Cuando era pequeño, mi abuela decía de vez en cuando una frase recurrente, que soltaba cuando esperaba al lechero, al panadero o a mi abuelo, que casi nunca se llevaba las llaves cuando iba a echar el vinito con los amigos los domingos: “Entorna la puerta, no la cierres”.
Entornar una puerta es un privilegio que sólo tenemos la gente de pueblo, los que tenemos una serie de vecinos cercanos que en cualquier momento pueden necesitar algo, o los que cuando esperamos a un mensajero podemos estar sentados en el salón y mirar por la ventana cuando llega.
Cuando se entorna una puerta, en realidad no se cierra, sólo se “echa pallá”. Y es lo que va a pasar con esta ventana, que creo que en realidad no va a cerrar, sino que la vamos a entornar, por si acaso fuese necesario abrirla de nuevo.
Sí, porque el principal peligro de la desescalada es que demos pasos hacia atrás. Lo sabemos, pero otra cosa es que lo estemos asumiendo con la claridad que requiere lo que nos estamos jugando.
Solo en una semana, en Sevilla cerraron siete bares por incumplimiento del estado de alarma y fueron denunciados más de 50. Nos están pidiendo que estemos separados de la mesa de al lado, no que nos estudiemos la teoría de la relatividad, pero ni eso cumplimos.
Se abre un panorama complicado en el caso de que haya un repunte de los casos. La sanidad española ha aguantado como ha podido la enorme prueba de estrés que le ha supuesto esta pandemia en sus picos más altos, y ahora queda saber si hemos aprendido de los miles de muertos o queremos sumar nombres a esa macabra lista.
Llega la fase 2. Para algunos es un regalo, incluidos los que presionan desde un sillón político para agenciarse medio voto en el caso de que sus ilógicas peticiones sean atendidas. Ahora, veremos si es un regalo o una condena.
Por si acaso, cerramos la ventana. Bueno, la entornamos.