Amnistía, el río del olvido

Cuando Antonio Muñoz Molina veraneaba en El Puerto de Santa María escribió un maravilloso relato sobre el río del olvido, el Guadalete, renombrado por Rafael Alberti. En sus páginas, la gente que lo cruzaba, perdía la memoria. De su lectura, siempre deduje que conviene tanto olvidar como recordar.

Ahora, la misma gente que suele rechazar la memoria histórica, se ha lanzado a las calles de Barcelona para oponerse también al olvido legal, que viene a ser una de las interpretaciones de la palabra amnistía.

Allí, con la misma legitimidad de quienes reclaman lo contrario, flameaba el Partido Popular cuyos mayores de AP, Manuel Fraga al frente, se opusieron a la amnistía del 77 para que todo se quedara en el indulto del 76, pero no tuvieron reparos en pedir la excarcelación del anciano Rudolf Hess, el lugarteniente de Adolf Hitler, ya en una edad tan provecta como la de nuestra propia dictadura. Supongo que tampoco la muchachada de Vox le pondría excesivos peros a dicho acto humanitario, por poca humanidad que hubiera demostrado, en sus mejores años y antes de ahorcarse en Spandau, su prisión eterna.

La amnistía de la transición lo mismo sirvió para hacer tabla rasa de los crímenes que el franquismo consideraba crímenes y los que el propio régimen cometió. Una ley de punto final, en el fondo. Más que una ley de punto y aparte. Si aceptaron semejante disparate los padres fundadores de la Constitución --que los llamados constitucionalistas suelen incumplir--, no veo a mis cortas luces por qué hay que formar la de San Quintín por sacar del baúl de los recuerdos judiciales aquellas urnas de la Señorita Pepis y los sonados sopapos policiales a mansalva llegados en un barco con la estampa de Piolín, aquel 1 de octubre de justo hace ahora seis años.

¿Qué ocurriría si, como preconiza Vox, se suprimiera nuestra actual esencia de comunidades autónomas y libertades amplias? Esa última ruptura sería mucho más difícil de recomponer

En estos días de eruditos constitucionales a la violeta, el limbo de la conversación pública se llena de drones ideológicos que nos hablan de dogmas y de anatemas, de falsas conspiraciones en embajadas colombianas, de la vieja guardia felipista y la nueva hornada liberal tan poco liberal a menudo. De repente, nos hemos enterado de que existe Nueva Caledonia, una amnistía en Portugal y un referéndum autonómico en el Véneto que hízose y no ocurrió nada porque fue tan poco vinculante como la consulta soberanista.   

También sorprende, empero, que quienes abominaban de la amnistía catalana hace un cuarto de hora, ahora la justifiquen por un quítame allá cinco votos. Convendría sacar dicho acto de generosidad democrática de la melé del toma y daca de la investidura, pero a lo peor no hay forma de hacerlo. Nacería viciado, por ello, este mandato gubernamental, pero tampoco es cuestión de ponernos estupendos: la amnistía fiscal nos costó mucho más cara y nadie apeló a que fuera a romperse España.

Aunque aún no estamos en la pantalla del referéndum catalanista, es posible que la España de hoy se quiebre si cunde la secesión catalana, o la vasca o la del Bierzo, pero también podría reconstruirse en un rompecabezas federal. Sin embargo, ¿qué ocurriría si, como preconiza Vox, se suprimiera nuestra actual esencia de comunidades autónomas y libertades amplias? Esa última ruptura sería mucho más difícil de recomponer.

Hoy en día, el olvido y la memoria constituyen un derecho. Habrá que ejercer ambos, antes de que lo supriman bajo un río de banderas de ese otro nacionalismo tan persistente, el de un españolismo que niega la España real, el de una pretendida patria que orilla a sus compatriotas. Convendría, por higiene nacional, que aprendamos a cruzar todos los ríos del olvido.