positiva, sin duda, es más difícil de apreciar para las dos últimas generaciones de europeos que no han sufrido los efectos de los enfrentamientos armados.
Pero había una historia previa: diversos movimientos europeístas de inspiración humanista y social que se habían generado ante los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Uno de los grupos más comprometidos fue el desarrollado por los antifascistas italianos Altiero Spinelli y Ernesto Rossi, confinados en la isla de Ventotene por el Gobierno de Benito Mussolini. El Manifiesto de Ventotene, escrito en el destierro en papel de fumar para evitar ser descubierto, en 1941, pedía “la abolición definitiva de la división de Europa en Estados nacionales soberanos”. Y añadía que “una Europa libre y unida es la premisa necesaria para el fortalecimiento de la civilización moderna”. Spinelli y Rossi escribieron que “la revolución europea, para poder responder a nuestras necesidades, deberá ser socialista, es decir, deberá proponerse la emancipación de la clase obrera y la obtención de condiciones de vida más humana para ésta”. Se desconoce u olvida que las ideas primigenias sobre Europa tenían mucha más carga social y humanitaria que lo que vendría después.
Pero los nacionalismos fueron mucho más resistentes de lo que habían previsto Spinelli y Rossi. En 1954, por ejemplo, Francia impidió la puesta en práctica de la Comunidad Europea de Defensa.
Resultaba muy difícil avanzar directamente. Había que dar algún rodeo. El modelo de construcción europea que inspiró Monnet permitió poner en marcha un proyecto con un gran sentido práctico. Europa, decía Monnet, “se forjará en las crisis y será la suma de las soluciones adoptadas en estas crisis”. Este pragmatismo explica el fuerte contenido económico del primer tratado de 1957, que estuvo dominado por acuerdos sobre aduanas, garantías para impedir el falseamiento de la competencia, procedimientos para coordinar las políticas económicas y la instauración de una política agrícola común.
Esta vía del desarrollo europeo caracterizada por los objetivos económicos culminó en el Acta Única en 1986, que transformó el mercado común en un mercado único que aprobó la liberalización del movimiento de capitales. Este nuevo marco jurídico dio alas al capital financiero, pero desestabilizó los servicios públicos y puso fin a los progresos sociales y fiscales. Poco a poco, Europa fue perdiendo el alma, el espíritu humanista y la preocupación por los derechos sociales que buscaba la emancipación social.
El desarrollo del proyecto europeo culminó con la creación de la unión monetaria con la introducción del euro en 1999, una construcción notablemente defectuosa al no ir acompañada de una unión fiscal y económica. Como reconoció el expresidente de la Comisión Europea Jacques Delors, Europa no podía funcionar con una sola pata.
Europa había apostado por la globalización, pero sin adoptar medidas protectoras para sus ciudadanos. Los bancos han crecido en influencia ejerciendo un poder cada vez más despótico que subyuga a gobiernos, empresas y la vida entera de los ciudadanos. El paro y la pobreza se han instalado en proporciones muy elevadas en varios países europeos.
Frente a este panorama de confusión abundan y aburren los análisis sobre los fallos de construcción europea ya sea en su origen o en cualquiera de sus sucesivas fases. En esta actitud inconsecuente y oportunista coinciden políticos nacionales, intelectuales y medios de comunicación. Las deficiencias del funcionamiento de la Unión no se pueden achacar exclusivamente a las autoridades de Bruselas, Fráncfort Luxemburgo.
En la crisis de los refugiados, por ejemplo, vemos claramente como el fallo ha correspondido más a los Estados que a las instituciones comunitarias. Ha habido políticos, como la canciller Angela Merkel, que han mantenido los principios en la defensa del derecho al asilo acogiendo a un millón de ciudadanos perseguidos a pesar de las presiones de partido y el fuerte desgaste electoral que suponía.
Lo que Europa precisa es recuperar el espíritu humanístico y social inicial del proyecto que comparten muchos ciudadanos. Necesita políticos, intelectuales, periodistas y juristas que cumplan con sus obligaciones. El debate más importante no puede ser si tenemos que seguir a una, dos o cinco velocidades diferentes. Si el empleo y la pobreza son los problemas principales, éstos deben ser los principales asuntos a los que hay que buscar soluciones.
Los europeos están en una encrucijada. Pero no parten de cero. Europa, a pesar de todo, es la región del mundo con más protección social efectiva y donde las desigualdades son menores. En un mundo en el que las interconexiones de todo tipo son cada vez más intensas, la vuelta al Estado nación ha dejado de ser una opción. No deberían olvidarse además las palabras del presidente francés François Mitterrand: “El nacionalismo es la guerra”.
[Este artículo es el editorial del número de abril de la revista Alternativas Económicas, a la venta en quioscos, librerías y app. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]
La historia oficial del proyecto europeo empezó en marzo de 1957 con el Tratado de Roma firmado por seis países: Alemania, Bélgica, Francia, Holanda, Italia y Luxemburgo. Sus principales promotores, Jean Monnet, Konrad Adenauer, Robert Schuman, Alcide de Gasperi, Altiero Spinelli y Paul-Henri Spaak forjaron en este primer tratado un compromiso para asegurar la paz, pero también para hacer frente al poder de la Unión Soviética.
Acabar con la historia de guerras que habían ensangrentado periódicamente el suelo europeo durante siglos ha sido sin duda el mayor éxito del proyecto. Todas las críticas que se puedan hacer a las graves ineficiencias que padece hoy la Unión Europea, por muy fundamentadas que sean, palidecen si se tiene en cuenta lo que han supuesto sesenta años de convivencia pacífica. Esta evaluación positiva, sin duda, es más difícil de apreciar para las dos últimas generaciones de europeos que no han sufrido los efectos de los enfrentamientos armados.