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El factor humano
Gracias a Bradley Manning, a Hervé Falciani y a Edward Snowden hemos conocido que el Ejército de EEUU comete atrocidades con impunidad, que los bancos suizos dan amparo sin rubor a grandes evasores de impuestos y que los servicios de inteligencia espían cada uno de nuestros movimientos con la inestimable ayuda de filántropos de la seguridad como Facebook o Microsoft. En realidad, tres cosas que ya sabíamos, o al menos sospechábamos.
Lo que también hemos descubierto es lo aparentemente fácil que ha resultado descubrirlo. Lo sencillo que fue para un soldado de 22 años, armado con un CD virgen rotulado con el nombre de Lady Gaga, hacerse sólo un mes después de ser desplazado a una base militar en Irak con cientos de miles de documentos secretos; cómo un informático, llegado cinco años atrás al HSBC, recopiló durante dos años sin levantar sospechas los datos de más de 130.000 delincuentes fiscales; o de qué manera un analista de 29 años, tres meses después de su incorporación a una empresa de defensa subcontratada por la NSA, pudo reunir pruebas sobre un programa secreto de espionaje del Gobierno de Obama.
Han declarado que actuaron movidos por una causa noble, por la búsqueda de la verdad y la lucha contra las injusticias. Pese a las sombras que rodean sus casos, la mayoría de nosotros queremos creerlo así. Que son esos héroes improbables que a veces nos regala la Historia. Que sus acciones van a contribuir a hacer del mundo un lugar más libre y más limpio. El otro día leía en este mismo diario un artículo de Isaac Rosa en el que se lamentaba de que no hubiera más Mannings, más Falcianis, más Snowdens. Si ellos tuvieron acceso a esa información, ¿cuántos más la tienen todos los días a su alcance y no actúan por miedo?, se preguntaba.
Exacto, ¿cuántos más? ¿Cuántos empleados anónimos tienen en sus manos cotidianamente, no ya sucios secretos oficiales o delitos flagrantes, sino la información vulgar, corriente -y confidencial- de la que están hechas nuestras vidas? ¿Y quién está dispuesto a pagar por ella? Todos debemos felicitarnos de que la verdad salga a la luz cuando se cometen delitos o se pone en riesgo la libertad de todos. Manning, Falciani y Snowden posiblemente sean héroes, pero ¿cuántos como ellos se enfrentan cada jornada a la tentación de no serlo, al contrario, de hacerse ricos o simplemente famosos divulgando datos clasificados?
Si para ellos fue tan fácil abrir una brecha en lo que se suponen que son los archivos mejor blindados del planeta -la inteligencia norteamericana, los bancos suizos-, ¿qué podemos esperar de otros datos? ¿Puede cualquier informático avispado copiar en un CD y poner a la venta nuestro historial médico, datos fiscales, antecedentes penales, extractos bancarios, registros telefónicos o confidencias en Facebook? ¿O borradores de leyes, planes de inversión, sumarios judiciales u operaciones de la Polícía? En pocas palabras, ¿estamos vendidos? Hace unos días se conoció el caso de un empleado de banca alemán que transfirió por error 222 millones de euros al quedarse dormido sobre el teclado. La anécdota, divertida, aparentemente inofensiva, nos enseña también cuántas cosas pueden hacerse con un simple clic.
Gracias a Bradley Manning, a Hervé Falciani y a Edward Snowden hemos conocido que el Ejército de EEUU comete atrocidades con impunidad, que los bancos suizos dan amparo sin rubor a grandes evasores de impuestos y que los servicios de inteligencia espían cada uno de nuestros movimientos con la inestimable ayuda de filántropos de la seguridad como Facebook o Microsoft. En realidad, tres cosas que ya sabíamos, o al menos sospechábamos.
Lo que también hemos descubierto es lo aparentemente fácil que ha resultado descubrirlo. Lo sencillo que fue para un soldado de 22 años, armado con un CD virgen rotulado con el nombre de Lady Gaga, hacerse sólo un mes después de ser desplazado a una base militar en Irak con cientos de miles de documentos secretos; cómo un informático, llegado cinco años atrás al HSBC, recopiló durante dos años sin levantar sospechas los datos de más de 130.000 delincuentes fiscales; o de qué manera un analista de 29 años, tres meses después de su incorporación a una empresa de defensa subcontratada por la NSA, pudo reunir pruebas sobre un programa secreto de espionaje del Gobierno de Obama.