El psiquiatra Juan Sánchez Vallejo publica La locura y su memoria histórica (Ed. Atlantis)
“No hay cosa que inquiete y moleste más a una dictadura que aquellos individuos que se salen de lo normal, que abandonan el rebaño (consciente o inconscientemente) poniendo en riesgo la uniformidad social impuesta por el pensamiento único. El loco reúne en un régimen de estos perfiles todos los requisitos para ser perseguido, acosado y marginado. Y la institución manicomial, a su vez, contiene todos los ingredientes para erigirse en esa especie de almacén de desechos humanos que esconde hasta el olvido o la muerte a aquellos indeseables que no han podido o querido adaptarse a la normalidad impuesta, al rebaño, a la comunidad bien pensante”.
Con este Norte en su brújula, el psiquiatra Juan Sánchez Vallejo publica La locura y su memoria histórica (Ed. Atlantis), donde repasa la situación de los enfermos mentales durante el franquismo con un triple objetivo: incluir a los “olvidados entre los olvidados, los locos” en el proceso de reparación y dignificación asociado al concepto de Recuperación de la memoria histórica (que hoy impulsa hasta la ONU), denunciar a los psiquiatras -algunos aún en activo- que medraron por prestarse a ser brazos ejecutores del régimen, aplicando electroshocks, lobotomías o comas insulínicos a una población de hasta 12.000 internos y alertar contra “los riesgos que entraña que la legalidad garantista que ha regido en España desde 1983 se torne preventivista”, es decir, que en nombre de una supuesta peligrosidad del enfermo mental, se justifique su encierro preventivo. Algo que contempla el Anteproyecto de reforma del Código penal aprobado por el Gobierno el 11 de octubre de 2012.
De todo esto ha escrito el toledano Sánchez Vallejo, que ha ejercido la mayor parte de su carrera en Éibar (Guipúzcoa), pero que en la bisagra de los 60-70 estudió Medicina en Sevilla e hizo sus prácticas en el desaparecido manicomio de Miraflores, “un escenario dantesco en la línea de los que luego conocí en Mérida, Toledo, Barcelona, Martorell o Leganés”. De todo ello habló en la presentación de su ensayo en el Colegio de Médicos de esta ciudad y en la entrevista a eldiario.es/andalucia.
¿Por qué ve necesaria una “memoria histórica” de la locura en España?
Porque al cundir la idea de que hay que recuperar la memoria histórica, he echado de menos el recuerdo de los enfermos mentales y cómo fueron tratados en la dictadura. Ellos son el sector social más marginal, despreciado y por tanto necesitado de reparación.
Señala el libro que en los manicomios había cuerdos de izquierdas represaliados por la dictadura porque era peor castigo que la cárcel. ¿Hay un censo?
No, porque se encontraban en un limbo. En el manicomio de Miraflores los descubrimos porque nos encargaron “hacer fichas” y enmendar así el terrible hecho de que muchos internos estaban sin documentar, es decir, no existían para la Administración. Entonces vimos que entre las fichas que sí existían las había con la casilla “diagnóstico” vacía. Porque esos internos no eran enfermos.
¿Cuántos serían?
Una minoría, claro, pero en Miraflores donde oficialmente había 1.200 internos (en España en 1983 los ingresados en manicomio eran 12.000) diré entre un cinco y un diez por ciento para no exagerar, aunque temo que fuera más. Esos internamientos eran posibles por una ley republicana -ya lo lamento-, llamada “Gandula” del 31 julio 1931 que permitía preventivamente ingresar a gente con mala imagen, proxenetas... Y que en 1956 se amplió a los homosexuales. “!Ley de Peligrosidad pública” se la acabó llamando y permitía ingresar a alguien con la mera denuncia de un tercero, un vecino por ejemplo. El responsable de la psiquiatría española entonces, Antonio Vallejo-Nájera (un nazi orgulloso de serlo, al lado del cual Franco era un trosko) estaba empeñado en encontrar el “gen de la degeneración roja”.
¿Cómo se comportaban los internos no locos: se rebelaban, se resignaban?
En la década de los 60, el 80 por ciento de los ingresados en manicomios llevaba más de diez años, por lo que sufría una fuerte desconexión de la sociedad exterior. De modo que a los estudiantes nos contaban que les metieron allí por ser republicanos sin antecedentes ni cargos para ir a la cárcel, pero no se rebelaban, asumían las veces de celadores, basureros, higienistas y hasta desarrollaban cierto síndrome de Estocolmo.
¿Qué hicieron ustedes para denunciar su situación?
Los universitarios en prácticas, al ver la dura realidad del manicomio (donde se fumigaba a los pacientes o se les aislaba en sótanos llenos de excrementos), sentíamos -dicho sea con ironía- espíritu de Robin Hood, de querer ayudar y rechazar lo dantesco. Pero en la dictadura había miedo y costaba decidirse a poner el cascabel al gato. Dimos parte del tratamiento inadecuado de los internos a la Cátedra de Medicina y a la dirección del manicomio. Pero no actuaron. Entonces hicimos fotografías clandestinamente y las colgamos en el tablón de la facultad dando lugar a lo que se llamó “La movida de Miraflores”.
Cuando en 1983 cambió la ley y los internos salieron a la calle, ¿se organizaron, hay asociaciones que reclamen los derechos de los maltratados esos años?
Existe una red muy potente de Asociaciones Estatales de Enfermos Mentales que lleva años trabajando por dignificar a estos enfermos y sacar a la luz también lo que ha pasado en este pasado cercano. Pero lo cierto es que están volcadas en problemas actuales porque, aunque se ha avanzado mucho, queda un gran camino.
¿Cuáles son esos grandes problemas actuales de los enfermos mentales?
De un lado, la estigmatización que es hoy menos evidente pero, porque se camufla, casi más potente que antes. Es casi imposible que uno vaya con esperanza a una entrevista de trabajo con antecedentes de esquizofrenia, bipolaridad o depresión crónica. Y eso por un prejuicio terrible muy extendido en la sociedad: la equiparación de enfermedad mental y violencia. Reforzado por los medios de comunicación en su tratamiento de casos como el de Anders Breivik en Noruega, José Bretón en España o Ariel Castro en EEUU. Y, de otro, yo estoy alertando personalmente a estas Asociaciones Estatales de Enfermos Mentales de que el Anteproyecto de reforma del Código Penal (aprobado por el Gobierno el 11 de octubre de 2012) es un peligroso retroceso porque es una norma no garantista sino preventivista. Es decir, que no actúa tras la comisión de un delito, sino que permite a la autoridad judicial decretar el internamiento por cinco años prorrogables en caso de que prevea la comisión de delito. Acerca al enfermo mental a la Ley de Peligrosidad que llenó los manicomios franquistas.
Su libro ¿es más homenaje a los enfermos mentales maltratados en el franquismo o denuncia de los psiquiatras que ejecutaron las órdenes a cambio de prebendas?
Ambas cosas son necesarias. También denunciar a aquellas sagas de trepas, los Vallejo-Nájera (sobre todo el padre), los López Ibor, los Rojas Ballesteros que ascendieron a costa de hacer barbaridades a los enfermos. Todavía colea Aquilino Polaino que hace nueve años argumentaba en el Senado que la homosexualidad es una patología a tratar. Ya en mi época universitaria propuso una terapia conductista en la que hiciéramos ver al paciente imágenes sugerentes de mujeres e intercaladas de hombres haciendo que en ese instante sufrieran una descarga. Frente a ellos, Castilla del Pino, Ramón García, el Dr. Wulf, González Duro, González Infante, González Chaves, el psicólogo Jaime Sacristán o el Dr. Castrillón ejercían un trabajo modélico casi clandestino.
¿Que opina de que el cardenal español, Fernando Sebastián Aguilar, declarara esta semana que la homosexualidad es una deficiencia a tratar?
Demuestra que, a pesar del nuevo Papa, parte de la cúpula de la Iglesia sigue siendo muy reaccionaria.
La búsqueda de víctimas del franquismo en fosas ocultas, ¿es o no benéfica para los descendientes de éstas?
Según mi criterio no supone reavivar el odio sino, al contrario, dar un paso necesario para la pacificación emocional. Es justo y deseable que se encuentre a los asesinados y se dé a sus familias la oportunidad de homenajearles, despedirles y enterrarles con dignidad. Se trata de una buena terapia y catarsis superadora del pasado histórico.
Desarrollando la mayor parte de su carrera en el País Vasco, ¿ha detectado evolución en patologías desde la época de terrorismo a la actual?
Euskadi como sociedad ha sufrido mucho. La violencia en primera línea y que, en el resto del país, confundieran la parte con el todo y nos rechazaran hasta a los que allí nos la jugábamos llamando asesinos y torturadores a los etarras. Eso duele. Pero en un plano individual, el miedo acorcha las conciencias y te acabas acostumbrando a mirar bajo el coche y convivir con esa anomalía. Personalmente yo no soy nacionalista sino internacionalista, y creo que el conflicto clave es el de clase: explotadores frente a explotados.
¿Se registran hoy patologías mentales consecuencia de la crisis?
Sin lugar a dudas. Hay ya abundante literatura científica que documenta el aumento de suicidios, depresiones... Y datos alarmantes como el de que un 25 por ciento de las población española (incluidos niños) sufre alguna patología mental. Medio millón, esquizofrenia. Y desde luego desarraigo, pobreza, miseria, falta de estímulos vitales son terreno abonado para que crezcan estas enfermedades.
Denuncia que, en el tratamiento, la balanza se inclina hacia los psicofármacos frente las psicoterapias. ¿A qué lo atribuye y qué ve de malo?
El descubrimiento en los años 50 de psicofármacos como el diazepam y clorpromazina es uno de los mayores inventos del siglo. Supuso una revolución psiquiátrica al paliar los síntomas más llamativos: agitación, delirios, alucinaciones... Los manicomios se silenciaron. Pero angustias y tristezas no caen del cielo, existen porque la estructura, el funcionamiento del sistema las hace posibles, si no las genera. Las psicoterapias, laboterapias son necesarias porque van al foco del problema emocional, buscan su origen en el entorno escolar, familiar, en definitiva social. Pero se aplican menos porque son más difíciles y caras. Requieren tiempo. ¿Qué menos que una hora por paciente? Cuando el médico tiene veinte pacientes al día, no puede permitírselo y tira de receta.
Superado el sistema de manicomios, persiste preocupación social y de familiares de enfermos agudos por la falta de un destino adecuado para ellos. ¿Entiende que sobreviva la más mínima añoranza de centros de reclusión?
Me consta que hay familias que no saben qué hacer con sus enfermos mentales. Pero hay dos opciones de centros: los de custodia del que estorba y los terapéuticos. Los que sirven, ayudan y mejoran son los segundos. Por eso, desde el 83, se desmantelaron los manicomios y se reemplazaron por una red de hospitales de día, salas psiquiátricas adosadas a hospitales para estancias breves de cinco días máximo, centros tutelados, talleres protegidos, centros de acogida... Instituciones en las que ayudar al enfermo a convivir y reeducarle en habilidades manuales e intelectuales. Si hoy la red es insuficiente es porque en los años de bonanza los gobernantes dieron prioridad a construir aeropuertos o AVE, que no hacían falta. Y así sale lo que sale: un churro de país.