Existe en Sevilla una corte de articulistas que gustan de mencionar que, durante el Siglo de Oro y la época del conocido como Descubrimiento, Sevilla fue “la Capital del Mundo”, con esa fanfarronería pomposa tan masculina de la que yo también a veces soy presa.
Permítanme si en esta ocasión, aunque queden unos días para el casi 30 aniversario de la Expo 92, no entro a valorar si el tema de lo ocurrido en América a partir del año 1492 fue un Descubrimiento como tal, una conquista, un saqueo o un abuso mayúsculo. Porque, por otro lado, eso implicaría observar con los ojos de hoy lo sucedido antié, y fueraparte fustigarnos con esta culpabilidad tan judeocristiana de la que algunos, precisamente, queremos emanciparnos. Pero es que vengo a hablar de otra cosa.
Lo que nos atañe hoy es que muy posiblemente tengan razón. Y que Sevilla, tan vinculada a su río y en una época de explosión del comercio marítimo entre Europa y el Nuevo Mundo, se encontraba justo en el centro de la acción. Con lo que nos gusta eso a los que tenemos caseta. Como decían los Morancos, “los cuatro que estamos en er taco y nos saludamos desde nuestros helicópteros”.
En cualquier caso, el traslado del monopolio del comercio a Cádiz por el tamaño cada vez mayor de los barcos mercantes, las sucesivas crisis económicas y demográficas que experimentó la ciudad a partir del siglo XVII y las epidemias (como la gran Peste del año 1649) que diezmaron a la población sevillana, acabaron con aquel pasajero pero idílico periodo en que Sevilla fue la Capital del Mundo y se podían comprar y vender cuantos negros uno quisiera en las escalinatas de la Catedral.
Algunos articulistas creen que hay sólo una: la suya: taurina, cofrade y feriante. Muy de centro. Y muy del centro también. Y entonces me acuerdo del chiste: “Y si los sevillanos parecen todos tener cortijo, ¿quién vive en tanto bloque?”.
Aquella historia duró tan solo unos años, en realidad. Suficientes, eso sí, para hacer de Sevilla un importantísimo centro mercantil. Y justamente por lo efímero del asunto, los aires capitalinos hay que creérselos… pero no mucho. Porque si no corre uno el riesgo de convertirse en esclavo de la petulancia y creer que uno se coloca el pin de la Feria en la chaqueta mejor que nadie o que apoya el codo en la barra del bar Vizcaíno con más gracia que ningún otro parroquiano.
Puede uno incluso venirse a más y convertirse en articulista, como yo, para explicarnos todos los días, otra vez, que Sevilla es lo que es. Que hay sólo una: la suya. Una forma de entenderla, una forma de vivirla: taurina, cofrade y feriante. Muy de centro. Y muy del centro también. Y entonces me acuerdo del chiste: “Y si los sevillanos parecen todos tener cortijo, ¿quién vive en tanto bloque?”.
A veces pienso que escribir con el fachaleco puesto tiene que ser divertido. Yo nunca lo he usado. Pero debe uno sentirse bien con su calor corporal y sus miedos a buen recaudo teniendo, por otro lado, toda la versatilidad del mundo para dejarse llevar escribiendo mientras escucha marchas de palio y repite, en artículos de regularidad diaria, que “esto ya no es lo que era” con cada cambio de adoquín de Gerena.
En fin, siempre he pensado que el discurso de la nostalgia caló profundamente en la sociedad y en la cultura con la pérdida del esplendor de Sevilla. Cuando dejó de haber plata, nunca mejor dicho. Sumado a esto, la llegada del Barroco sentó como un balón de oxígeno para el corazón roto de la ciudad. Porque los sevillanos lo perdimos todo y lloramos. Pero en el Barroco hasta a la Macarena le salieron las lagrimillas que la pobre todavía no se ha conseguido secar y le tiramos flores del cielo pa' ver si se le pasa.
Muchos de los articulistas no son nostálgicos sino reaccionarios. Les pareció mal la peatonalización del centro, el carril bici, las Setas. Les parece mal el parking de bicicletas (con las bicis tienen algún tipo de oscura e inexplicable aversión).
Pero la nostalgia es una cosa y la reacción es otra. Y muchos de los articulistas cuyos nombres todos conocemos no son nostálgicos sino reaccionarios. Les pareció mal la peatonalización del centro. Les pareció mal el carril bici. Les pareció mal el acondicionamiento de la Alameda. Les parecieron mal las Setas. Les parece mal el parking de bicicletas de San Bernardo (con las bicis tienen algún tipo de oscura e inexplicable aversión). Les parece mal que alguien deje la toalla en el balcón. O que tal calle la pongan de aquel sentido.
Sin embargo, no parece molestarles la pésima calidad del escuálido trabajo que se genera en Sevilla. Ni que la poca empresa que deja alto valor añadido amenace una y otra y otra vez con marcharse. De eso tampoco dicen ni pío. Tampoco les parece mal tener los alquileres por las nubes. No les parece mal la pobreza rampante, que haya cada vez más personas pidiendo. ¿Nadie se ha preguntado por qué han vuelto las jeringuillas al Pumarejo? Sevilla tiene muchos problemas. Pero ellos solo ven los de cierto código postal.
A veces tienen razón porque el patrimonio hay que cuidarlo: el legado que hemos recibido merece del mejor trato y del mayor empeño en conservarlo. Pero la mayoría de las veces les parece mal, sencillamente, que pase el tiempo o que puedan perder cualquier privilegio heredado. Les parece mal que no estemos ya en el siglo XVI cuando, como digo, se podía uno ir a la Catedral y volverse a casa habiéndose comprado a un par de negros después de ir a misa. Les parece mal todo. Menos los toros: los toros les parecen de escándalo.
En Sevilla, la nostalgia se convierte en pasión. Es empoderamiento. Es dignidad y tristeza. Y, a veces, sí: es chulería.
Los portugueses viven la nostalgia a su modo: los fados miran llorosos a un mar que antaño fue de titularidad lusa. Pero en Sevilla no somos así de tristes, y que me perdonen los portugueses. En Sevilla, la nostalgia se convierte en pasión. Es empoderamiento. Es dignidad y tristeza. Y, a veces, sí: es chulería. La nostalgia se entronca en el corazón de Sevilla desde la exuberancia de la imaginería religiosa hasta el trazado urbano pasando por el calendario festivo.
Pero una cosa es que los sevillanos seamos un poco chulos por naturaleza y otra que los cuatro gallos del corral tengan la patente. Y a este efecto, es pertinente recordar que, precisamente, el mayor periodo de esplendor y de riqueza de la “nova Roma” vino por la naturaleza abierta al comercio de la ciudad y a las nuevas gentes, porque Sevilla era lugar de ida y vuelta, un crisol cultural donde se mezclaban hombres y mujeres de todas las procedencias y razas. Un lugar de encuentro, de mestizaje. Cómo sería la bacanal, que desde entonces lleva la Macarena desconsolada.
Querer capitalizar una forma de entender y expresar la sevillanía es mediocre, es limitado, es clasista y dista del espíritu que elevó a la ciudad a su gloria. Que han cambiado el pavimento de Mateos Gago: drama. Que si las sillas de Semana Santa van a tener IVA. Que si las catenarias del tranvía. Que si en San Julián, esto. Que si en el Baratillo, lo otro. Que si el Hermano Mayor de tal cofradía. Que si nosequién ha cortao dos orejas y un rabo. Salgan ustedes del centro, por favor, que la ciudad vibra extramuros. Visiten los barrios populares. En los patios de vecinos encontrarán ustedes escenas de barroco auténtico, un pavimento que lleva cincuenta años sin tocar y lágrimas pero de las de verdad.
Un día llegué a la conclusión de que los articulistas diarios de Sevilla no reclaman, ni proyectan ni luchan por una Sevilla mejor. Lo que quieren es una Sevilla que no se mueva. Por eso no hablan de los polígonos de la ciudad. Ni de los barrios obreros. Ni de las cosas del comer. Por el amor a la ciudad que nos une y por al final tener que entendernos, me permito darles un consejo de buena gana: salgan ustedes del centro, compañeros articulistas. Que Sevilla es más que grana y oro. Que a mí me faltan iglesias por ver. Pero a ustedes les falta calle.
4