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Un año después, Duterte sigue siendo una pesadilla para los derechos humanos

James Gomez

Director para Sureste asiático y pacífico de Amnesty International —

No podemos decir que no estábamos advertidos. Durante su campaña para la presidencia de Filipinas, Rodrigo Duterte dejó bien patente su desprecio por los derechos humanos y por el Estado de derecho. Juró que llegaría a matar a 100.000 personas, llenando la bahía de Manila de tantos cadáveres que los peces “engordarán”.

En el año transcurrido desde que Duterte asumió la presidencia, miles de personas han perdido la vida en la llamada guerra contra las drogas. Cada mañana, las personas que viven en algunos de los barrios más pobres del país encuentran al despertar nuevos cuerpos abandonados en las calles, con señales de heridas de bala. En algunos casos se dejan carteles sobre los cuerpos, en los que se denuncia a los muertos como “traficantes”.

En su campaña contra las drogas, Duterte ha incitado a la gente a tomarse la justicia por su mano y matar a cualquier persona sospechosa de consumir o vender drogas. “Si conoces a algún adicto, adelante, mátalo tú mismo”, dijo el año pasado ante una multitud de simpatizantes. Propenso a la destemplanza, Duterte no intenta barnizar sus palabras ni ocultar sus intenciones. “Mi orden es disparar para matarte”, advirtió a los presuntos autores de delitos relacionados con las drogas. “No me importan los derechos humanos, será mejor que me creas.”

La policía, que se supone debería defender el Estado de derecho, se ha convertido en algo parecido a una organización delictiva. Evita practicar detenciones y prefiere disparar y matar a sangre fría a los sospechosos. Manipula los informes policiales para que parezca que la víctima se resistía. Incluso en la muerte se niega la dignidad a las víctimas. Se colocan pruebas en sus casas y se roban sus pertenencias.

Se sacan sin ningún cuidado los cuerpos y se los deja tirados en la calle. Se han abandonado cuerpos delante de tiendas, junto a cloacas a cielo abierto, o amontonados “como leña” en los depósitos de cadáveres, según las inquietantes palabras del fotógrafo Daniel Berehulak, galardonado con el premio Pulitzer.

En muchos barrios, la policía ha llegado a acuerdos con empresas funerarias muy activas, que les dan una gratificación por cada cadáver que les envían. Se ha demonizado a las personas que se han atrevido a denunciar el escalofriante desprecio por la vida humana. La senadora Leila de Lima, su mayor crítica, sigue languideciendo bajo custodia. Duterte ha amenazado de muerte a activistas de los derechos humanos. “No dejaré a nadie con cabeza”, dijo en una de sus amenazadoras diatribas.

Pocos líderes se han enorgullecido con tal descaro de sus agresiones a la dignidad humana. Pero este comportamiento no ha tenido consecuencia alguna. No sólo no se han llevado a cabo investigaciones creíbles sobre los homicidios en masa perpetrados en Filipinas, ni ha habido una rendición de cuentas digna de ese nombre, sino que Duterte sigue pavoneándose en la escena mundial, con la reputación en cierto modo intacta.

Este año, la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) conmemora su 50 aniversario, con Filipinas al timón de la organización regional. Los otros nueve líderes, muchos de los cuales también tienen historiales cuestionables en materia de derechos humanos, han mantenido un calculado silencio en relación con los homicidios en masa.

En mayo, según una transcripción filtrada, Donald Trump incluso se deshizo en alabanzas de Duterte por la manera en que éste ha tratado el problema de las drogas en Filipinas. “Sólo quería felicitarle porque tengo noticias del increíble trabajo”, dijo Trump. Ello a pesar de que en el informe anual sobre los derechos humanos del Departamento de Estado estadounidense se describen los homicidios como “la principal preocupación de derechos humanos en el país” y se alerta sobre los “casos de evidente desprecio del gobierno por los derechos humanos y el debido proceso”.

El peligro obvio es que la comunidad internacional consienta en una “nueva normalidad”, en la que se permitan los atentados contra la dignidad humana con el cínico propósito de lograr otros objetivos. Para Trump, cualquier apoyo que Duterte pudiera ofrecerle para distender la crisis de Corea del Norte bastaba para conseguir su silencio sobre los abusos contra los derechos humanos. La cooperación ha aumentado desde que se declaró la ley marcial en la provincia meridional de Mindanao, en el marco de la lucha de las fuerzas de seguridad filipinas contra el grupo armado conocido como Estado Islámico.

El gobierno estaba centrado de modo tan exclusivo en la violenta campaña contra las drogas que se vio sorprendido cuando grupos armados comenzaron a apoderarse de territorio en Mindanao. Cuando las autoridades actúan al margen de la ley, las consecuencias evidentes. El resultado es un país aún más peligroso, donde las autoridades vulneran el Estado de derecho en vez de defenderlo, donde los grupos armados se envalentonan, y donde las personas más valiosas sufren.

No podemos decir que no estábamos advertidos. Durante su campaña para la presidencia de Filipinas, Rodrigo Duterte dejó bien patente su desprecio por los derechos humanos y por el Estado de derecho. Juró que llegaría a matar a 100.000 personas, llenando la bahía de Manila de tantos cadáveres que los peces “engordarán”.

En el año transcurrido desde que Duterte asumió la presidencia, miles de personas han perdido la vida en la llamada guerra contra las drogas. Cada mañana, las personas que viven en algunos de los barrios más pobres del país encuentran al despertar nuevos cuerpos abandonados en las calles, con señales de heridas de bala. En algunos casos se dejan carteles sobre los cuerpos, en los que se denuncia a los muertos como “traficantes”.