Y de repente… agua. Agua corriendo por los pasillos del bloque, cayendo en cascada por la escalera. El bajante de la azotea, sobrepasado tras varios días de lluvia intensa, ha reventado de golpe inundando en segundos el piso de al lado, calando hasta las plantas inferiores y corriendo libre por donde había hueco. Y es que el agua, ya se sabe, no sabe de confinamientos ni quiere oír hablar de cuarentena. Cuando abro la puerta, ya hay un grupo de vecinas –sí, todas mujeres- achicando con cubos y barreños y limpiando a golpe de escobón el apartamento afectado. Vecinas felices de poder ayudar, de verse las caras (bueno, solo los ojos, porque todas llevan mascarilla), de mover un poco el cuerpo tras muchos días de encierro. Esta repentina inundación, que por otra parte tampoco ha sido grave, nos ha caído en el fondo como agua de mayo (bueno, de marzo). Esta noche mi aplauso es para ellas. (La ventana de Ángela)
La vida es para aventureros
(La ventana de Fermín) Esta mañana saludé a mi vecina camino de la tienda. Tiene dos niñas pequeñas. Eso sí es una aventura. La inventiva para entretenerlas sin salir se agota por días, pero la mayor enseña con orgullo el arco iris que ha hecho para pegar en su puerta. Un paso más adelante, mi vecino llega de su trabajo en la mina. Se unen en él tres aventuras: trabajar en estos días fuera de casa, llevar adelante el encierro con un niño pequeño y la incertidumbre sobre qué pasará en su trabajo.
En la tienda, la gente ni se roza. Ya hemos perdido la cuenta del tiempo que hace que no estrechamos la mano a nadie. De eso se habla, del esfuerzo que supone en el sur no tocarnos entre nosotros. La vida, a veces, es para aventureros, y esta crisis casi deja un ejemplo en cada casa.
Piratas
(El balcón de Luis) Podría decir que sobrevivir a esta pandemia que nos ha tocado en suerte es ya una aventura en sí. Salir a comprar con guantes y mascarilla, tirar la basura en medio de la noche silenciosa y vacía. Todo parece el decorado de una película apocalíptica, de esas en la que el presidente de Estados Unidos siempre era negro. De pequeño tuve siempre una imaginación desbordada, acrecentada por las lecturas de Julio Verne o Emilio Salgari y, cómo no, las películas de piratas de los sábados en sesión de tarde: El temible burlón, La isla del tesoro... que me llevaban a vivir mil y una aventuras en el pasillo de casa. Mi madre, viéndome disfrazado espada en mano, siempre decía “¡que gran actor se ha perdido Hollywood contigo!” Lo bueno es que ha seguido diciéndolo toda la vida. Amor incondicional, creo que se llama.
Algunas aventuras soñadas de pequeño logré hacerlas realidad de adulto y las guardo en mi haber de felicidad. Ahora, en estos días de reclusión obligada, me subo a la azotea a tomar una cerveza, me relajo y dejo mi mente volar imaginando de nuevo mil y una aventuras. Alguna es posible que pueda hacerse realidad, otras las miro con una sonrisa y veo cómo se van detrás de las nubes cuando cae la tarde.
Amor
(La ventana de Alejandro) Lo confieso. Tengo una aventura con una chica. Todos los días salgo furtivamente de casa. Antes lo hacía por la tarde y ahora todas las mañanas. Desde hace una semana, mi aventura me lleva una media hora. Me visto, calzo y meto en el bolsillo el gel hidroalcohólico. En tiempos de pademia, todas las precauciones son pocas.
Ella espera ansiosamente mi llegada. Yo también, aunque con un poco de temor a sus efusivas bienvenidas. Un día me llevo un bocao. Cruzo la avenida, oteo el horizonte, esquivo las patrullas policiales, disfruto del silencio de las calles. Y, por fin, llego a su portal.
Desde la cancela, oigo su gozoso saludo. Se dispara la adrenalina, el pulso se acelera -¿Será la emoción, será la edad?- al trepar los escalones de dos en dos hasta llegar a la cuarta planta. Su puerta se abre… ¡y se abalanza sobre mí!. La acaricio, la abrazo y, cuando se calma, le susurro al oído: “¡Hola, Khala, preciosa… es hora del paseo!”
“La invasión de los ultracuerpos”
(La ventana de Lucre) Nadie me había explicado que había aventura en esperar. Algo me sospeché cuando me tocó esperar a mis hijas mientras crecían barriga adentro.
Pero creo que esta va a ser una espera de las buenas. Y tiene su gracia la cosa. Que la aventura del siglo que llevamos la estemos viviendo dentro de casa. Que el riesgo esté en acercarse, y la audacia y el ingenio se usen para saludar a un amigo, para despedir a una madre, o apoyar a tu mujer, médico. De lejos.
Cada vez que salgo a la calle a tirar la basura, me siento como en “la invasión de los ultracuerpos”, mirando de reojillo a las personas que me cruzo, no vaya a ser que sean portadores y no lo sepan. ¿O lo seré yo? Mañana sigue la espera, sigue la aventura. Así que habrá que poner un poquito de espíritu de explorador a todo esto.