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Oriol Rosell, el teórico del ruido: “Todo el rock’n’roll es un timo maravilloso, es el control del desorden”

El divulgador Oriol Rosell, autor de ‘Un cortocircuito formidable’

Nando Cruz

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Acostumbrados a alimentarnos de ensayos sobre música firmados por analistas extranjeros, Un cortocircuito formidable es una noticia excepcional. No solo porque no haga falta traducción para este tratado sobre el ruido aplicado al contexto artístico sino porque además significa, por fin y tras más de tres décadas de oficio, el debut literario de Oriol Rosell (Barcelona, 1972). Crítico de literatura y ensayo en Radio 4, profesor universitario y periodista ocasional, Rosell encaja a la perfección las etiquetas de divulgador cultural e investigador independiente, aunque, víctima de su inexplicable síndrome del impostor, parece sentirse más cómodo con las de autodidacta y autónomo.

Un cortocircuito formidable es una complicada pirueta, pues no aspira a erigirse en una historia del ruido, sino a resaltar momentos significativos de la exploración ruidista analizando sus motivaciones e impactos. Minucioso pero selectivo, combina citas a Bourdieu y Nietzsche y referencias a Manowar y Spinal Tap. El resultado es una reveladora y muy amena visita guiada (de esas que no agotan; poco más de 200 páginas) por las galerías ruidistas más significativas del siglo XX con paradas en los Kinks y Throbbing Gristle, el black metal noruego y el extremismo nipón. El ensayista dice escuchar poca música. “Me gusta que el tiempo que dedico a la escucha sea de calidad. Nunca tengo música de fondo. Me parece una falta de respeto a la música”.

Explica al inicio del libro el impacto que le causó de adolescente escuchar el disco Psychocandy de The Jesus & Mary Chain. Fue a devolver el vinilo a la tienda, que allí le explicaron que aquel ruido era intencionado y que eso le abrió la mente a todo un mundo. ¿Cuándo ha sentido por última vez una sensación similar de desconcierto al escuchar música?

Soy muy tozudo y cuando no entiendo una cosa, no la rechazo, sino que intento comprenderla. Esto ya me pasaba cuando de joven escuchaba Escuela de sirenas en Radio Pica, un programa donde pinchaban música industrial rarísima. Experiencias traumáticas como la del Psychocandy he tenido mil. La primera vez que escuché a Merzbow, por ejemplo. ¡Para mí no tenía pies ni cabeza! O la primera vez que escuché improvisación libre. No entendía nada, pero para mí no entender nada siempre es una motivación. Me excita.

¿Alguna experiencia similar en la última década?

El harsh noise wall de Vomir, The Rita... Es tan absurdo que es fascinante. Esa cosa completamente inhumana de ‘pongo las máquinas en marcha y me las piro’... ¡Y que las máquinas hagan! Conceptualmente rompe la definición clásica de música de Varèse cuando habla de sonidos ordenados en el tiempo. Ahí hay tiempo y hay sonidos, pero no están ordenados. O se ordenan solos.

¿Las personas tenemos una capacidad infinita para asimilar el ruido?

Me dejó muy parado años atrás la escena Onkyokei de Japón: proyectos como Filament, de Otomo Yoshihide y Sachiko Matsubara, que crean silencios de dos minutos y generan una incomodidad mayor que esas murallas de ruido que, más o menos, tenemos asumidas. Nuestras tragaderas ya no tienen muchos límites. El reto que tenemos hoy es asimilar el silencio.

¿El ruido ha sido alguna vez una verdadera amenaza para el poder?

Conceptualmente, el ruido es una amenaza a la estabilidad porque es inestable y es imprevisible. Físicamente la señal de ruido no tiene patrones regulares de frecuencia y eso entra en conflicto con la idea de orden. El orden necesita estabilidad y continuidad y el ruido es el desorden definitivo.

Conceptualmente, el ruido es una amenaza a la estabilidad porque es inestable y es imprevisible. El orden necesita estabilidad y continuidad y el ruido es el desorden definitivo

Pero más allá de lo conceptual, el ruido artístico está encapsulado en espacios cerrados que acotan su impacto social. Si pienso en desafíos ruidistas al poder solo me viene a la mente aquella actuación de Atari Teenage Riot en aquella manifestación del 1 de mayo de 1999 en Berlín.

¿La música puede cambiar el mundo? Por la misma regla de tres: ¿la música con ruido puede cambiar algo? Hablamos de una representación simbólica. En el primer capítulo ya digo que este libro es la historia de un fracaso. El tema central del libro es la imposibilidad de lo abyecto en la música popular dentro de un mercado capitalista. El capitalismo tiene esa capacidad de absorción. Por eso enfatizo tanto el cambio que hay entre el You Really Got Me y el Satisfaction de los Stones. Los Kinks introducen la distorsión yendo contra todas las pautas de la época, pero cuando la industria ve que eso gusta a los chavales se inventa el pedal de distorsión y cambia el paradigma completamente. Desactivan y convierten en mercancía una pulsión destructiva.

El pedal de distorsión, que para tanta gente es herramienta iniciática, para usted sería más bien el fin de esa posible revolución del ruido.

Son maneras que tiene el mercado de controlar, procesar y finalmente rentabilizar una serie de pulsiones que asociamos a la juventud y a cualquier persona disconforme con el mundo. De alguna manera, el día que nace el ruido, muere el ruido. No hay riesgo más allá del You Really Got Me. Si no aceptas hacer ese simulacro de ruido y quieres producir un ruido real, quedas exiliado. ¿Hay escenas musicales que hacen ruido a piñón? Sí. Y precisamente por eso, nunca podrán trascender.

Entonces, ¿el pedal de distorsión es el gran timo del rock’n’roll?

Todo el rock’n’roll es un timo maravilloso. A mí me encanta y lo disfruto mucho, pero son dispositivos de control del desorden. Usamos palabras como azar o caos para ordenar aquello que no puede ser ordenado. Y ruido es otro concepto que nos hemos inventado para enfrentarlo al concepto de orden. En el libro intento demostrar que el ruido pueden ser muchas cosas y tener muchos significados en función del marco estético y de muchos otros factores.

¿Dónde se pueden vivir experiencias ruidistas verdaderamente desafiantes, ahora que todas las salas de conciertos tienen limitador de volumen y que, dentro de un museo, el ruido ya es ruido institucionalizado?

Me he encontrado cosas tan absurdas como ver a Merzbow actuando con un limitador de volumen. ¡No tiene ningún sentido! La experiencia queda muy coja. ¿Dónde he oído ruido de verdad? En espacios okupados. En Valencia, en un almacén en medio de la huerta, podías hacer toda la bronca que te diera la gana. Pero entonces, insisto, quedas limitado a la marginalidad. De todos modos, el concierto donde más he sufrido, y que me dejó una semana con los oídos pitando, fue el de Dinosaur Jr en la sala KGB (año 1991). Fue una bestialidad. Tenías que retirarte al fondo de la sala porque era doloroso.

El concierto donde más he sufrido, y que me dejó una semana con los oídos pitando, fue el de Dinosaur Jr en la sala KGB (año 1991). Fue una bestialidad. Tenías que retirarte al fondo de la sala porque era doloroso

Cuenta que en Japón los límites alrededor del ruido son distintos. Tal vez por eso hayan aparecido allí escenas musicales más extremas.

Japón es la otredad absoluta. En los discursos eurocéntricos o anglocéntricos, hacer ruido es rebelarse contra el rock’n’roll. Para los japoneses es quitar todo lo que les gusta del rock: las melodías, las estructuras… Desde su punto de vista, se están quedando solo con su esencia, pero dicen estar haciendo rock’n’roll. Y allí también hay algo muy interesante que es la puesta en valor de la experiencia física, algo que nosotros no contemplamos. Ellos conciben la música como una experiencia casi holística, podríamos decir. Y, sobre todo, tienen esa fijación con el cuerpo, con la experiencia corporal. Esta experiencia más epidérmica aquí está completamente eliminada. De todos modos, esto en Europa a veces también tiene connotaciones que no me gustan nada, de una masculinidad chunguísima. Hace poco, cuando vinieron los Swans, gente que conozco iba frente al escenario ‘a que me revienten’, ‘a ver cuánto rato aguanto’. ¡Vale, campeón! Es algo muy común en las escenas extremas, esa especie de ritual de resistencia. Yo ya estoy mayor para estas chorradas.

Algo muy destacable de Un cortocircuito formidable es que analiza con idéntica dedicación la aportación de Throbbing Gristle que la del heavy metal. No desprecia el heavy como suelen hacer muchos analistas.

Hay un sesgo de clase importante con el heavy. Siempre se ha despreciado porque quienes lo analizaban no pertenecían a ese mundo. ¿Has leído alguna vez una crítica que ridiculice el post-punk? Si nos ponemos, podemos encontrarle muchos flecos ridículos. A mí no me gusta el heavy, pero su impacto en la cultura popular se pasa por el forro al que haya tenido The Pop Group. De hecho, a mí no me gusta ni la mitad de músicas que trato en el libro. Pero aquí no se trata de que me guste algo o no. Es cuestión de que tenga interés.

Hay un sesgo de clase importante con el heavy. Siempre se ha despreciado porque quienes lo analizaban no pertenecían a ese mundo. A mí no me gusta ni la mitad de músicas que trato en el libro. Pero aquí no se trata de que me guste algo o no. Es cuestión de que tenga interés

Muy loable, trabajar a partir de la curiosidad y no del gusto personal.

Susan Sontag decía algo así como que la única forma de escribir honestamente sobre algo es que no te guste. A mí me interesa más leer sobre música que escucharla. Me interesa la música como punto de partida, no como fin. Eso me permite tirar líneas para explicarme el mundo, para explicarme a mí mismo... Con el heavy, hacer ese ejercicio de salir de mis gustos personales para enfrentarte a él con un afán de rigor te permite ver muchas cosas. Mi gran hallazgo personal con el heavy ha sido entender que no funciona como las otras subculturas: funciona con los mecanismos de la fe. Hay una creencia ciega en unos preceptos. No los comparto, pero hay una cuenta pendiente con este género a nivel analítico en el ámbito español. Aquí, la gente que escribe sobre heavy lo hace cargada de prejuicios o limitándose a hacer de wikipedia.

Supongamos que aún estamos en 1980. ¿Qué revolución podría haber sido imaginable desde las músicas ruidistas?

La mayor virtud de Throbbing Gristle fue plantear ideas y metodologías del ámbito de la vanguardia en un contexto pop. Me refiero a toda la parte performativa o al uso del ruido de forma abstracta. Este desplazamiento tuvo un valor y un significado: el de cortocircuitarlo todo. Pero como se produjo en un marco pop, la gente siguió la dinámica pop: la de la imitación. Que la música industrial haya acabado convirtiéndose en un patrón de comportamiento estético es el gran fracaso de Throbbing Gristle. Hoy tiene su propio nicho de mercado. Si la gente hubiese entendido lo que se estaba proponiendo, no hubiese creado una revolución, pero sí una reformulación de la música pop.

Necesitamos ruido para no escucharnos a nosotros mismos. Y porque estamos imbuidos de una cultura del estímulo extremo. Hay tal saturación de ruido, informativo, por ejemplo, que si nos quitan ese estímulo nos sentimos al borde del abismo

¿Hemos sobreestimado el poder revolucionario del ruido?

Igual que hemos sobreestimado el poder transformador de la música.

Hoy el gran dilema es qué hacer con tanto ruido. Spotify está inundado de archivos sonoros con ruidos de trenes, ballenas, lavadoras… Tienen millones de escuchas! Mucha gente necesita oír eso en su día a día.

La gran pregunta no es qué hacemos con tanto ruido, sino qué hacemos con todo este vacío. Estos ruidos están pensados para llenar vacíos. Nos incomoda el silencio. En occidente siempre lo hemos relacionado con la ausencia. En según qué contextos asiáticos, una habitación en silencio no es una habitación sin sonido sino llena de silencio. ¿Por qué no podemos convivir con esta ausencia? A mí de las músicas no me interesa el qué sino el porqué. ¿Por qué la gente necesita ese ruido? Estamos utilizando ese ruido como una máscara.

Cuando surgen las primeras manifestaciones artísticas ruidistas, el análisis que se hace es que quien las crea y quien las disfruta es gente enferma que necesita estímulos extremos para sentirse viva. ¿Estamos más enfermos ahora que utilizamos el ruido casi como un sedante?

Necesitamos ruido para no escucharnos a nosotros mismos. Y porque estamos imbuidos de una cultura del estímulo extremo. Hay tal saturación de ruido, informativo, por ejemplo, que si nos quitan ese estímulo nos sentimos al borde del abismo. Solo nos sentimos relajados si estamos hiperestimulados. Ese ruido sin mensaje debe estar allí, como un espectro, para certificar que estamos vivos. Generar y percibir ruido se han convertido en signos de vida.

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