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Opinión - ¿Misiles para qué? Por José Enrique de Ayala

Exhibición de politiqueo

Es sabido que la política siempre ha tenido mucho de representación teatral. La forja de un dirigente se asemeja al proceso de definición de un personaje, al igual que sus categorías: principal, secundario, antagonista, tritagonista o instrumental. Y los parlamentos y otros foros públicos son en realidad escenarios con sus decorados, sus bambalinas de colores y sus tramoyas repletas de guionistas y apuntadores. Cierto que para que el espectáculo funcione conviene una ardorosa clac que anime, pero se trata  de un mero estímulo, lo realmente imprescindible es que tanto los personajes como la trama sean dignos de que el espectador conecte y se considere concernido por la historia. Da lo mismo que sea de manera simbólica, lo importante es que se sienta partícipe y la crea de interés.

Precisamente esto último es lo que está fallando en la política española durante las últimas semanas. Con motivo. Después de un maratón de urnas, en el que, por cierto, los electores han estado más que a la altura (con una participación del 76% en los comicios generales), la respuesta ha sido una exhibición descocada de vil politiqueo. Incoherencias, dilaciones, falsedades, maniobras toscas, fintas florentinas, intercambio de favores, colocaciones indecorosas de cuadros descolgados, cambalaches... La peor cara del uso de lo público en pro de unos intereses difíciles de descifrar y que a simple vista parecen a la medida de egos y componendas. Se empieza a acusar la fatiga.

La investidura del presidente del Gobierno y el peligro de volver a la casilla de salida es una demostración clarísima, pero no sólo. Ha ocurrido también en los ayuntamientos y cámaras autonómicas, en los grandes asuntos y en los acuerdos pedestres de andar por casa. Y aún queda mucho por ver. Los periodistas solemos tener poca memoria. Resumimos e interpretamos diariamente tal cantidad de datos que necesitaríamos un centenar de gigas en el cerebro para almacenarlos. Los políticos lo saben. Repiten consignas y estrategias, se contradicen sin apenas vértigo y, en el colmo del desahogo, al cambiar de bancada hacen suyos (hasta en la literalidad) los argumentos del contrario que combatieron con ahínco. Basta pasarse por el Parlamento andaluz un jueves para reconocer frases en las bocas de unos que ocho meses atrás estaban en las de los otros.

En mis años de cronista parlamentaria he comprobado cómo la fogosa vocinglería desatada en un pleno se extinguía nada más finalizar la sesión y, a veces, al salir al patio se tornaba en camaradería campechana entre los duelistas. Está muy bien ser corteses y humanos, pero lo que quedaba flotando en el aire era el resabio de que ambos habían dado por concluida la función. Fin de la obra. También he observado cómo se ponían, y se ponen, en escena pomposos protocolos de reuniones -cuyo objetivo verdadero es enredar sobradamente a los medios y rellenar espacio- para alcanzar consensos que en realidad se están dirimiendo a golpe de teléfono o en las cafeterías de los hoteles. Con los preceptivos prolegómenos de enunciados desafiantes a ver quién dialoga más, es más sacrificado, más desprendido, y consigue mostrar mayor indiferencia ante las prebendas materiales y los mundanales focos de las cámaras.

Se trata de una convención. En cierto modo la sociedad interioriza la naturaleza teatral (e incluso teatrera) de la política, la conoce, la reconoce y la tolera. Pero sólo en cierto modo: existen límites, no se puede tensar la cuerda y esperar que no se deshilache. Hay que tener cuidado con los tacticismos, los bloqueos imprudentes, el abuso de las jugadas cortas y el descaro a la hora de acumular réditos partidarios. Desde lejos se les ve el colmillo y la inconsistencia ética de sus discursos de campanario. El riesgo es que el ciudadano se canse y acabe por desengancharse, hastiado y descreído, en unas ocasiones; escandalizado y colérico, en otras. No valen luego los aspavientos contra las oleadas de los populismos y las llamadas alarmistas para no abandonar el sistema. Cuando los personajes son planos y superficiales el público jamás empatiza con ellos. El politiqueo de baja estofa no es un buen relato para sintonizar con nadie.

Es sabido que la política siempre ha tenido mucho de representación teatral. La forja de un dirigente se asemeja al proceso de definición de un personaje, al igual que sus categorías: principal, secundario, antagonista, tritagonista o instrumental. Y los parlamentos y otros foros públicos son en realidad escenarios con sus decorados, sus bambalinas de colores y sus tramoyas repletas de guionistas y apuntadores. Cierto que para que el espectáculo funcione conviene una ardorosa clac que anime, pero se trata  de un mero estímulo, lo realmente imprescindible es que tanto los personajes como la trama sean dignos de que el espectador conecte y se considere concernido por la historia. Da lo mismo que sea de manera simbólica, lo importante es que se sienta partícipe y la crea de interés.

Precisamente esto último es lo que está fallando en la política española durante las últimas semanas. Con motivo. Después de un maratón de urnas, en el que, por cierto, los electores han estado más que a la altura (con una participación del 76% en los comicios generales), la respuesta ha sido una exhibición descocada de vil politiqueo. Incoherencias, dilaciones, falsedades, maniobras toscas, fintas florentinas, intercambio de favores, colocaciones indecorosas de cuadros descolgados, cambalaches... La peor cara del uso de lo público en pro de unos intereses difíciles de descifrar y que a simple vista parecen a la medida de egos y componendas. Se empieza a acusar la fatiga.