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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Año Galdós

Se cumplen esta semana cien años de la muerte de Benito Pérez Galdós, el mayor de nuestros escritores, junto a Cervantes. En la madrugada del 3 al 4 de enero de 1920 Galdós emitió el último grito de su agonía. Se incorporó del lecho y se llevó las manos a la garganta, como si se ahogara. Después expiró sobre la almohada. La leyenda añadiría que en esos momentos postreros pidió el auxilio del doctor Centeno, ese niño de su creación que aparece ya en Marianela, otro de sus personajes más entrañables. Tan sólo unos meses antes, ciego y devastado por la arterioesclerosis, Galdós había recorrido con sus dedos temblorosos el monumento sedente, obra de Victorio Macho, que en su honor se inauguró en El Retiro.

Hoy cuesta entender que unas 30.000 personas visitaran su capilla ardiente, que al paso del cortejo fúnebre la multitud se congregara en la Puerta del Sol; que una muchedumbre, compuesta en buena medida por madrileños y madrileñas que no sabía leer, siguieran el cortejo a pie hasta el cementerio de La Almudena en lo más riguroso del frío invierno mesetario. Los balcones se llenaron de crespones negros, la actriz Margarita Xirgu arrojó flores y lágrimas desde su ventana en el Hotel París y las juventudes socialistas pugnaron por hacerse con el control de la carroza fúnebre. A Galdós, republicano convencido, el rey Alfonso XIII quiso atribuirle honores de capitán general con mando en plaza, y hubo peticiones de que se le enterrara en la Plaza Mayor.

Es difícil hoy imaginar tanto fervor ante un escritor que aunó el entusiasmo, el amor, diría, popular con la admiración de los grandes intelectuales de su tiempo: Pérez de Ayala, Ortega y Gasset, Menéndez Pelayo o políticos como Maura. No era para menos.

Madrid

De sobra es conocido el amor de Galdós por Madrid. Canario de nacimiento, el 30 de septiembre de 1862 el joven Benito llegaba a la capital con la intención de cursar los estudios de Derecho. Pronto descubriría que las calles de ese pueblo abigarrado encerraban muchas más enseñanzas que las aulas de la Universidad Central, donde “me distinguí por los frecuentes novillos que hacía”. Fue tal el apasionamiento de Galdós con esta ciudad que, hasta fechas recientes, se daba por cierto que jamás había regresado a su tierra natal. De hecho, cuando Galdós, ya anciano y completamente ciego, accede a la petición de La esfera para publicar sus recuerdos bajo el título de Memorias de un desmemoriado, lo hará comenzando por su llegada a la Corte. Se trata de una serie de artículos conmovedores, sobre todo en aquellos pasajes en los que Galdós evoca sus paseos por un Madrid al que la ceguera le impide volver a mirar.

Fue sin duda su gran amor, y desde luego el único que hizo público. Si damos crédito, según afirmaba su amigo Gregorio Marañón, a que era “un gran mujeriego”, se mostró discreto y púdico hasta un punto exasperante para sus biógrafos. Ha costado décadas desentrañar los pormenores de su relación clandestina, que alguno hoy tildaría de “poliamorosa”, con Emilia Pardo Bazán, una mujer, qué duda cabe, adelantada a su tiempo, y casi al nuestro, y con Lorenza Cobián, con quien el escritor tuvo su única hija reconocida, María.

En aquella segunda mitad del siglo XIX, como reflejaría en toda su obra, era Madrid un hervidero de revoluciones efímeras no exento, pues ahí seguían los restos del Imperio, de sentimiento patriótico (La Fontana de oro); era un Madrid provinciano y beato (Tormento), a la zaga distante de los avances ingleses, y un epígono paleto de la moda del otro lado de los Pirineos. La fatuidad, sin embargo, de sus habitantes convertía la ciudad en un mosaico de falsas apariencias (La de Bringas), sus teatros se llenaban de damas encopetadas con remiendos milagrosamente apañados (La desheredada), de caballeros que mantenían a sus concubinas a costa de deudas de las que se enriquecían los usureros (la serie de Torquemada). Un Madrid de pordioseros (Misericordia), de flamencos y toros, de cesantes en la cola infinita de la burocracia (Miau).

Aquella ciudad era un baile de máscaras que exigía una gran pluma para retratarla y dejarla a la posteridad. Fue la de Galdós, deslumbrado por la Comedia humana de Balzac, a quien descubrió en su primer viaje de 1867 a París. Sin miedo a exagerar, se puede decir que la segunda mitad del siglo XIX en España, en concreto en Madrid, se conoce sus intimidades básicamente por Benito Pérez Galdós, quien no contento con el reflejo de esas intrahistorias se lanzó también a la labor titánica de sus 46 Episodios Nacionales.

Fortunata y Jacinta

Es Galdós, después de Lope de Vega, nuestro autor más prolífico, pero todas sus novelas madrileñas habrían de condensarse en una obra magna, Fortunata y Jacinta, para muchos, al lado del Quijote, la obra cumbre de la literatura en español. Fortunata y Jacinta refleja al completo (hasta el extremo de narrar la vida en un convento de clausura de Las Micaelas) el Madrid retratado en mosaicos en todas las demás novelas. La vida de sus personajes está inmersa en los avatares históricos de aquella España polvorienta que comenzaba a despertar. Es la novela de plenitud de su autor, donde se conjugan Balzac, Dickens, Cervantes y ya se da la introspección psicológica que más adelante admiraría en Tolstoi.

Madrid crecía a las orillas del Rastro de manera desordenada, mientras que hacia las afueras, en lo que hoy es el barrio de Cuatro Caminos, se violaban las ordenanzas municipales para sobrepasar con creces el recinto de la antigua muralla. En los márgenes del Retiro, a impulsos del Marqués de Salamanca, se construía el barrio burgués por excelencia, en el que el propio Galdós llegaría a residir. Pero sobre todo es la zona que abarca de Chamberí a la calle Toledo en la que tropezamos con el inmenso repertorio de personajes galdosianos. Allí nos topamos con la perfecta burguesa, Jacinta, resignada a las calaveradas de su marido Juanito Santa Cruz, al que la humilde Fortunata, joven, sin educación y aún ingenua, reserva un amor ciego. Por allí aparecen la moda europea en las sombrererías de la Plaza Mayor y la calle de Toledo, el orden y la modernidad ingleses añorados por Moreno Isla, los contrastes de una ciudad que pasa de la opulencia de los soportales de la Plaza Mayor a la miseria de las corralas del Rastro, todo ello en un trecho de línea recta, como describiría más tarde Barea en La forja de un rebelde.

En Fortunata y Jacinta se desvela el alma humana porque la grandeza de su autor consigue crear un argumento que atañe a personajes de todas las condiciones. Las pasiones humanas se desnudan en la complementariedad entre Fortunata y Jacinta -sin ser conscientes, cada una de ellas redimirá a la otra-, entre Santa Cruz y Maximiliano, entre la prostitución de Fortunata y su reclusión conventual o entre su vida disoluta y la mentalidad práctica del coronel retirado que, ya senil, adopta a la joven protagonista.

Galdós no tiene interés en reflejar las costumbres de un pueblo al que ha analizado exhaustivamente, sino el afán de que ese pueblo, a través de sus costumbres, refleje los avatares históricos de una nación, los conflictos de una sociedad, los pesares y las alegrías del más mísero y del más pudiente. Galdós, como Zola, no hace historia para explicar al ser humano, sino que explica al ser humano para hacer historia. Eso, la misma esencia del Quijote, es lo que convierte Fortunata y Jacinta en una obra desbordante. Literatura pura que, en el caso de Galdós, equivale a decir vida pura.

Cuando Galdós no era 'progre'

Hasta hace poco aún se trataba de encerrar a Galdós en la celda del costumbrismo y el folletín. Las nuevas generaciones, con las que tan generoso se había mostrado, trataron de ningunearlo, salvo el honroso caso de Unamuno. Ahí queda para la ignominia eso de Don Benito, el Garbancero, que el histriónico Valle Inclán incluye en sus Luces de Bohemia, con el cadáver de Galdós aún caliente.

Fue un mantra que durante demasiado tiempo han repetido, ya en nuestra época, las hordas de 'escritores progres'. De ese modo se ahorraban su lectura. Ni siquiera Madrid parecía reconocer su legado. Aún recuerdo una visita al cementerio de La Almudena, a principios de los dos mil, en la que a duras penas pude localizar la tumba de Galdós, que reposa, por expreso deseo, junto al resto de miembros de las familias Hurtado de Mendoza y Pérez Galdós.

Ya nadie profiere esas sandeces. La Biblioteca Nacional ha inaugurado en estos meses una exposición para celebrar el año Galdós, y a lo largo de este 2020 se sucederán actos en memoria y reconocimiento. Ojalá alguno de ellos, o quién sabe si la propia exposición, recalen también en Andalucía.

Se cumplen esta semana cien años de la muerte de Benito Pérez Galdós, el mayor de nuestros escritores, junto a Cervantes. En la madrugada del 3 al 4 de enero de 1920 Galdós emitió el último grito de su agonía. Se incorporó del lecho y se llevó las manos a la garganta, como si se ahogara. Después expiró sobre la almohada. La leyenda añadiría que en esos momentos postreros pidió el auxilio del doctor Centeno, ese niño de su creación que aparece ya en Marianela, otro de sus personajes más entrañables. Tan sólo unos meses antes, ciego y devastado por la arterioesclerosis, Galdós había recorrido con sus dedos temblorosos el monumento sedente, obra de Victorio Macho, que en su honor se inauguró en El Retiro.

Hoy cuesta entender que unas 30.000 personas visitaran su capilla ardiente, que al paso del cortejo fúnebre la multitud se congregara en la Puerta del Sol; que una muchedumbre, compuesta en buena medida por madrileños y madrileñas que no sabía leer, siguieran el cortejo a pie hasta el cementerio de La Almudena en lo más riguroso del frío invierno mesetario. Los balcones se llenaron de crespones negros, la actriz Margarita Xirgu arrojó flores y lágrimas desde su ventana en el Hotel París y las juventudes socialistas pugnaron por hacerse con el control de la carroza fúnebre. A Galdós, republicano convencido, el rey Alfonso XIII quiso atribuirle honores de capitán general con mando en plaza, y hubo peticiones de que se le enterrara en la Plaza Mayor.