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Cádiz y el verano de verdad

Rancio

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Siempre he pensado que el verano es más verano en Cádiz, en el Cádiz de verdad. Ahora está de moda un Cádiz que es chiringuito de Tarifa con mojitos de sandía, o en el que te haces el hippy durmiendo en una furgoneta Volkswagen de 40.000 euros en Los Caños. Yo prefiero otro.

Cádiz es un rondo de abuelas jugando al bingo en la playa, neveras azules y sandías, o sábanas del SAS cogidas con pinzas en las sombrillas. Cádiz es familias de más de doce cenando en el mismo bar, verano tras verano, con los niños corriendo vestidos del Cádiz, del Betis o del Sevilla, y parando de vez en cuando para darle un buche a una Fanta con cañita y comerse una croqueta.

Cádiz es un municipal que ve a un chaval conduciendo la moto sin casco y le grita “Rafae, ponte el casquito, pisha”. Es un abuelo que viene a vender papeletas que ha escrito él a boli para sortear un reloj (“es CASIO, de los buenos”) y una camiseta de publicidad de Fertiberia.

Para mí, y ojalá para ti, el Cádiz de verdad son los puestos de niños cobrando apuestas en las carreras de Sanlúcar, sin avisos de ningún ministerio pidiendo “juegue de manera responsable”, ni colectivos ofendidos porque los niños jueguen a algo que les hará más propensos a la ludopatía según un estudio de vete tú a saber quién.

Cádiz es que te dé igual que tarde el camarero en atenderte, que cuando llegue no lleve apuntada la carta ni escriba nada de lo que pidas porque no falla. Cádiz vuela en cometas de aviones de corcho que llenan la playa de hilos que le dan a una gente que no se enfada, ni tuitea que esto hay que regularlo, que a saber si el vendedor declara lo que gana, o que seguro que ese corcho contamina.

Cádiz se mira a través de una tortillita de camarones, y allí uno ve las salinas de la Algaida, las ventas en las nacionales y oye conversaciones geniales que otros convertiremos en chistes. Cádiz es siesta de cuatro a siete, y película con anuncios y ventanas abiertas hasta las dos de la mañana.

Cádiz es una caballita con piriñaca, no tataki de atún; moscatel, no margarita de fresa; papas aliñás templaditas, no ensalada de quinoa; tele local y no Netflix. Cádiz es el carro de pasteles del Pampín, y no una foto de “Aquí sufriendo”. Cádiz es toda la familia en casa de los abuelos, con colchones en el salón porque está la cosa cortita, y no Air b’nb.

Al menos eso creo yo que es Cádiz, ¿y sabes por qué? Porque todo lo demás lo hay en todas partes, y los dulces del Pampín, los niños apostando, las siestas de chicharras y las noches de ventanas dejando salir diálogos de Pretty Woman a más volumen del necesario, solo se dan aquí.

Y es verdad que todo eso es diamante cuando se va un rato en verano, y plomo cuando se está allí todo el año. Quizá por eso, una de mis personas preferidas del mundo me dijo una vez en El Puerto: “Cádiz es la mejor amante, pero no te cases con ella”.

Siempre he pensado que el verano es más verano en Cádiz, en el Cádiz de verdad. Ahora está de moda un Cádiz que es chiringuito de Tarifa con mojitos de sandía, o en el que te haces el hippy durmiendo en una furgoneta Volkswagen de 40.000 euros en Los Caños. Yo prefiero otro.

Cádiz es un rondo de abuelas jugando al bingo en la playa, neveras azules y sandías, o sábanas del SAS cogidas con pinzas en las sombrillas. Cádiz es familias de más de doce cenando en el mismo bar, verano tras verano, con los niños corriendo vestidos del Cádiz, del Betis o del Sevilla, y parando de vez en cuando para darle un buche a una Fanta con cañita y comerse una croqueta.