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OPINIÓN | Aldama, bomba de racimo, por Antón Losada

El karma es un malaje

Perra de Satán

22 de febrero de 2024 20:54 h

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Lo mío con Andalucía es una historia que tiene dos versiones: la real y la milagrosa. A mí me gusta más la segunda (y es la que aparecerá en mi biografía autorizada), pero hay gente que se empeña en negar lo extraordinario y yo, que sé mucho de comunicación, me adapto al receptor con tal de que mi mensaje llegue.

La historia siempre empieza igual: “Yo odiaba Andalucía. Y no era consciente porque crecí en un entorno en el que odiar Andalucía es lo esperable”. Mis paisanos me llamarán exagerada, porque odiar, odiar, no la odian. Y un poco de razón sí que tienen, porque no es odio lo que sentimos los castellanos (yo no soy castellana, pero la mayoría de mis receptores no entienden la separación entre Castilla y la región histórica de León, así que por ahorrar tiempo me nombro castellana) por los andaluces. No nos hierve la sangre cuando hablamos de ellos. Lo preciso sería decir que lo que hacemos los del norte con los del sur es ejercer violencia simbólica, pero como este concepto tampoco se suele conocer, lo dejo en odio.

Esta es mi historia

Yo odiaba Andalucía. Y no era consciente porque crecí en un entorno en el que odiar Andalucía es lo esperable. En el que llamar vagos y escandalosos a los andaluces, ridiculizar sus costumbres, argumentar que no saben hablar o creer que todos y cada uno de los habitantes de esta comunidad se mueven con soltura entre la picaresca y la delincuencia era aceptable. Así que nunca había deseado ir a Andalucía. Y todos contentos, oye: yo sin aguantar andaluces y ellos sin aguantarme a mí.

Sevilla me pareció preciosa, y, además, conocí a muchos andaluces que ni me resultaron cargantes ni me robaron la cartera

Entonces conocí a un chico sevillano al que presté atención porque tenía algo que yo quería: una película. Sí, había dirigido una película, así que ya no era un andaluz, era un director de cine. Yo me arrimé a él pa’ que me cayera algo, y lo que me cayó fue una turra que en algún momento hasta consiguió enfadarme. Y es que ya es mala suerte que pa’ una vez que conocía a un director de cine no parase de repetirme que tenía que ir a Sevilla, que me iba a encantar.

Hija, pues si te lo dice un director de cine… qué vas a hacer. Al final, Velázquez también nació en Sevilla. Algo bueno tendrá que tener esa ciudad. Después de meses de insistencia, acabé cediendo y fui a Sevilla. 

Aquí es donde la historia se bifurca. La versión real es que pasé un fin de semana estupendo y la ciudad me pareció preciosa, y, además, conocí a muchos andaluces que ni me resultaron cargantes ni me robaron la cartera. Por no decir que los entendía perfectamente. Eso me hizo pensar que igual me había dejado llevar por los prejuicios y comencé un proceso de deconstrucción de mi andaluzofobia que ha resultado ser de lo más gratificante y me ha permitido conocer ciudades, personas y una cultura que, a día de hoy, me obsesiona.

Me aconsejó que le pidiese algo que desease de corazón y que le hiciera una promesa que debía cumplir si me lo concedía. Le pedí dos deseos y le prometí volver a Sevilla

Para los que creen en los milagros

La versión milagrosa es muchísimo mejor, dónde va a parar. Sobre todo porque me exime de todo pecado y me permite eludir responsabilidades. Cuento que la primera mañana que pasé en Sevilla salí a dar un paseo sola. Primero entré a la Basílica de la Macarena y bueno, sin más (si las que me escuchan son amigas sevillanas hago mayor hincapié en el sin más, para resaltar el prodigio, ya que ellas saben que ahora la llevo tatuada). Después seguí el camino hacia el centro de la ciudad y vi un letrero que señalaba la dirección de la Basílica del Gran Poder. Como guiada por una fuerza mayor tomé el desvío, y, cuando me quise dar cuenta, estaba haciendo una cola.

Le pregunté a la mujer que tenía delante que para qué era esa cola, me contestó que para pedirle al Señor. Le comenté que yo no era de Sevilla y que si me podía explicar cómo se le pedía. Me advirtió que tuviera mucho cuidado, que Él era muy milagroso. Me aconsejó que le pidiese algo que desease de corazón y que le hiciera una promesa que debía cumplir si me lo concedía. Le pedí dos deseos y le prometí volver a Sevilla. A día de hoy he perdido la cuenta de las veces que he vuelto a Sevilla, y en las últimas visitas ya no le prometo volver. Le pido quedarme.

El pasado mes de octubre regresé a Sevilla y, como ya es costumbre, cogí un taxi directo a la Basílica del Gran Poder. No subí a tocarle el talón porque llevaba conmigo la maleta, así que me senté en un banco. Le di las gracias y me di cuenta de que era la primera vez que lo hacía. Siempre venía a pedirle y nunca a agradecerle. Le di las gracias por haberme acompañado durante estos siete años en uno de los cambios más inesperados de mi vida.

Bendito karma, que me pegó un guantazo que me quitó la tontería en un momento y que me puso en mi sitio: una terraza en la Alameda

Durante este tiempo he ido desmontando mi andaluzofobia a la vez que me repensaba a mí misma. Me he reconocido como feminista, como bisexual, he entendido lo que es un prejuicio, un estándar, un privilegio, una opresión, y he repensado conceptos como familia, identidad o éxito. 

Por ejemplo, para mí el éxito ya no es tener un buen trabajo que me consuma toda la energía a cambio de unas vacaciones de diez días en las Islas Maldivas. Para mí, ahora, el éxito es cogerme una mañana libre para ir al Jueves con mis amigas, tomarnos unas cervezas mientras romantizamos esa esquina de San Juan de la Palma y encontrar por casualidad una medallita del Gran Poder de la que me encapricharé en menos de un segundo, y que me dejen dinero para pagarla, porque yo, como vengo de Madrid, solo llevo la tarjeta encima.

Ahora que lo pienso, esta historia tiene una tercera versión. Cuando se la cuento a alguien que vive en Madrid, como en la capital se tiene una extraña relación con los milagros, prefiero darme a entender con una frase millennial:

Karma is a bitch! ¡Jaja! Con lo que yo rajé de los andaluces… ¡y ahora mira!

Bendito karma, que me pegó un guantazo que me quitó la tontería en un momento y que me puso en mi sitio: una terraza en la Alameda.

Lo mío con Andalucía es una historia que tiene dos versiones: la real y la milagrosa. A mí me gusta más la segunda (y es la que aparecerá en mi biografía autorizada), pero hay gente que se empeña en negar lo extraordinario y yo, que sé mucho de comunicación, me adapto al receptor con tal de que mi mensaje llegue.

La historia siempre empieza igual: “Yo odiaba Andalucía. Y no era consciente porque crecí en un entorno en el que odiar Andalucía es lo esperable”. Mis paisanos me llamarán exagerada, porque odiar, odiar, no la odian. Y un poco de razón sí que tienen, porque no es odio lo que sentimos los castellanos (yo no soy castellana, pero la mayoría de mis receptores no entienden la separación entre Castilla y la región histórica de León, así que por ahorrar tiempo me nombro castellana) por los andaluces. No nos hierve la sangre cuando hablamos de ellos. Lo preciso sería decir que lo que hacemos los del norte con los del sur es ejercer violencia simbólica, pero como este concepto tampoco se suele conocer, lo dejo en odio.