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El Empire State se viste de morado
El martes 16 de este mes de mayo, el Empire State se vistió de morado. Por lo que se ve, lo hace una vez al año, por estas fechas, para celebrar la graduación de los egresados de la Universidad de Nueva York aunque, por culpa de la pandemia, llevaba desde mayo del 2019 sin hacerlo. En realidad, todo el Village se viste de morado, el color de NYU. Y así llevo días contemplando a estudiantes ataviados con sus birretes y túnicas fotografiándose en Washington Square Park o frente a los múltiples edificios propiedad de esta opulenta universidad, muchos de ellos del brazo de familiares venidos desde cualquier parte del mundo solo para la ocasión y con un claro predominio, entre los extranjeros, de estudiantes asiáticos.
De las 34 ceremonias de graduación organizadas en 11 lugares distintos de la ciudad, y con la colaboración de un ejército de 450 voluntarios para celebrar este rito de paso de 54.000 estudiantes (juntando, eso sí, las promociones de 2020, 21 y 22), la que trascendió a la prensa española fue la ceremonia del miércoles 17 de mayo. No me extraña. Era la graduación más masiva por ser la de los estudiantes de college, y tenía lugar en el Yankee Stadium. Además, se le concedía un doctorado honoris causa, entre otros, a Taylor Swift, en palabras de Andrew Hamilton, el presidente de NYU, por su talento, su arte, su lucha contra la discriminación y su labor en defensa de todas las artes.
¡Usen el Derecho! Para garantizar las sanciones, para proteger a los refugiados, para perseguir los crímenes de guerra, transformar instituciones internacionales obsoletas…
“¡Hay que ver cómo son estos yankees!” fue el comentario de mi pareja que encontré al despertar en el whatsapp en reacción a lo que en prensa había leído sobre lo de la ceremonia de graduación y lo de Taylor Swift. Y lo clavó. Porque realmente, en esta ceremonia, se sintetizan bien algunos de los mejores y de los peores elementos de su cultura y de su sistema educativo. De ahí la ambivalencia, mezcla de fascinación y horror, con la que lo viví todo.
No fue esa ceremonia, sin embargo, a la que asistí yo, sino a una oficiada por el decano de la Escuela de Derecho, Trevor Morrison, nada menos que en el Hulu Theater del Madison Square Garden, al día siguiente. Perderme, no quería perdérmelo, así que allí estaba yo en el cortejo de profesores, con mi toga y mi birrete, todos descendiendo ceremoniosamente tras la banda de gaiteros por el pasillo central de ese enorme teatro, bajo los focos y ante la mirada respetuosa de cientos y cientos de personas, entre estudiantes de Derecho y familiares, con paso sereno y sobrio. Y ahí estaba yo también, sobre el escenario emocionándome con las distintas alocuciones. La del decano Morrison, aleccionando al estudiantado a que, en algún momento de su recorrido profesional, se dedicara al sector público y pusiera sus conocimientos adquiridos al servicio del bien general. La del invitado para dar el discurso de honor, el profesor Adam Bodnar, antiguo defensor del pueblo polaco y conocido defensor de derechos humanos, instruyéndonos sobre las múltiples formas en las que los conocimientos jurídicos resultan sumamente útiles en el contexto de las varias crisis que nos rodean: la climática, la de la amenaza a los derechos de las minorías, la de la invasión de Ucrania. ¡Usen el Derecho! Para garantizar las sanciones, para proteger a los refugiados, para perseguir los crímenes de guerra, transformar instituciones internacionales obsoletas… Una oda a la responsabilidad, a la solidaridad, y a la valentía.
Hay cosas que se transmiten por el estómago, y el corazón, y la piel, y no solo por la mente, y eso pasa por emocionar y por inspirar. Y porque la educación siempre y necesariamente lo es en valores y no solo en contenidos
Siempre me han gustado los rituales y las ceremonias. Su dimensión espiritual. Su invitación a trascender. Y pienso que en estos tiempos de postverdad y de campañas de desinformación, en los que cuentan más el número de likes y seguidores que las horas de estudio o las publicaciones, los rituales académicos -algunos de viejísima data- tal vez tengan más sentido que nunca. El estudio, el conocimiento, el esfuerzo, la reflexión pausada, el espíritu crítico, todo lo que debe fomentar la mejor academia merece ser ritualmente celebrado, y, la verdad, “los yankees” lo saben hacer mejor que nadie.
Porque hay cosas que se transmiten por el estómago, y el corazón, y la piel, y no solo por la mente, y eso pasa por emocionar y por inspirar. Y porque la educación siempre y necesariamente lo es en valores y no solo en contenidos. Así que felicito al Presidente Hamilton por incluir, además de académicas y líderes de transformación social, a la señora Swift entre los premiados, pues, en un lenguaje cercano y directo habló de cosas y transmitió mensajes que también se llevarán los egresados de NYU como parte de su periplo formativo. La importancia de encontrar una pasión y perseguirla con entusiasmo, el saber aprender de los errores, el valor de la perseverancia y el esfuerzo, la necesidad de saber convivir con el pánico y a la vez la enorme excitación inherentes a la libertad del ser humano, la importancia de saber respirar y también la de aprender a desprenderse de cosas.
Cada año de estudios le cuesta a esos alumnos de Derecho unos 110.000 dólares con alojamiento; (...); que el salario del presidente Hamilton es de unos dos millones de dólares año; que muchos estudiantes se endeudan para poder acceder a los estudios
Y sin embargo, mientras -acabados ya los discursos asistía yo en el Teatro del Madison Square Garden al desfile de los cientos de estudiantes que, de dos en dos accedían al escenario, al oír sus nombres, para que los profesores, por turno, les fuésemos colocando el pañolón que completaba su atuendo- no podía dejar de contemplar, tal vez presa a ratos del tedio, el desfile de sandalias de muchas de las estudiantes. Sandalias de muchos cientos de dólares: Jimmy Choo, Bottega Veneta, Valentino…. Y entretenida en lo que por un momento se convirtió en un mini-desfile de moda, no podía dejar de pensar en algunos de los hechos y de las cifras que durante mi estancia aquí he aprendido: que cada año de estudios le cuesta a esos alumnos de Derecho unos 110.000 dólares si se incluye alojamiento; que en su mandato de nueve años el decano Morrison ha batido récord en su campaña de recaudación de fondos consiguiendo más de 540 millones de dólares del sector privado y antiguos alumnos para la Escuela de Derecho; que el salario del presidente Hamilton es de unos dos millones de dólares al año; que muchos estudiantes se endeudan por años para poder acceder a estos estudios, de forma que, al concluir, no pueden en realidad permitirse lo de dedicarse a sectores poco lucrativos sino que tienen, por el contrario, que buscar la oferta más ventajosa, siempre en el sector privado, para ir poco a poco saldando deudas; y hasta que se ha estado popularizando en los últimos años la moda de buscar, app mediante, a “sugar daddies” o “sugar mommas”, como estrategia de financiación de los estudios, es decir, una forma de prostitución.
El que en el contexto universitario este despliegue de opulencia, que es también la ceremonia de graduación de las universidades de élite de este país, se pueda dar sin rubor y acompañado de discursos que apelan a lo más noble del sentimiento humano, como la justicia y al valor del esfuerzo individual y la perseverancia, es solo el reflejo de la profunda convicción de que existe una igualdad de oportunidades como punto de partida, y que, cualquiera, también una Taylor Swift, sin padrinos, ni pedigrí puede llegar a donde se lo proponga. The American Dream. ¡Qué pena que las cifras y los hechos que acabo de mencionar parezcan hablar de otra cosa, y que también lo hagan las personas sin techo del Village que pasan sus días (y muchos también sus noches) en Washington Square y sus calles aledañas, a solo unos metros del lujoso ático en el que habita la familia Hamilton, sin que aparentemente les importe ni mucho ni poco que en esos días el barrio se vista de morado.
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