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Más que 'fakes'
Que todo el problema que tuviéramos fueran las ‘fake news’ o noticias falsas, cocidas en el callejón de atrás de lo peor de la política de este país, e inoculadas y reverberadas en las redes hasta la náusea, hasta hacerlas pasar por una verdad incuestionable ante la que reaccionar bárbaramente. Ojalá el atentado a lo que conocemos por “democracia” consistiera en faltar sistemáticamente a la verdad. El veneno de la mentira ha de encontrar su principal antídoto –sin injerencias estatales- en el periodismo, en quienes aún se merecen el nombre de periodistas porque no son meros mediadores entre los políticos y quienes los padecemos. Es propio de periodistas repreguntar (más aún que preguntar), no llamar “rueda de prensa” ni asistir a la comparecencia de un político que no admite preguntas, ser conscientes de que el poder tiene siempre un doble discurso y, sobre todo, no replicar mentiras ni aceptar la plaza de muñeco del ventrílocuo, aunque esté mejor pagada que la de redactor. Páginas como Maldito bulo, StopBulos o Polétika se emplean a fondo en señalar embustes diseñados para sembrar vientos y desestabilizar sin que sea posible muchas veces señalar al envenenador de las aguas sociopolíticas.
Peor aún que faltar a la verdad está siendo el atropello continuo a la razón, la sarta de falacias de todo pelo que nos tragamos a diario como si tal cosa. El principio de no contradicción, que es uno de los básicos de la lógica, desde que Díaz Ayuso es capaz de afirmar una cosa y su contraria en la misma frase y quedarse tan ancha, lo tengo dado por perdido. El viejo truco de apelar a lo que parece lógico sin serlo en absoluto cuela más que nunca. Las falacias tu quoque (consistente en un “pues anda que tú…”) y las ad Hominen (las de “mira quién habla”) corren por escaños, mítines y redes como la pólvora. Desgraciadamente, a muchos les importa defender a toda costa a Agamenón o a su porquero, por encima de la verdad y la razón. También hay quienes defienden la libertad de expresión cuando lo que se expresa coincide con sus sentimientos y pensamientos; todo lo demás, por supuesto, es una grave ofensa que ha de ser erradicada. [De entre todas las trampas argumentales, tengo una favorita. Es esa que sueltan cuando no quieren que les saques un tema, como por ejemplo la violencia machista, el fomento de la lectura o la exhumación del Valle de los Caídos: “En estos momentos hay cosas más importantes de las que ocuparse”, responden. Como si acaso en España hubiera sólo un funcionario que se tuviera que encargar de todos los asuntos. Va a llevar razón la canción esa de Astrud que sostenía que “Hay un hombre en España que lo hace todo / hay un hombre que lo hace todo en España”].
En los últimos tiempos estamos asistiendo directamente al absurdo, al disparate absoluto, como el de recomendar pimplarse el bote de lejía o defender las bondades nutricionales de sustituir la beca comedor por menús del Telepizza.
Pero aún se puede ir un poco más allá del bulo y las falacias, aún se puede poner más al filo nuestra relación con la realidad. En los últimos tiempos estamos asistiendo directamente al absurdo, al disparate absoluto, como el de recomendar pimplarse el bote de lejía o defender las bondades nutricionales de sustituir la beca comedor por menús del Telepizza. Los líderes políticos que podemos calificar de trumpistas son quienes se están atreviendo a rebasar sin disimulo este límite. No están locos, están poniendo en marcha una estrategia. Y es aquí donde está el mayor peligro: si estas y estos gerifaltes logran que la reducción al absurdo les dé poder en vez de arrebatárselo, todo estará perdido. Sobrepasar los límites de la lógica conlleva rebasar los límites de la ética. Hasta el momento, el absurdo había sido una herramienta maravillosa, utilizada por el arte y la literatura contemporánea para desarticular y denunciar la falsía que nos venden como realidad. Esa misma arma, en manos del poder, es letal. Esta es una de las lecciones que nos dieron los fascismos históricos.
Pero aún hay más: el estado de opinión, que es eso que se supone que miran las encuestas del CIS y otras demoscopias, ha trocado en un simple estado de ánimo: la prescripción de opiniones está cediendo paso a la provocación de emociones, el debate se ha sustituido por la crispación. Importan los likes, esto es, si lo que se muestra “me gusta”. Disentir y negar –que es lo primero para cualquier transformación personal y social- nos lo han cambiado por complacer y asentir.
Mentiras cochinas, falacias, el desafío absoluto a los límites de la ética y la lógica, y la sustitución del pensamiento por los likes y de la palabra por la imagen, barrenan por completo la base que hacen posible el entendimiento y la convivencia. Si no conseguimos ponerle coto a la mentira y la sinrazón, vamos a tener que ir pensando en llamar de otra manera a lo que hasta ahora habíamos llamado con el sacrosanto y sonorísimo nombre de democracia.
Que todo el problema que tuviéramos fueran las ‘fake news’ o noticias falsas, cocidas en el callejón de atrás de lo peor de la política de este país, e inoculadas y reverberadas en las redes hasta la náusea, hasta hacerlas pasar por una verdad incuestionable ante la que reaccionar bárbaramente. Ojalá el atentado a lo que conocemos por “democracia” consistiera en faltar sistemáticamente a la verdad. El veneno de la mentira ha de encontrar su principal antídoto –sin injerencias estatales- en el periodismo, en quienes aún se merecen el nombre de periodistas porque no son meros mediadores entre los políticos y quienes los padecemos. Es propio de periodistas repreguntar (más aún que preguntar), no llamar “rueda de prensa” ni asistir a la comparecencia de un político que no admite preguntas, ser conscientes de que el poder tiene siempre un doble discurso y, sobre todo, no replicar mentiras ni aceptar la plaza de muñeco del ventrílocuo, aunque esté mejor pagada que la de redactor. Páginas como Maldito bulo, StopBulos o Polétika se emplean a fondo en señalar embustes diseñados para sembrar vientos y desestabilizar sin que sea posible muchas veces señalar al envenenador de las aguas sociopolíticas.
Peor aún que faltar a la verdad está siendo el atropello continuo a la razón, la sarta de falacias de todo pelo que nos tragamos a diario como si tal cosa. El principio de no contradicción, que es uno de los básicos de la lógica, desde que Díaz Ayuso es capaz de afirmar una cosa y su contraria en la misma frase y quedarse tan ancha, lo tengo dado por perdido. El viejo truco de apelar a lo que parece lógico sin serlo en absoluto cuela más que nunca. Las falacias tu quoque (consistente en un “pues anda que tú…”) y las ad Hominen (las de “mira quién habla”) corren por escaños, mítines y redes como la pólvora. Desgraciadamente, a muchos les importa defender a toda costa a Agamenón o a su porquero, por encima de la verdad y la razón. También hay quienes defienden la libertad de expresión cuando lo que se expresa coincide con sus sentimientos y pensamientos; todo lo demás, por supuesto, es una grave ofensa que ha de ser erradicada. [De entre todas las trampas argumentales, tengo una favorita. Es esa que sueltan cuando no quieren que les saques un tema, como por ejemplo la violencia machista, el fomento de la lectura o la exhumación del Valle de los Caídos: “En estos momentos hay cosas más importantes de las que ocuparse”, responden. Como si acaso en España hubiera sólo un funcionario que se tuviera que encargar de todos los asuntos. Va a llevar razón la canción esa de Astrud que sostenía que “Hay un hombre en España que lo hace todo / hay un hombre que lo hace todo en España”].